jueves, 28 de abril de 2011

Susan Sontag: Despeinada intimidad

Susan Sontag
Renacida. Diarios tempranos, 1947-1964
Mondadori, Barcelona, 2011
Edición de David Rieff

Susan Sontag, toda voluntad e inteligencia, había vencido más de una vez una enfermedad considerada mortal, y estaba convencida de que iba a vencer también el que sería el último envite; por eso no se preocupó de dejar instrucciones sobre sus escritos inéditos, especialmente el diario que había llevado regularmente desde su adolescencia. Parece seguro que no le habría gustado ver publicadas esas páginas, en las que tanta importancia tienen las intimidades sexuales. Pero no las destruyó, sino que las vendió a la Universidad de California en Los Ángeles y en el contrato no había ninguna cláusula que prohibiera su consulta a estudiosos o simples curiosos. Por eso su hijo ha decidido publicarlas antes de que sirvan de base a biografías más o menos escandalosas.
La sexualidad –el descubrimiento y la aceptación de su homosexualidad, sobre todo— está muy presente en este primer tomo del diario, que abarca desde los dieciséis años hasta que, ya bien cumplidos los treinta, publica su primera novela, El benefactor, pero no es lo más importante, aunque sí lo que más molestaría a su autora, que nunca quiso referirse en público a su orientación sexual.
La primera anotación enumera las cosas en las que cree: “que no hay un dios personal o vida después de la muerte”, “que lo más deseable en el mundo es la libertad de ser uno mismo, es decir, la honradez”.
Susan Sontag siempre fue fiel a sí misma, jamás flaqueó en el empeño de ser quien creía que debía ser. Desde muy joven hizo suyas las palabras de Plotino en las Eneadas: “Adéntrate en ti mismo y mira. Y si todavía no te encuentras hermoso, actúa como el creador de una estatua que debe hacerse hermosa: corta aquí, cincela allá, suaviza en otro lado, hace esta línea más ligera y la otra más pura, hasta que nace un rostro hermoso de su obra. Haz tú lo mismo: corta todo lo que es excesivo, endereza todo lo que está torcido, ilumina todo lo que está encapotado, trabaja para que todo se convierta en brillo de hermosura y nunca dejes de cincelar tu estatua hasta que dentro de ti surja luminoso el esplendor de la virtud que es semejante a los dioses, hasta que veas la bondad perfecta en el templo, sin mácula”.
Hizo suya esas palabras, pero ella buscaba menos la bondad que la inteligencia. “Mejor ser resuelta, obstinada, que cortés, complaciente, deferente con las preferencias de otra persona”, escribió. Fue dura con los demás, pero nunca tanto como consigo misma. En el prólogo, David Rieff escribe: “En este diario el arte es visto como una cuestión de vida o muerte, donde se da por supuesto que la ironía es un vicio, no una virtud, y en el que la seriedad es un bien superior”. Quien nunca se permitió mostrar ninguna flaqueza en su obra publicada, exhibe ahora sus dudas y vacilaciones, el esfuerzo que le costó llegar a ser quien es. A veces sentimos ganas de mirar hacia otro lado, confusos y algo molestos por el exceso de despeinada intimidad.
No todos los libros son para todos los lectores. Nadie debe acercarse a estos diarios si no es ya un buen conocedor de Susan Sontag, si no la admira o la detesta. Renacida es un libro, pero no es una obra literaria, sino una serie de anotaciones que muy a menudo solo tienen, si lo tienen, valor documental. El 9 de enero de 1950 apunta por ejemplo lo que debe releer (el Doctor Faustus) y lo que debe leer, obras de Antonia White, Aldous Huxley, Herbert Read y Henry James. El día anterior a cumplir 24 años (el 15 de enero del 57) nos encontramos con una serie de “deberes”: tener mejor postura, escribir a su madre tres veces por semana, comer menos, escribir dos horas al día como mínimo, nunca quejarse en público, enseñar a su hijo David a leer.
No abundan en exceso los fragmentos con valor por sí mismos. Algunas anotaciones tienen carácter aforístico: “Comprender el mundo es verlo alejado de los propios sentimientos”, “El coste de la libertad es la infelicidad”, “La bondad no es una virtud, ser bondadoso es tratar a los demás como inferiores”. En otros casos nos encontramos con apuntes viajeros. El 15 de abril del 58 resume dos semanas de viaje por España en compañía de su amante: “La corrida de Sevilla, el modo en que se me revolvieron las tripas cuando el primer toro cayó en la arena. El martes en Madrid, el modo en que las pinturas de El Bosco y la música flamenca bulleron toda la noche en mi cabeza… Los cascos de estilo nazi de los soldados que marchaban en alguna de las procesiones sevillanas”. No llevó su diario durante el viaje “porque sabía que Harriet llevaría el suyo, y me pareció muy grotesca la imagen de las dos compartiendo alguna habitación de hotel mientras escribíamos la una frente a la otra, elaborando nuestras identidades privadas, pintando nuestros infiernos privados”. Meses después, en julio, viajan a Grecia, y en el diario queda esta enumeración caótica: “Las regordetas reinas estadounidenses de Atenas, las polvorientas calles llenas de obras en construcción, los conjuntos de buzuki en los jardines de las tabernas por la noche, comer platos de yogur espeso y rodajas de tomate y pequeños guisantes verdes y beber vino resinoso, los enormes taxis Cadillac, los hombres de mediana edad paseando o sentados en el parque repasando sus cuentas de ámbar, los vendedores de maíz sentados en las esquinas con sus braseros, los marineros griegos con sus ajustados pantalones blancos y anchas fajas negras, las puestas de sol color de fresa tras las colinas de Atenas vistas desde la Acrópolis, los ancianos en las calles sentados junto a sus básculas que ofrecen pesarte por un dracma”.
Hay diarios que son una obra literaria más, que podemos leer sin conocer nada de su autor; otros solo nos interesan si nos interesa quien los ha escrito. Es el caso de Renacida, que nos permite asomarnos a la intimidad de una mujer que no podemos dejar de admirar, pero con la que simpatizar no resulta demasiado fácil.

