jueves, 14 de marzo de 2024

La escritura del tiempo

 

Ana María Moix
Conversaciones en el tiempo
Amarillo Editora. Madrid, 2024.

El tiempo, gran escultor titula Marguerite Yourcenar uno de sus libros. También podríamos decir “gran escritor”, un escritor que nunca se cansa de dar nuevos retoques a las obras literarias. Por eso, muy acertadamente, se ha titulado Conversaciones en el tiempo la recopilación –aumentada-- de Veinticuatro por veinticuatro, la recopilación de entrevistas que Ana María Moix publicó en 1973. Entonces constituían el mejor reflejo de aquella Barcelona del final del franquismo que se había convertido en capital modernidad. Eran los años del boom, de la irrupción novísima, del combate contra el acartonado realismo de posguerra o la literatura de “la berza” (ese calificativo despectivo se emplea varias veces, en especial contra Alfonso Grosso).

            Parafraseando a Stefan Zweig (y a Fernando Vela), estas entrevistas llevaban el título de “Un día en la vida de…” y pretendían seguir a un personaje conocido durante veinticuatro horas. No solo figuran escritores, pero los escritores son mayoría. Hay un maestro, Josep María Castellet (inicia el libro una humorística crónica social cuando se le concede un lucrativo premio de ensayo), y un empresario, Oriol Regàs (creador de Bocaccio, el lugar de encuentro de la que se llamó la gauche divine), que fue algo más que un empresario, el ideólogo de una nueva manera de entender el ocio y la cultura.

            Pero el tiempo --ha pasado más de medio siglo desde que fueron escritas-- le ha dado un nuevo sentido a estas crónicas que no desdeñan el humor naíf ni cierta frivolidad. En una de ellas, acompaña la autora a José Donoso, a su mujer y a su hija hasta la casa que se está construyendo en Calaceite. A medio camino, la niña “coge el volante con sus pequeñitas manos y casi termina ahí este reportaje. Frenazos. Insultos del conductor que venía de frente y que por lo visto es de la opinión de que los niños de tres años no deben conducir por la carretera”. Más adelante, otra anécdota sorprendente: “La niña, que se quedó jugando en el pueblo, ha desaparecido. Los Donoso no se inquietan. Ya la traerán”. Esa niña, a la que permiten cualquier peligroso capricho y que no les inquieta se pierde, es Pilar Donoso, que se suicidó a los cuarenta y cuatro años después de publicar un único libro, Correr el tupido velo, donde desvelaba toda la turbiedad de una vida familiar que desde fuera parecía idílica.

            Ana María Matute, en 1971, nos habla largamente de un libro que está a punto de terminar y que considera su obra maestra, Olvidado rey Gudú. Ni ella ni los lectores de entonces podían suponer que no aparecería hasta 1996 porque antes tendría ella que atravesar un largo tiempo fuera del tiempo.

            Jaime Gil de Biedma y Ángel González son los únicos autores que se salvan de la crítica feroz a la poesía social por parte de los nuevos poetas, según Ana María Moix. Gil de Biedma no parece tener, en cambio, muy buena opinión de los novísimos, a pesar de que la entrevistadora fuera uno de ellos: “La antología está presentada como un intento de renovación, y la verdad, es una continuación lamentable. No rompe con nada anterior, la poesía de los novísimos sigue siendo tan provinciana como antes”. Cuenta “con humor y teatralidad” divertidas anécdotas de su vida en Filipinas. Hoy, después de leer el diario póstumo, esas anécdotas no nos parece que fueran tan divertidas.

            De la entrevista con Ángel González, nos sorprende su repetida alusión “al cura que lleva dentro”, a su mala conciencia tras una noche de juerga. No falta algún dato autobiográfico al que luego evitaría referirse, En Barcelona, “vivía de mala manera, pero muy feliz, hasta que me enamoré de una chica que vivía en Madrid y la seguí y allí me quedé hasta que me marché a América”.

            La bulimia era una enfermedad que aún no se había inventado y Monserrat Caballé no tiene inconveniente en declarar que, tras los ensayos, siente “un apetito atroz”: “Como y revivo. ¿Cómo voy a privarme de una buena comida?”

            A veces la editora, Ester Vallejo, se siente obligada a hacer algunas aclaraciones en nota. “Cuando a una familia pobre le salía un hijo subnormal, lo ponía a vender cupones en una esquina”, afirma el pintor Joan Ponç, y Ester Vallejo trata de justificar tales palabras indicando que “ese término que hoy nos resulta tan fuera de lugar es el que se empleaba de forma habitual en los años setenta”. No anota, en cambio, la curiosa observación de que Rosa Chacel “habla en perfecto castellano, a pesar de haber vivido tantos años en Sudamérica”. Parece que todavía en 1970, como en tiempos de Clarín, se pensaba que los españoles eran los dueños de un idioma que en América se habría corrompido.

            A Max Aub le entrevista el 1 de julio de 1972. Su obra es extensísima, nos dice, y “si continúa con la vitalidad que demuestra tener hoy, a los setenta años, será interminable”. Antes de acabar ese mes, moría el escritor. Con melancolía y una sonrisa leemos las que quizá fueran sus últimas palabras: “Hoy a la gente le gusta demasiado el fútbol, la televisión, ya no hay tertulias, no se toma café. Sí, sí, tomar café, hacer tertulia, hablar. Hoy solo hay diversión, drugstores. ¿Quién lee hoy los poemas de los demás? Hoy la gente baila, bebe, mira la televisión: no hay tiempo para escribir. Cuesta menos esfuerzo vivir, todo es más fácil, muchas distracciones. Con tantas cosas, ¡quién se sienta a trabajar durante horas y horas, meses y meses, en un libro? Pocos, muy pocos. Con tanta televisión y tanto fútbol, bailes, etc., ¿quién se sienta luego a leerlos?, menos, todavía menos”. O sea, les diríamos a los agoreros de hoy, que no hacía falta que se inventaran las redes sociales para la “decadencia” de la cultura.

           

           

           

 

 

jueves, 7 de marzo de 2024

Misterio sin resolver

 

Roger Chartier
Libro, lectura y cultura escrita
Trama Editorial. Madrid, 2024.

Roger Chartier, leemos en la solapa de este volumen, es profesor emérito en el Collège de France y director de estudios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, además de uno los más reconocidos historiadores del libro, la lectura y la cultura escrita. En el prólogo se nos presenta como “uno de los principales representantes de la Escuela de los Annales” y como “un viajero consumado, un académico que imparte cursos y conferencias en universidades de diversos continentes”, uno de los más cualificados representantes de la “cultura historiográfica francesa”, que demuestra además “un interés voraz por las historiografías de otros países, por las novedades editoriales que aparecen por aquí y por allá, estando al tanto de lo que otros hacen”. No solo un erudito, también un sabio.

            Pero comenzamos a leer Libro, lectura y cultura escrita y apenas si nos encontramos con un capítulo que no contenga una inexactitud o un disparate. En el titulado “Biblioteca”, se la define así: “Tradicionalmente, la biblioteca es una colección de libros y otros textos escritos o impresos que el lector lee en el mismo sitio”, Eso cambiaría con la aparición de la edición digital. Pero cambió mucho antes, con el servicio de préstamo. Del recinto de la biblioteca, solo no pueden salir aquellos libros de especial valor.

Sigamos leyendo: al ser los libros accesibles de forma digital, “la biblioteca podía reutilizar sus espacios, liberándose de sus colecciones, y ya algunas bibliotecas han transferido sus colecciones impresas a almacenes fuera de sus edificios. Evidentemente, se puede pedir un libro, pero ya no está más en la colección dentro de la biblioteca”. Pero toda gran biblioteca, cuyos fondos se amplían continuamente, ha de recurrir a depósitos fuera del edificio primitivo, sin que ello tenga que ver con la edición digital. ¿Puede ignorar eso uno de los más ilustres estudiosos del libro?

Trata luego de explicar “a las instituciones, a los poderes, a los lectores, a los estudiantes” por qué es necesario leer en la biblioteca. Y lo hace señalando que “un texto no es solamente un contenido semántico, sino que siempre fue encarnado, ha recibido un cuerpo”. Traduzco esa obviedad: que una obra literaria la leemos siempre en una determinada edición y que la edición en que la leamos condiciona de alguna manera su contenido. Cierto, ¿pero importa algo que leamos el libro en casa o en la biblioteca?

            No distingue Chartier entre los diversos tipos de bibliotecas –particulares, municipales, provinciales, nacionales, universitarias-- y por eso las defiende como “espacios de sociabilidad, gracias a la lectura de sus obras por los autores, gracias a las conversaciones y debates después de la presentación de un libro”. Se opondría así la lectura en la biblioteca a la “comunicación desmaterializada y ‘descorporalizada’ del mundo digital”. Confunde una biblioteca pública con un centro cultural (pueden coincidir en algún caso) o una librería. Y no solo eso: piensa que los autores que publican sus libros en edición digital, los poetas que difunden sus versos en las redes sociales no pueden leer sus obras en público y charlar con los lectores.

            En el capítulo dedicado a Borges, nos encontramos con una más que peculiar defensa de la “forma material de la obra” frente a su “desmaterialización”, o dicho más correctamente, de la edición impresa frente a la edición digital. Resulta que el más famoso pasaje del Hamlet, no se lee de la misma manera en la edición de 1603 (“To be, or not to be, I there’s the point”) que en la de 1604 (“To be, or not to be, that is the question”), lo que hace que la lógica del monólogo sea “profundamente diferente”. Esas diferencias se borran cuando la obra se “desmaterializa” en la edición digital. Pero también desaparecen en cualquier edición impresa, ya que la forma que adopta como definitiva es la segunda. Solo si se trata de una edición anotada podemos ser consciente de esa versión anterior y resulta que las notas pueden aparecer igual en una edición impresa que digital (incluso puede ser la misma edición escaneada página a página). ¿Acaso cree Chartier que los lectores, cuando leen Hamlet, van a una biblioteca y piden la edición de 1603 y luego la de 1604 para comparar?

            Apenas hay capítulo que no contenga una imprecisión o un disparate, repito. En el titulado “Traducción”, se nos dice que la traducción fue “la primera forma de profesionalización de la escritura”. Durante siglos, los traductores cobraban por su trabajo, pero los autores no. Los autores recibirían ejemplares de su libro, no dinero, ejemplares que podían dedicar a cambio de protección. Confunde Chartier la dedicatoria impresa a un mecenas con las dedicatorias manuscritas de los autores en los libros que reciben del editor. Y aunque para considerar la traducción como la primera profesionalización de la escritura se basa en el Quijote, ignora que Cervantes –como hacían los autores de su tiempo-- vendió el privilegio de editar su obra (parece que por 1400 maravedíes) y que obtuvo un diez por ciento de los beneficios, más o menos lo mismo que un autor actual.

            Libro, lectura y cultura escrita lleva el subtítulo de “Breve diccionario oral”. Invitado por una universidad de Chile, a Roger Chartier se le pidió un libro y él ofreció resumir sus saberes de manera verbal y en forma de diccionario. Los encargados de recoger y transcribir sus palabras fueron Pedro Araya y Yanko González, antropólogos. ¿Explica ese carácter improvisado los desatinos del breve volumen? No debería. Las diversas entrevistas que están en su origen fueron cuidadosamente revisadas y editadas, según se nos explica en el minucioso prólogo. La razón de tales continuos desajustes con la realidad en un universitario del prestigio de Roger Chartier –sus publicaciones están traducidas a muy diversos idiomas, también al español-- constituyen un misterio que yo no soy capaz de resolver.



martes, 27 de febrero de 2024

El misterio de lo cotidiano


Lola Mascarell
Préstame tu voz
Tusquets. Barcelona, 2024.

La poesía contemporánea adopta muchas formas, a menudo incompatibles. Quienes gustan de una de ellas suelen desdeñar, o aborrecer, las otras. Lola Mascarell opta por una poesía de la cotidianidad, escrita en un lenguaje aparentemente directo y sin enigmas por resolver. La cita inicial, de la exitosa Irene Vallejo, e incluso la viñeta de la cubierta (la silueta de una madre que juega con su hijo), ya nos indican que no busca al lector especializado que desdeña “el sentimentalismo primario”, tan denostado por poetas como Guillermo Carnero.

            “Normalidad”, “Lo pequeño”, “Un día cualquiera” son los títulos, bien significativos, de algunos de los poemas. Pero, como todos sabemos, no hay mayor misterio que el de la normalidad, el de un día cualquiera en que aparentemente no pasa nada, salvo el tiempo.

            La línea clara en la que se incluye Lola Mascarell tiene como referente principal, no a Luis Alberto de Cuenca, el poeta al que suele aplicársele esa etiqueta, más urbano y juguetonamente culturalista, sino a Eloy Sánchez Rosillo, pero no tanto al elegíaco de su primera época, como al de la etapa final, hímnico y celebrativo de lo cotidiano.

            Todas las maneras de entender la poesía tienen sus riesgos, en las que a veces incurren también los nombres mayores, no solo los epígonos. Al vacuo hermetismo de unos, se contrapone la banalidad de otros. Nos dejan fríos ciertos jugueteos de la vanguardia o confusas elucubraciones más o menos metapoéticas, pero también el consabido sonsonete de la tradición; y, por otra parte, la emoción que nos contagian los poetas que escriben con el corazón en la mano no siempre es de buena ley.

             Difícil resulta leer sin conmoverse un poema como “Marcha”, pero la contagiosa emoción proviene más bien de la historia que se nos cuenta: “En los últimos días / mi abuela siempre estaba / queriéndose escapar / y había que cerrar todas las puertas”. Quizá no nos habría conmovido menos si la escuchamos en una conversación. Y digo quizá, porque, basta releerlo, para darse cuenta de la maestría de la autora.

            Pero los mejores poemas de Lola Mascarell son los que no bordean, o incurren, en la falacia patética. “Creación del mundo”, por ejemplo: “Vio que el mundo era bueno y fue poniendo / cada cosa en su sitio: / las huertas ordenadas con sus líneas / de sembrados en fila, / las montañas al fondo, su recorte / con tijera en la mano de algún niño”. Destaca igualmente “Ojalá”, que acierta a trascender la frase hecha con la que comienza: “Sea lo que Dios quiera”.

            En algunos casos, el poema hace explícita su conclusión sapiencial en forma casi aforística. “Recorro con los dedos / el brote de geranio / que plantamos ayer en la maceta” comienza el poema “Amor”. Termina con unos versos que pueden leerse de manera independiente: “Amar es escuchar / que en el otro resuena y se amplifica / lo mejor de uno mismo”.

Algo similar ocurre en “El jardín”: “Escribir poesía / es cuidar un jardín / donde solo germina lo que muere”. Pero a veces, como ocurre en “Atención”, lo que podría ser la síntesis final es el punto de partida. “No se puede explicar la poesía”, leemos en el primer verso.

            La cita inicial, tomada de El infinito en un junco, aclara el título del libro, que es también el del último poema: “En las inscripciones funerarias tempranas, los muertos rogaban al paseante ‘préstame tu voz’ para revivir y anunciar quién yacía en el sepulcro”. El poema final comienza de la cotidiana manera, tan cercana a la prosa, que es habitual en Lola Mascarell: “El murmullo del bar / donde apuro otro quinto de cerveza / me sume en un extraño aturdimiento”. Pero en ese murmullo se entremezclan los vivos y los muertos: “Son las voces de hombres y mujeres / que ya no están aquí, pero que hablan / a través de los vivos con sus juegos, / sus formas de reír o de marcharse”. Una anécdota trivial, tomarse una cerveza en el bar del pueblo, se convierte en algo muy distinto: “Estamos en el bar / esos muertos y yo / y un tubo de neón anula el tiempo”.

            Los “juegos con el tiempo” son propios de esta poesía, como de la de Sánchez Rosillo o Francisco Brines, otro de sus referentes. “Tiempos superpuestos” (de “superposición temporal” habló Carlos Bousoño en su Teoría de la expresión poética) se titula uno de los poemas más significativos del libro: “La luz que cruza ahora la ventana / y llega hasta tu pie / y atraviesa la cuna / y avanza por el suelo del salón / no procede del cielo / que custodia la escena desde atrás: / esa luz que ahora toca / el milagro minúsculo del dedo / meñique de tu pie / procede de mi infancia / y avanza sin retorno / hacia ese lugar / donde yo ya no estoy, / pero te espero”. Aquí, al contrario que en el primero de los Cuatro cuartetos de Eliot, son el tiempo pasado y el tiempo futuro los que se contienen en el momento actual.

            Poesía sin aparente artificio, pero con secreta maestría, la de Lola Mascarell, que no quiere ser renovadora ni reivindicativa, que se conforma con ser verdadera.

miércoles, 21 de febrero de 2024

El rector detective


Luis García Jambrina
El primer caso de Unamuno
Alfaguara. Barcelona, 2024.

Luis García Jambrina, después de convertir a Fernando de Rojas, el autor de La Celestina, en protagonista de una serie de enigmas policiales en la Salamanca del Renacimiento, inicia un nuevo ciclo con Miguel de Unamuno convertido en émulo de Sherlock Holmes.

            Profesor de la Universidad de Salamanca, autor de numerosas publicaciones académicas, director de la revista Cuadernos de la Cátedra Miguel de Unamuno, García Jambrina es un buen conocedor del escritor que convierte en protagonista de un relato de ficción y de la ciudad que sirve de escenario.

Aunque en la primera línea del capítulo inicial, nos encontramos con un implícito homenaje a La Regenta (“La levítica ciudad dormía el sueño de los justos”), no hay ningún exceso de pedantesca erudición en el texto. A Unamuno le sentimos revivir en estas páginas que tienen el acierto de comenzar con una polémica real, la que en 1905 le enfrentó con Ramiro de Maeztu cuando los habitantes de un pueblo salmantino expresaron su deseo de emigrar colectivamente a Argentina. El descontento de los campesinos con la expropiación y venta de los bienes comunales, la crisis de la España rural, que viene de lejos está muy bien recogido en estas páginas. Y el crimen que resolverá Unamuno, inspirado en otro que tuvo lugar en un pueblo cercano, Matilla de los Caños, resulta adecuadamente intrigante.

            Un acierto el personaje de la anarquista catalana, vagamente inspirada en la protagonista del libro de Unamuno que lleva su mismo nombre, Teresa, quizá el menos valorado de los suyos, rimas de amor, al modo becqueriano, publicadas en 1924 como un modo de contrarrestar el vanguardismo de la nueva literatura. Más interesante que los poemas resultan la introducción, las notas finales y el epílogo, donde Unamuno divaga a su manera sobre esto y lo otro y termina arremetiendo –el libro se concluyó en septiembre de 1923-- contra la recién instaurada dictadura militar. El presunto autor de los poemas de Teresa, Rafael, es un exfuturo de Unamuno, alguien que habría podido ser él si la vida no le hubiera llevado por otro camino. La Teresa de los años veinte sería, en una no demasiado forzada hipótesis de García Jambrina, la transfiguración de la Teresa que Unamuno conoció en 1905 y por la que a punto estuvo de romper su militante monogamia. Es un personaje de ficción, como nos aclara la nota final, pero eso no impide que resulte atractivamente verdadero.

            El primer caso de Unamuno habría sido mejor novela si García Jambrina hubiera resistido la tentación de acercarse demasiado en algunos pasajes a la literatura popular o a las series televisivas. Un poco forzada resulta la comparación con Sherlock Holmes, del que el propio Unamuno se declara secreto admirador. Al tratar de descubrir a los autores de un crimen para salvar a unos campesinos acusados injustamente, sin importarle los problemas que eso le acarrea, Unamuno se comporta más como don Quijote que como el detective inglés. La acción transcurre además en 1905, el año del centenario, el de la publicación de Vida de don Quijote y Sancho, y es un buen momento para iniciar las aventuras de Unamuno como caballero andante, algo que de alguna manera siempre fue.

            Pero ese es un reparo menor comparado con la liberación de Unamuno y Teresa, secuestrados por un empresario que pretende asesinarlos fingiendo un crimen pasional: “De repente, se oyó cómo la puerta de metal que daba a la calle se abría con gran estrépito y dejaba libre el paso a varios agentes de policía, que en seguida tomaron posiciones en el interior de la nave sin que Daniel Llorente ni sus hombres tuvieran tiempo de reaccionar”. Es esa una escena que seguramente habrá visto García Jambrina en muchos telefilmes de sobremesa, pero que resulta completamente inverosímil en la Salamanca de 1905, sobre todo si tenemos en cuenta las circunstancias en que se produjo el secuestro y la denuncia (las dos cosas, por cierto, en la misma mañana del día de la liberación: eso es eficacia policial).

            La detención del asesino también nos hace sonreír y es como un descosido, incluso estilístico, en esta por lo demás bien urdida historia. Unamuno le persigue “a grandes zancadas”, le disparan y “no le quedó más remedido que arrojarse al suelo mientras el otro emprendía la huida”. Luego se pone en pie y corre con más energía: “Una vez que lo tuvo a su alcance, le lanzó el bastón a los pies para que tropezara y rodara por el fango. A continuación, se enzarzaron en un forcejeo cuerpo a cuerpo y, tras varios intercambios de golpes, Unamuno logró inmovilizarlo en el suelo. Con cuidado, se quitó el cinturón y le ató las manos por detrás de la espalda”. Y mientras llega la Guardia Civil convence con buenas palabras al asesino para que le cuente todo (aunque luego quien termine de contarlo, rompiendo la lógica narrativa, sea un narrador en tercera persona): “Yo no soy agente ni juez; de modo que su declaración no servirá para inculparlo ni tendrá ningún valor jurídico si no hay pruebas materiales de ello. Tan solo quiero saber lo que pasó; creo que me lo merezco –argumentó don Miguel jadeando”.

            Lo que nos merecemos los lectores, después de un comienzo tan prometedor y de un protagonista tan fascinante, es que García Jambrina no termine su historia como una apresurada novela de quiosco, incluso en la simplona redacción. En las siguientes entregas de la serie debería tener claro a qué tipo de público se dirige y esforzarse por no defraudar a ese lector ilustrado de principio a fin.



miércoles, 14 de febrero de 2024

Verso y reverso


Eduardo Jordá
Doce lunas
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2024.

Eduardo Jordá, narrador, ensayista, traductor, además de poeta, ha reunido lo más significativo de su obra poética en Doce lunas, un libro de versos que no se parece a ningún otro libro, que se lee en buena parte como un libro de viajes. Cada poema va acompañado de un relato sobre las circunstancias en que se escribió. Y esas páginas en prosa muy a menudo no desmerecen junto a los poemas e incluso en ocasiones los opacan.

            Cuando cuenta –en prosa o verso--, en las viñetas viajeras o en las evocaciones biográficas o autobiográficas, Eduardo Jordá es un maestro. Más discutible resulta en los poemas más “poéticos” o en las reflexiones sobre la poesía. “Un poema ocurre, de golpe, sin previo aviso”, al contrario que un relato que implicaría “un lento proceso de aproximación”. Pero lo que se indica para el relato vale para la poesía, o al menos, para su poesía: “De repente, uno empieza a oír conversaciones que no sabe de dónde llegan, o percibe una extraña luz en un lugar que no sabría situar en ningún sitio concreto, o recuerda el momento en que su abuelo levantó el bastón, señaló una cerca de piedra y dijo: Hasta aquí llegaron los rojos”.

            Nunca aburrido –al contrario de lo que suelen ser la mayor parte de los correctos y convencionales libros de versos--, a menudo emocionante, casi siempre memorable, Eduardo Jordá gusta de afirmaciones contundentes que resultan muy discutibles. Y no nos referimos solo al ejemplo de “poesía cívica” –dice detestarla-- que incluye el libro, “Doctor Fedriani”. Independientemente de cuáles sean las ideas políticas de cada cual, el poema resulta poco creíble. Así comienza: “Fue en el peor momento, / en lo peor de todo, / cuando tu vida se iba a la mierda / y cuando tu país se iba a la mierda: / en octubre del año diecisiete, / recuérdalo tú y recuérdalo a otros”. Y continúa: “Fue cuando se reían de tu patria, / cuando todos mentían sobre tu patria, / cuando arrastraban a tu patria por el suelo”. Un poco exagerado nos parece eso –solo se trataba de si se permitía o no hacer una consulta a los ciudadanos de una determinada autonomía--, pero en un fanático patriota podemos aceptarlo como verosímil. Lo que suena a falso, a radicalmente falso, es que recupere la esperanza porque en un barrio de Sevilla vea expuesta una bandera española junto a una dominicana. En la prosa que acompaña al poema, leemos: “Algún día me gustaría encontrarme a aquella persona de origen dominicano que colgó las dos banderas en su ventana y simplemente darle las gracias”. Si las hubiera colgado en un barrio de Barcelona, se entendería que tuviera algún mérito; el mérito en Sevilla sería colgar la estelada.

            Considera Jordá el poema “Pero sucede”, que inicia el libro y es una especie de poética, como el mejor que ha escrito. El prodigio, lo inexplicable, ocurre algunas veces. Tras enumerar algunos casos, termina así: “Y una familia entera, en la cámara / de gas, se abraza y da gracias a Dios”. ¿En la cámara de gas? ¿Y quién pudo informar de ese abrazo y de ese acto de gratitud? No hubo testigos en ese acto final de la barbarie.

            Con cierta frecuencia, el texto en prosa vuelve prescindible el poema. Es el caso de “Tres fresnos”, con su evocación de una estancia en un lugar perdido de Irlanda. Las páginas viajeras –además de Irlanda, Chile, Portugal, Filipinas-- son abundantes en el libro y confirman que el autor es un maestro en el género.

            Abundan también los monólogos dramáticos –hablan Ofelia, el poeta Edward Thomas, los músicos Charlie Parker y Brian Wilson-- y en estos casos el poema suele ser tan interesante como la prosa que viene a continuación y que nos cuenta la misma historia en tercera persona. No ocurre así en un poema como “Halcón en el poste”. La prosa tiene toda la magia de las estampas viajeras de Eduardo Jordá, pero el poema, puesto en boca del halcón, no se sostiene junto a ella. Esto es lo que piensa el halcón, muy cernudianamente, mientras no se mueve del poste: “Es domingo. Ya tocan las campanas. / El diente de león, las mariposas, / el murmullo del agua en el arroyo: / todo es bello, lo sé, pero lo bello / ya no me dice nada. / Y ahora también las nubes me susurran: / ‘Síguenos ya’. Y las hojas se retuercen / en una especie de éxtasis / que es principio y final, como el amor / que no se sacia nunca, / y que no es suficiente”.

            “Tonto y yo” es otro sugerente relato, en prosa y verso, sobre un gato vagabundo. Pero en el poema, en los versos finales, tras disfrutar de los últimos rayos de sol, el gato mira al narrador y le pregunta: “¿Por qué no me dijiste / que esta felicidad / iba a durar tan poco?”.  Que el gato pregunte, o parezca preguntar, entra dentro de la lógica del poema, pero no la pregunta tan humana y tan poco acorde con lo que de él se nos ha contado.

            No beneficia a la poesía de Eduardo Jordá la compañía que les ha dado en Doce lunas. Ni tampoco el que, acá y allá, nos vaya dando sus ideas sobre el trabajo poético, con las que no siempre es fácil estar de acuerdo. En la prosa que acompaña a “Nubes” confunde el verso libre con los versículos y dice que los primeros versículos que leyó fueron los de Borges en Fervor de Buenos Aires, donde no se utilizan.

Pero es un poeta, un poeta de verdad, tanto más poeta cuando menos se deja llevar por el énfasis melodramático de poemas como “Consejo”. Y quien lo dude que lea “Corazón”, “Cementerio indio”, “Doce lunas”, por citar solo unos pocos ejemplos de los que incluye este libro, no por discutible, o más que discutible, a ratos, menos admirable.

            Eduardo Jordá es poeta en prosa –sin necesidad de escribir poemas en prosa, o lo que habitualmente se entiende por tales-- tanto como en verso.  Y no solo en sus relatos, también en su artículos. Léase la recopilación Fuera, en la oscuridad –el título es el de un poema de su admirado Edward Thomas-- y se verá como de casi cada uno de esos artículos se puede extraer, sin demasiado esfuerzo, el poema que está parafraseado en él.



martes, 6 de febrero de 2024

De la piara de Epicuro

 

Fernando Savater
Carne gobernada
Ariel. Barcelona, 2024.

Los admiradores de Fernando Savater encontrarán en Carne gobernada buenas razones para seguir admirándole, y quienes le detestan otras no menos buenas para justificar su poco aprecio o su claro menosprecio.

            Lo que de pequeño quería ser Savater, lo que siempre ha querido ser, afirma en estas páginas, es escritor, no filósofo ni profesor ni, desde luego, “intelectual”. Y escritor, gran escritor, lo ha sido siempre, o casi siempre: podíamos no estar de acuerdo con lo que decía, pero nunca dejaba de decirlo con gracia, con la cita precisa, con la anécdota pertinente e ilustrativa. Quizá no fue nunca un pensador original, pero siempre fue un seductor.

            Pocas veces se han escrito páginas tan desoladoras sobre la vejez, y a la vez tan llenas de amor a la vida, como las que encontramos en Carne gobernada. ¿Fue Horacio quien se definió como “un cerdo de la piara de Epicuro”? También a Fernando Savater, eliminando todas las connotaciones negativas del primer sustantivo, podría calificársele así. Siempre ha sido un vividor, en el mejor sentido de la palabra, y lo sigue siendo en el manriqueño arrabal de senectud. Tras perder al gran amor de su vida, encuentra pronto consuelo en otra relación que, si no puede comparársele –nada puede compararse al amor que tuvo por quien nombra con el hipocorístico de Pelo Cohete--, le ofrece cuando pueda desear en materia erótica.

            De los placeres del cuerpo, a los que es tan aficionado, Savater nos habla en este libro con desarmante sinceridad. Le gusta comer, le gusta beber, incluso más de la cuenta (y está orgulloso de ello), le gusta follar. No tiene inconveniente en entrar en detalles que podrían considerarse prescindibles, pero también sabe ironizar sobre sí mismo, y el lector se lo agradece. Sigue siendo uno de los escritores –no de los filósofos-- fundamentales de su generación, aunque Carne gobernada sea un libro escrito un poco, o un mucho, a la diabla, a la buena de Dios, como quien ya no tiene ningún respeto que guardar a los convencionalismos, si es que alguna vez lo ha tenido.

            Pero el libro no es solo eso, ojalá lo fuera, una espléndida pieza autobiográfica sobre la edad más inhóspita del ser humano, en la cual Savater acierta a encontrar algún que otro oasis. Es también un alegato contra el momento político actual, contra el gobierno de Pedro Sánchez, y contra el periódico en el que colaboró desde su fundación y que se ha vuelto, en su opinión, gubernamental e irreconocible, manipulado por los socialistas catalanes, “un elemento cancerígeno allí donde se implanta” (no nos aclara si por socialistas o por catalanes).

            Fernando Savater tiene todo el derecho del mundo a abominar de la izquierda, de la que pareció formar parte durante muchos años, y a entonar un  apasionado canto a la derecha y a sus líderes naturales, Isabel Díaz Ayuso y Santiago Abascal. Pero debe hacerlo razonadamente, no con insultos, juegos de palabras –los nacionalismos son necionalismos-- o sofismas que no resisten el más mínimo análisis.

            Quienes escuchan ciertas tertulias o leen cierta prensa estarán al cabo de la calle de los calificativos que Savater dedica a Pedro Sánchez, la presidenta del Congreso o los dirigentes y votantes de Podemos (“cuatro millones de bobos”). Y no digamos nada de los nacionalistas y separatistas, la bestia negra que le hacer perder cualquier atisbo de racionalidad.

            A veces, más que reírnos con él, nos reímos de él. Le invitan a un encuentro sobre teatro y política en Módena. La intérprete que le adjudica la organización no es capaz de traducir sus palabras y ha de hacerlo, como puede, él mismo. Trata de disculparse al final: “Es que usted habla un español muy raro”. Y aquí viene la divertida anécdota: “Después me explicó que ella había aprendido nuestro idioma en Barcelona, con un novio cariñoso y fugaz que había tenido allí. Entonces comprendí el malentendido lingüístico. Lo que aquel envidiado mozo le había enseñado en circunstancias seguramente gratas no era la lengua de Antonio Machado sino la de Josep Pla. Como consejo vital y en tono paterno, le recomendé que nunca se fiase de un novio y mucho menos si era catalán”. Gracioso, sin duda (es lo más amable que Savater dice de los catalanes), pero poco verosímil. ¿Una intérprete de español que trabaja en un congreso y que no distingue el español del catalán? Sin comentarios.

            Pocos comentarios requiere también una de las razones que da para que los españoles pierdan el miedo a Vox, que fue, en su opinión, la causa de que la izquierda tuviera los votos que tuvo en las últimas elecciones. Habría insistido la izquierda en que Vox pretendía acabar con el Estado autonómico e ilegalizar los partidos nacionalistas (en realidad quien lo ha afirmado reiteradamente es su amigo –así le califica-- Abascal), pero Savater lo rebate subrayando que “en los lugares en que Vox ha entrado a formar parte de los gobiernos regionales ni las autonomías ni los gobiernos regionales han sufrido el menor menoscabo”. Hombre, Savater, que el no pensar también tiene un límite. ¿Cómo iba a suprimir las autonomías o ilegalizar al PNV, por muchas ganas que tuviera de ello, el consejero de Cultura o el vicepresidente de la Junta de Castilla y León?

            Con idéntico rigor, habla Savater del feminismo y de la nefasta ley del “solo sí es sí”. Él, en cuestiones de sexo, nos informa al comienzo de uno de los capítulos, ha sido siempre como un taxi: solo va donde le llaman. Pues qué bien. Pero no dejará de entender que si alguien se sube a su taxi y luego, por la razón que sea, quiera bajar antes de llegar al destino final el taxista comete un delito si sigue la marcha. Un delito frecuente e impune hasta hace poco, y que para algunos debería haber seguido impune: ¡que no se hubiera subido al taxi!, ¡que no hubiera invitado a su piso al conocido en la discoteca!, ¡que no hubiera aceptado una cita en Tinder!

            No entro en más detalles del Savater tan felizmente converso a la derecha porque sería ensañarse. Pero no me resisto a citar lo que de ningún modo “esta dispuesto a admitir ni por un momento”: que la Pasionaria fuera mejor persona que su madre (la de Savater, claro). La Pasionaria, ojo, no Pilar Primo de Rivera o Cayetana Álvarez de Toledo, que quizá podrían plantearle algunas dudas. Sospecho que ni siquiera el español más fervorosamente patriótico consideraría mejor persona que su madre a ninguna figura de la historia, aunque fuera Isabel la Católica o Agustina de Aragón.

            Es fácil admirar a Savater cuando nos habla de su pasión por la vida, de su vocación por ser feliz a pesar de los estragos de la edad, e igualmente fácil, o más fácil aún, rebatirle cuando nos habla del periódico que fue su casa o de sus obsesiones políticas. Escribe como un genio, ya un poquito aturullado; razona como un niño que aún no ha llegado al uso de razón. Y quien piense que exagero que se tome la molestia de leer Carne gobernada.

 

 

           

jueves, 1 de febrero de 2024

Así se escribe la historia literaria

 

Álvaro Salvador
Los trabajos del outsider
(Notas acerca de la llamada Otra Sentimentalidad)
Centro Cultural de la Generación del 27. Málaga, 2023.

La historia que se cuenta en los manuales es siempre una simplificación, cuando no una falsificación, de la realidad. Ocurre con la historia en general y con la historia literaria en particular.

Los años ochenta, en la literatura española, han pasado a ser los de la “poesía de la experiencia”, realista y comprometida, escrita con el lenguaje del hombre de la calle, opuesta al hermetismo y al experimentalismo de la década anterior. Y un nombre se ha convertido en el más representativo de esa tendencia, Luis García Montero (“nuestro Garcilaso” le llamó Jon Juaristi en uno de sus poemas generacionales).

            Para Álvaro Salvador, la llamada “poesía de la experiencia” no es más que un malentendido de las teorías de Robert Langbaum, popularizadas en España por Jaime Gil de Biedma, y una versión light de “la otra sentimentalidad”, la propuesta teórica y práctica de un grupo surgido en Granada a principios de los ochenta. A explicar cuál era la poética de “la otra sentimentalidad” y a reivindicar su papel central en ella dedica la mayor parte de Los trabajos del outsider, recopilación de trabajos dispersos escritos a lo largo de las últimas décadas.

            El maestro, el mentor teórico, fue Juan Carlos Rodríguez, profesor de la Universidad de Granada que trataba de aplicar las teorías de Althuser y de Lacan a los estudios literarios, pero fue Álvaro Salvador quien reunió en torno suyo a los jóvenes aprendices de poeta. En 1980, le hablaron de un chico que acababa de ganar el premio García Lorca con Y ahora ya eres dueño del puente de Brooklyn: “El libro apareció en la primavera de ese mismo curso, aunque yo ya lo había leído en copia mecanografiada que tuvo la cortesía de prestarme el interesado. Luis no era solamente un buen poeta, sino que era un chico encantador y servicial, dispuesto a adelantarse a los deseos de todo el mundo”. También sería el primero en corregir y promocionar los poemas de Antonio Jiménez Millán, Javier Egea o Ángeles Mora, los otros integrantes del grupo.

            Pero muy pronto, a partir de 1983 con El jardín extranjero, premio Adonáis, Luis García Montero, aquel chico “encantador y servicial”, se convertiría en la cabeza del grupo, opacando al resto y ampliándolo más allá de los límites provinciales con la incorporación de poetas como Benjamín Prado o Felipe Benítez Reyes.

Las no siempre precisas teorías de la “otra sensibilidad” (que algunos se empeñaban en llamar “nueva sensibilidad”) partían de conceptos expuestos por Antonio Machado y hacían hincapié en la historicidad de los sentimientos. Serían sustituidas por una poética que hablaba de poesía escrita por personas normales para personas normales, de musas con vaqueros y del hombre de la calle. Se reivindicó la generación del 50, que había sido arrumbada por los novísimos, y Ángel González y, sobre todo, Jaime Gil de Biedma se convirtieron en los más cercanos maestros. Antes Rafael Alberti, que había regresado a España con la democracia, sería el principal referente, el enlace con el esplendor cultural republicano tras la oscuridad franquista.

            Álvaro Salvador dedica varios capítulos a explicarnos lo que debe entenderse por “poesía de la experiencia”, una etiqueta que se popularizó sin que la mayoría de los que la empleaban hubieran leído el libro de Langbaum del que procedía. Pero ese libro, que trataba de caracterizar a la poesía del romanticismo (“la poesía moderna”) frente a la de la ilustración, tenía en realidad poco que ver con los debates de la poesía española contemporánea, salvo en la reinterpretación –muy personal, no sabemos hasta qué punto Langbaum se reconocería en ella-- que hizo Gil de Biedma y que parece más bien una explicación a posteriori de sus poemas (como hizo Poe con alguno de los suyos) que el punto de partida de los mismos.

            Los detractores, abundantes en los ochenta y los noventa, contribuyeron a popularizar esa etiqueta, que al final triunfó, como a principios de siglo la de modernismo. El libro Habitaciones separadas, de Luis García Montero, publicado en 1994, acabaría convertido en un nuevo clásico escolar.

            Las teorías envejecen mal, a veces peor que los poemas que tratan de explicar. Hoy nos preocupa poco saber lo que en verdad fue, o sus promotores querían que fuera, “la otra sentimentalidad” o “la poesía de la experiencia”. Nos interesan los poetas y los poemas que han sobrevivido de aquel tiempo.

A la manera de Cernuda, Álvaro Salvador titula “Historial de un libro” las páginas dedicadas a contarnos la intrahistoria de Ahora, todavía, de 2001, que considera una de sus obras más significativas. Las consideraciones literarias se entremezclan con apuntes confesionales: “De otra parte, mi vida personal se había precipitado en esos primeros años de la década por los despeñaderos de una ruptura sentimental, de una separación física de mis hijos, una decepción política, un accidente gravísimo y un desprecio profesional”.

            Emocionantes resultan las páginas dedicadas a Javier Egea, cuya vida bohemia y su suicidio final contribuirían a mitificar una figura pronto utilizada como ariete contra los poetas del grupo que se habían dejado seducir por el poder traicionando sus orígenes revolucionarios. Un equívoco más de los que abundan en la historia literaria.

            La historia literaria carece de piedad, es una historia cruel --muchos son los llamados y pocos los escogidos-- que deja en la cuneta a unos para encumbrar a otros, quizá con menos méritos. Álvaro Salvador reivindica en este libro su principal papel en los cambios poéticos que tuvieron lugar a comienzos de los ochenta, un tiempo en que la poesía aspiraba a ser una forma de lucha contra la “ideología burguesa”.



miércoles, 24 de enero de 2024

Chispazos de inteligencia

 

De Lichtenberg a Kafka
Aforismos y apuntes alemanes
Edición e introducción de Fruela Fernández
Akal. Madrid, 2023.

Siglo y medio de aforismos y textos breves alemanes, los que van de finales del siglo XVIII a las primeras décadas del XX, de Lichtenberg a Kafka, dan para mucho. Hay nombres bien conocidos, como los que inician y concluyen la selección, o Goethe, Novalis, Nietzsche, de los que contamos con abundantes versiones al español, pero otros solo están al alcance del especialista y es en ellos donde se encuentran las mayores sorpresas.

Como no podía ser de otra manera, en una antología preparada hoy, se presta especial atención a las mujeres, y aquí aparecen Marianne Ehrmann, Rahel Varnhagen, Marie von Ebner-Eschenbach o Rosa Mayreder, que nos demuestran, por si hiciera alguna falta, que el feminismo no es cosa de ayer, aunque tardara en hacerse oír: “Cuando una mujer aprendió a leer, apareció en el mundo la cuestión femenina”, escribió Marie von Ebner-Eschenbach.

            Fruela Fernández, autor de la selección y la traducción, hace preceder a cada autor de una breve semblanza, en la que a unas pocas líneas biográficas añade una descripción del aforista que tiene mucho de aforística. Jean Paul, por ejemplo, comparte con Lichtenberg “la maravillosa capacidad del instante: el chiste revelador, el perfil que define, el ojo atento a lo imprevisto”. Alguna rara vez, sin embargo, resulta difícil compartir sus afirmaciones: “Kafka concluye la literatura e inicia lo incierto, donde aún seguimos”. ¿Desde cuándo lo incierto es lo contrario de la literatura? Y continúa: “Los aforismos de Kafka borran el género: deja de importar si estamos ante una reflexión, un apunte moral, un relato o una nota biográfica. El sentido queda abierto, de manera definitiva. La libertad puede resultar insoportable, pero ya no se irá”.

            Fruela Fernández es algo más que un estudioso y un espléndido traductor del alemán y de otras varias lenguas, es también un poeta y un observador reflexivo del mundo contemporáneo. Eso hace que De Lichtenberg a Kafka sea algo más que un libro de divulgación, con ser eso mucho; puede además considerarse obra propia del recopilador. Él lo explica en el prólogo: “El proceso de selección y el de traducción han ido aquí de la mano: antes de dar por elegido un texto, es necesario haberlo tanteado, haber comprendido cuánto en él se amolda a la nueva lengua y cuánto se queda en la corteza. Igual que ocurre con los poemas, la relación entre forma y sentido es tan estrecha en un aforismo que cualquier escisión es mortal: un aforismo alargado o parafraseado se convierte de inmediato en una frase más, tan irrelevante como las otras”.

            No siempre parece haber aplicado correctamente esas buenas intenciones, y así en ocasiones sentimos la tentación de convertirnos en colaboradores. Algunos de los aforismos de Goethe van entre comillas, no se nos explica por qué, y uno de ellos dice así: “Soplar no es tocar la flauta: también hay que mover los dedos”. No parece más que un torpe borrador de lo que podría ser un aforismo: “Para tocar la flauta no basta con soplar, también hay que saber mover los dedos”.

            Los textos breves –se aproximen al pensamiento, a la poesía, a la ocurrencia chistosa o al relato-- plantean un problema: requieren la colaboración del lector más que los textos de mayor extensión. La obviedad (en los clásicos) y el sinsentido (en los contemporáneos) son su Escila y Caribdis. A menudo no nos dicen nada, o nada significativo, en una primera lectura (ni en lecturas sucesivas, y no siempre es por culpa nuestra).

            Los buenos aforismos se nos quedan en la memoria para siempre, como el clásico de Lichtenberg: “Un libro es un espejo: si un mono se mira en él, no verá reflejado un apóstol”. O nos sorprenden con una obviedad en la que no habíamos caído: “Nadie sigue mirando un arcoíris que dura un cuarto de hora” (Goethe). O con una paradoja: “Cualquier libro que no se contradiga está incompleto” (Schlegel).

            Carl Gustav Jochmann (1789-1830) –una de las sorpresas de la antología--publicó de manera anónima la mayoría de sus textos, de carácter político. Olvidados cuando pasó su tiempo, fueron rescatados a principios del siglo XX por Walter Benjamin. Fruela Fernández describe la suya como una escritura de opuestos, “tensa y a la vez jocosa; espiritual, pero tocada siempre por la conciencia de lo material”. Sus reflexiones sigue siendo válidas: “Soportar ciertas cosas no exige una paciencia sobrehumana, sino más bien infrahumana: la del ganado”.

            Algunos aforismos parecen tan de ahora mismo que nos dejan la sospecha de si serán apócrifos: “Esta literatura moderna, con su olor a suplemento literario…” (Wilhelm Raabe).

            Muchas sorpresas hay en esta antología, y más de un viejo conocido al que siempre resulta grato reencontrar, como Heine o Karl Kraus, pero el primer lugar sigue siendo para Nietzsche, que no ha perdido nada de su actualidad ni de su capacidad de seducción. Uno de sus aforismos podría servir de lema a De Lichtenberg a Kafka: “Un libro como este no es para leerlo de seguido ni en voz alta, sino para abrirlo de golpe, sobre todo cuando se pasea o se está de viaje: uno ha de ser capaz de sumergir en él la cabeza y volver a sacarla y no encontrar nada familiar a su alrededor”.



martes, 16 de enero de 2024

Desquiciados y marginados

 

Raros como yo
Juan Manuel de Prada
Espasa. Barcelona, 2023.

A mediados de los noventa, Juan Manuel de Prada sorprendió a todos con su audacia expresiva y su versátil talento. Primero publicó un irreverente homenaje a Ramón Gómez de la Serna, Coños, de provocativo título, luego una brillante serie de semblanzas sobre la bohemia española, Desgarrados y excéntricos. El salto a la novela lo dio con Las máscaras del héroe, recreación de una época mítica pasada por el callejón del gato valleinclanesco, y al gran público, y al éxito internacional, según leemos en la solapa de su último libro, con La tempestad, premio Planeta. Por entonces parecía destinado a suceder al voluntarioso Cela y a Umbral, que fue su primer mentor.

            Casi treinta años después, ¿qué ha sido de Juan Manuel de Prada? El escritor que fue parece haberse convertido en un predicador contra la engañifa sistémica y los “repartidores de bulas del cotarro cultural”. Integrista católico, defensor de la más estricta ortodoxia, sus enemigos están en el progresismo y también en una derecha complaciente y contemporizadora con los errores del mundo contemporáneo.

            En Raros como yo reúne una serie de semblanzas dedicadas a autores que han sido marginados, presuntamente como él mismo, por la cultura oficial. Muchos de ellos son los viejos nombres de los que ya se ocupó en la serie iniciada en la revista Clarín en 1996. No parece que tenga muchos datos nuevos que aportar ni que los haya buscado. La semblanza de Fernando Villegas Estrada –que procede, como tantas, de César González Ruano y Alfredo Marqueríe-- comienza: “Evocamos a un raro tan raro que ni siquiera sabemos qué pinta tenía, pues nunca se hizo un retrato; o, si se lo hizo, quedó perdido en alguna mudanza o desahucio”. Acaba de aparecer, sin embargo, una reedición de Café romántico, el único libro de Villegas Estrada, con dos fotografías del autor publicadas en periódicos de la época, uno de ellos el bien conocido La Libertad. (la edición y el completísimo estudio se deben a Pedro José Vizoso).

            Otros nombres suponen una mayor novedad, como la extensa semblanza dedicada a Leonardo Castellani, un sacerdote argentino que tuvo problemas con la jerarquía eclesiástica. Prada le presenta casi como un mártir de la fe y como su mejor maestro. También como un excelente crítico literario, pero las opiniones que nos ofrece de Castillani no lo dejan en demasiado buen lugar. Pérez de Ayala es autor de A.M.D.G., una “novelita pornográficosacrílega sumamente mal hecha”. De “malo de solemnidad” califica a Juan Ramón Jiménez, quien no es más que “un Bécquer todavía más alfeñicado que el otro, con más imágenes y caireles y menos sentido”. A propósito de Aleixandre, escribe que “muchos de los hoy dados por poetas son simplemente esquizofrénicos”.

            En el nuevo Prada, tan lejano del que deslumbró en los comienzos, lo que sorprende no es la deriva ideológica, sino la tosquedad conceptual. Su mundo es un mundo de buenos y malos, determinados de antemano, salvados y condenados para siempre, según estén en su bando o en el contrario. Veamos cómo nos cuenta una de las hazañas de Castellani: “En mayo de 1976 es invitado por Jorge Rafael Videla a almorzar, junto a Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato, en la Casa Rosada. Durante aquella comida, fue el único que pidió clemencia por los represaliados políticos y reclamó la liberación del escritor Haroldo Conti, mientras Borges y Sábato callaban como putitas”.

A esa comida asistía también Horacio Ratti, presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, que llevaba una lista de periodistas y escritores desaparecidos y preguntó por ellos al dictador. Castellani, al parecer, solo se interesó por Conti, que había sido alumno suyo. En ese tiempo, no eran solo Borges y Sábato quienes apoyaban a los militares, sino la sociedad argentina en general que había esperado con impaciencia el golpe y lo había aplaudido. Por entonces acababa de empezar la represión y nadie se imaginaba a qué extremos de insania sería capaz de llegar. Borges tardó en enterarse de que aquellos militares no eran unos caballeros, pero cuando se enteró se enfrentó valientemente a ellos. ¿Dejó de apoyarles Castellani? No lo sabemos. Lo que es una suposición de Prada, muy en su estilo, es que a la salida de la comida, mientras Borges y Sábato, respondían a los periodistas, “miró con asco a los dos lameculos y se marchó”.

            Disuena, en esta galería de olvidados o perseguidos por ser de derechas, la semblanza dedicada a Domingo D. Benavides. “Detrás de todo revolucionario, encontramos siempre un trauma infantil”, comienza. Habla a continuación de su “querencia irrefrenable hacia el libelo”. Más adelante explica que “deja preñada a su mujer mientras escribe su primera novela”.

Domingo D. Benavides es autor de una famosa novela-crónica sobre el financiero Juan March --con mucha información, que luego se ha tratado de borrar, sobre el origen de su fortuna--, El último pirata del Mediterráneo, publicada originalmente en 1934. Prada hace todo lo posible por desacreditar ese libro: “Benavides escribe con pluma biliosa, hasta completar la radiografía de un vitando March que recuerda a los archivillanos del cine expresionista, una suerte de doctor Mabuse homicida y falsario que compra por igual ministros y periódicos, que pone de rodillas lo mismo a Tabacalera que a Campsa y utiliza España entera como campo de sus desmanes”. Da a entender que la peculiar manera de hacer negocios de Juan March (luego reconvertido en el gran mecenas de la cultura española) no es más que una exageración de Benavides.

Cierta falta de probidad intelectual a la hora de comentar autores y libros por parte de Prada encontramos en la siguiente frase: “Solo en la edición final, que se imprime en Barcelona en 1937, Benavides se atreverá a sustituir los nombres ficticios”. Pero esa edición, la última aparecida en vida del autor, era desconocida y todas las reediciones del libro se habían hecho a partir de la primera. Prada escribe su semblanza sin mencionar siquiera el libro del que toma los datos, la edición publicada en 2017 por Espuela de Plata. A ratos da la impresión de que, para su maliciosa semblanza, se limita a copiar la solapa añadiendo sus habituales brochazos antiprogresistas. Así termina la solapa: “Activo militante socialista durante la mayor parte de su vida, en 1946, tras la definitiva ruptura entre los partidarios de Negrín y los de Indalecio Prieto, se afilió al Partido Comunista”. Así termina la semblanza: “Militante socialista durante su exilio mexicano, Benavente terminaría afiliándose al Partido Comunista, tras la definitiva ruptura entre los partidarios de Negrín e Indalecio Prieto. Y es que todo atisbo de moderación le habría olido siempre a chamusquina burguesa”.

El libro termina con “Rosas de Cataluña”, semblanzas de escritoras catalanas, varias de ellas relacionadas con Ana María Martínez Sagi, una figura muy menor a cuyo rescate ha dedicado su mayor empeño intelectual. Se trata de autoras en buena medida olvidadas, pero no por ser de derechas, poco feministas o incurrir en otras lacras imperdonables –según Prada-- para la progresía, sino porque ese es el destino --no siempre injusto-- de la inmensa mayoría de los escritores.

martes, 9 de enero de 2024

Las razones de un rescate

 

Elena y sus amigos.
Antología de escritos sobre Elena Fortún y su obra
Edición de Purificació Mascarell
Prólogo de Manuela Carmena
Renacimiento. Sevilla, 2023.

“La meta es el olvido”, afirmó Borges en uno de sus dísticos más memorables. De vez en cuando, escuchamos quejas porque nadie se acuerda, o cada vez menos, de un escritor que fue grande en su tiempo. Pero esa es la regla, no la excepción. Y el rescate, cuando se produce, suele obedecer a razones extraliterarias.

            A Elena Fortún, pseudónimo de Encarnación Aragoneses (1886-1952), se la recordaba como autora de relatos infantiles que primero fueron apareciendo, durante los años de la República, en la prensa y luego se recopilaron en libros. Con las aventuras de Celia, una niña que al comienzo tiene siete años y luego va creciendo a lo largo de la serie, renovó la literatura infantil, le dio un aire entre costumbrista y crítico del mundo adulto que a menudo se ha puesto en relación con Richmal Crompton y sus travesuras de Guillermo.

            Del gueto de la literatura infantil y de nostalgias cada vez más valetudinarias, le salvaron dos obras que no quiso, o no pudo, publicar en vida: Celia en la revolución y Oculto sendero. La primera era un relato descarnado –sin el humor de los libros de Celia-- de los años de la guerra vividos en zona republicana. No hay en esas páginas ni un atisbo de propaganda o de mitificación bélica: es solo una crónica de la buena y la no tan buena gente que trata de sobrevivir. Los revisionistas, los contrarios a las leyes de memoria histórica, tomaron ese libro –un borrador no revisado por la autora-- como bandera de una tercera España, que no encajaba en los esquemas de rojos y azules. Esa sería la razón de la marginación de Elena Fortún, como lo fue –si hemos de creer a Andrés Trapiello-- de la de Manuel Chaves Nogales o de la de Clara Campoamor.

            El otro libro que puso de actualidad a Elena Fortún fue una novela de corte autobiográfico, Oculto sendero,  en la que aparecía, más o menos velado, un cierto lesbianismo. Por esos raros caminos –ajenos con frecuencia a su valor literario-- discurre hoy la reivindicación de un autor (casi siempre autora),

            Lo cierto es que, en el caso de Elena Fortún, su condición de mujer condicionó, y de radical manera, su desarrollo personal y literario, y hasta extremos que hoy nos resultan difíciles de creer. Baste una anécdota: “no sé si sabes –le cuenta una de sus amigas argentinas a Carmen Conde-- que cuando comenzó a escribir, obligada por un impulso irresistible y por la presión de las innumerables cosas que se le ocurrían, tenía que encerrarse con llave en el cuarto de baño porque era causa de escándalo y de prohibición absoluta”.

            Un matrimonio infortunado, con un militar que aspiraba a ser escritor y tenía celos de su mujer (no es caso único, recordemos a Ana María Matute y su primer marido), fue una de las causas principales de la desdichada vida de la autora.

            Elena y sus amigos reúne los testimonios de quienes la conocieron y de quienes solo se acercaron a ella a través de la literatura. El volumen, preparado por Purificació Mascarell, tiene un doble valor. Cada colaboración rescatada –la mayoría poco conocidas-- va precedida de una semblanza del autor que no se limita a los datos conocidos o fácilmente localizables. Purificació Mascarell ha hecho una labor de investigación y ha rescatado, en unas pocas páginas, desvaídas figuras de otro tiempo (en más de un caso, nos apetecería saber más).

            Si todos los preliminares de la editora tienen interés, los rescates, como no podía ser de otra manera, resultan muy desiguales, a ratos algo reiterativos. Pero hay dos –los dos más extensos, por cierto-- que destacan especialmente. Uno es el testimonio de Inés Field, que se reproduce no como había publicado en una inencontrable miscelánea de 1986, sino de acuerdo con el primer borrador, más espontáneo, y del que luego se eliminarían algunos detalles. Inés Field, una mujer excepcional, fue la gran pasión final de Elena Fortún. Se ha publicado en dos tomos su correspondencia con ella, Sabes quién soy y Mujer doliente, y en esos atormentados volúmenes se encuentra una Elena Fortún desconocida para los admiradores de las travesuras de Celia, hermanos y amigos.

            En este caso, y en el de otras de sus relaciones, como con la que mantuvo con la grafóloga Matilde Ras, hablar de lesbianismo –con lo que el imaginario masculino  suele asociar a esa palabra-- resulta reductor. “No he conocido a nadie más ajeno al sexo que Encarna”, escribe Inés Field. “Sororidad” es un término reciente (para sustituir el uso abusivo de “fraternidad”) que se acomoda mejor a la relación que Elena Fortún mantuvo con otras mujeres. Llevó su matrimonio como una cruz, con resignación cristiana, y su marido la amargó en vida y en muerte (se suicidó cuando ella volvió sola a España para dejarla un remordimiento perpetuo). “Elena Fortún en Buenos Aires” se titula la colaboración de Inés Field, pero no habla solo de esa etapa de su vida, sino también de las noveleras peripecias de su salida de España, en un barco que naufragó cerca de Génova. Y nos descubre que buena parte de Celia institutriz en América es un plagio de las cartas noticiosas que, tras un viaje, Inés Field les envió a sus padres y que le dejó leer a Elena.

            En la segunda parte, el trabajo más notable es quizá el de Carmen Martín Gaite, que adaptó las aventuras de Celia para la televisión a comienzos de los noventa, pero también ofrece especial interés al colaboración de Marisol Dorao, su primera biógrafa, sin la cual se hubieran perdido las cartas y las obras que Elena Fortún no se atrevió a publicar.

            ¿Fue una gran escritora Elena Fortún? Quizá su interés humano y sociológico sea mayor que el estrictamente literario. Pero hoy sabemos que no es necesario haber leído, o sentir nostalgia de aquellas páginas que aparecieron en Gente Menuda, para interesarse por ella. Su trayectoria vital ilumina y ayuda a entender mejor un tiempo sombrío.

martes, 2 de enero de 2024

A César lo que es de César

 

Javier Varela
La vida deprisa
César González Ruano (103-1965)
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2023.

De César González Ruano, más conocido por las leyendas en torno a su vida que por su obra, podría decirse lo que Primo de Rivera afirmó de Valle-Inclán: que fue un eximio escritor y un extravagante ciudadano. Javier Varela le ha dedicado una biografía en la que pretende desmentir cualquier mito, desde los que circularon en su tiempo sobre una poco convencional vida sexual hasta los más recientes que le implican en los falsos visados que, en el París de la ocupación, se vendían a los judíos para llevarlos, no a la libertad, sino a manos de la Gestapo.

            Prescinde Javier Varela del orden cronológico que parece ser consustancial con las biografías. Como si se tratara de una novela o de una película comercial, comienza en el punto de máximo interés: la detención y encarcelamiento del escritor en el París de 1942. Nunca quiso aclarar González Ruano, simpatizante nazi, los verdaderos motivos de un cautiverio que dio lugar a uno de sus más emotivos poemas, la Balada de Cherche Midi. Javier Varela aclara el misterio, hasta donde es posible, con la mejor documentación, sin recurrir a hipótesis noveleras.

            En las páginas siguientes, se alternan los capítulos que siguen, a veces algo caprichosamente, la cronología con otros temáticos, como los dedicados a las casas del escritor (un capítulo aparte se dedica al “palacio” de Cuenca), a sus premios (pero el escándalo del primer Nadal se explica aparte), a su obsesión nobiliaria, a los cafés que frecuentó o a sus enfermedades.

Esta peculiar organización (un capítulo se titula “Madrid, 1903-1933” y otro “Madrid, 1921-1929”) no solo llega en ocasiones a confundir al lector, sino me parece que también al propio autor. En el capítulo “Crónica de sucesos, 1921-1931”, leemos: “En 1936, como sabemos, Ruano hizo un alto en Barcelona. Se avistó con Manuel Bueno y, al salir de la casa del cronista, se topó en las Ramblas con Gálvez”. A continuación nos cuenta lo que sucedió entre ellos basándose en un artículo de Ruano bastante profético, ya que fue publicado, según se indica en nota, en 1932.

            No es el único sorprendente lapsus en un volumen tan ampliamente documentado. A propósito de la muerte de González Ruano, escribe: “Hasta la víspera, dijeron sus familiares, había hecho una vida casi normal. Por la tarde se levantó y dictó un artículo, precisamente el que habría de publicar ABC el mismo día 15”. Pero ese artículo –conmovedor, el perfecto cierre de su obra-- no lo dictó ni el día de su muerte ni la víspera por la tarde (la redacción es confusa), ya que poco antes se publica una carta, fechada el día 12, en la que se lo envía al director del periódico y le ruega su pronta publicación.

            La carta que José Antonio Primo de Rivera le dirigió al escritor en marzo de 1930, a propósito de la primera entrevista que le hizo, se apostilla con esta nota: “De ser auténtica esta carta, y parece que lo es, resulta sorprendente que CGR la conservara a través de traslados varios y asaltos a su domicilio durante la guerra, hasta publicarla en sus Memorias. Un signo de su devoción a José Antonio, de la que siempre alardeó”. Pero no necesitaba conservar esa carta a través de los años, puesto que ya la había publicado en el mismo libro en que recoge esa entrevista con José Antonio, El momento político de España, aparecido en 1930.

            La vida de César González Ruano, un hombre al que siempre le gustó vivir por encima de sus posibilidades, tiene mucho de novela picaresca y por eso las semblanzas a él dedicadas –constituyen casi un género literario-- rara vez nos aburren.

Pero no solo era un Crispín disfrazado de Leandro --para referirnos a los protagonistas de Los intereses creados, el pícaro y el gran señor--, sino que también fue algo que el llamativo y raramente ejemplar personaje tendió a ocultar: un escritor que juega en la primera división de la literatura española.

            Como memorialista, como cronista de la vida literaria de su tiempo, no tiene parangón. Cierto que se dejó llevar a menudo, demasiado a menudo, por la facilidad y que puso su pluma al servicio del mejor postor, como tantos periodistas de entonces y de ahora. Tuvo un buen maestro de trapacerías, Enrique Gómez-Carrillo, el gran cronista del modernismo. Y dos aplicados discípulos: Cela y Umbral.

            Quiso primero ser poeta: participó en la algarada ultraísta (mucho ruido y pocas nueces) y luego fue publicando sus versos en costosas ediciones limitadas como una manera de hacer dinero. Logró serlo en la prosa de cada día, en la calderillas que decía despilfarrar en los periódicos. En el artículo de corte autobiográfico, o en el lírico-costumbrista, acierta con tanta frecuencia que todo se le puede perdonar, incluso sus novelas.

            Tras un sinfín de peripecias, que le llevaron a poner su pluma al servicio de la Alemania nazi o de la Italia mussoliniana y a dejar por un tiempo el periodismo para dedicarse a más lucrativas actividades (los trapicheos con joyas, antigüedades y obras de arte falsificadas), entre 1950 y 1965, se convirtió en el periodista mejor pagado del franquismo y en una figura popularizada por la incipiente televisión. Cortejaba, y se dejaba cortejar por todos los prohombres del momento; los aspirantes a escritor le veneraban como al maestro indiscutible, y él gustaba de convertirlos –el caso más significativo es el de Marino Gómez Santos-- en “una mezcla de secretario y de chico de los recados” (y las malas lenguas de entonces decían que en algo más junto a su compañera Mary de Navascués), según señala Miguel Pardeza en “Una visita a Águilas en busca de César González Ruano”, el más reciente de los acercamientos al escritor (Revista Murciana de Letras, 1, mayo de 2023).

            Como la más entretenida, y a ratos inverosímil, novela de no ficción se lee esta biografía, que también tiene mucho –y no es su menor interés-- de análisis sociológico de los años centrales del franquismo y de la peculiar fauna que pululó en ellos.