jueves, 21 de abril de 2011

Nuestros padres mintieron


Tengo una cita con la muerte
Selección, traducción y prólogo de Borja Aguiló y Ben Clark
Ediciones Linteo, Orense, 2011


Poco tiempo le duró a la Gran Guerra ser la más espantosa catástrofe que le había ocurrido en la humanidad. Veinte años después, Alemania invade Polonia, comienza la Segunda Guerra Mundial, y pierde su carácter excepcional para convertirse en la primera de una serie. Pero hubo algo que la distinguió de los anteriores conflictos bélicos, y la sigue distinguiendo de los siguientes: el entusiasmo con que fue acogida en todas partes. Stefan Zweig cuenta en sus memorias, El mundo de ayer, el ambiente de fiesta con que se encontró en Austria a su llegada de Bélgica, unos días después de iniciada la guerra: “Los trenes se llenaban de reclutas recién uniformados, ondeaban las banderas, retumbaba la música marcial, y en Viena hallé la ciudad entera sumergida en estado de embriaguez”. El miedo a un conflicto que nadie quería se había transformado en entusiasmo: “Se formaron manifestaciones en las calles; en todas partes flameaban banderas y se escuchaba música; los jóvenes reclutas marchaban en triunfo, con los rostros iluminados, porque se les saludaba jubilosamente, a ellos, los pequeños hombres del diario vivir, a quienes nadie antes había celebrado y en quienes nadie había fijado su atención”.
El entusiasmo no fue menor en Londres, aunque sí quizás menos espontáneo. En el prólogo a Tengo una cita con la muerte leemos: “Si Gran Bretaña debía ir a la guerra, sería necesario un ejército, y el gobierno sabía que los alemanes llevaban años de ventaja. Se inyectó espíritu patriótico a todos los actos públicos; los teatros ofrecía espectáculos en los que el soldado era retratado como un héroe, rodeado de hermosas bailarinas. Hubo grandes oradores, con Kipling a la cabeza, que supieron avivar cierta nostalgia imperialista y muy pronto las grandes colas frente a las oficinas de reclutamientos desbordaron las mismas”.
La guerra era vista como algo heroico y romántico; unos y otros preveían una gloriosa marcha triunfal: “Para Navidad estaremos en casa”, gritaban los reclutas a sus madres en Londres o en Berlín.
También los poetas, como no podía ser de otra manera, contribuyeron a ese fervor patriótico. El más famoso de todos fue Rupert Brooke, cuyo soneto “El soldado” incitó a muchos a alistarse: “Si he de morir, pensad esto de mí: / que hay un rincón de tierra extranjera / que es ya Inglaterra para siempre”. Rupert Brooke tuvo suerte: murió en 1915, enfermo de insolación tras una excursión por Egipto, antes de que la guerra desvelara su verdadero rostro; la guerra fue para él solo una ocasión de viril camaradería en el más hermoso escenario, el mar de Homero y de Byron. Poco después de su muerte, el barco en que viajaba, el Grantully Castle, puso rumbo hacia la península de Gallípoli y allí morirían todos sus compañeros de la más atroz y estúpida manera.
Y es que la Gran Guerra fue una fiesta patriótica –o así quisieron hacerla ver— hasta que se estancó en las trincheras y resultó imposible dejar de verla tal como era. Para Inglaterra el cambio tuvo que ver con la batalla del Somme, cuando ingleses y franceses quisieron romper las líneas alemanas: “Fue una masacre. El primer día, el 1 de julio de 1916, los británicos sufrieron 57.740 bajas, de las cuales 19.240 fueron mortales (con 2.152 desaparecidos). Especialmente dramático resultó para la moral de las tropas y para la sociedad británica la aniquilación casi total del Regimiento de Newfoundland, que atacó con 801 hombres, perdió más de 500 a causa de la metralletas alemanas y regresó con solo 68 soldados ilesos. Al final del día las líneas alemanas seguían prácticamente intactas”.
Los poetas que se antologan en Tengo una cita con la muerte reflejan el estado de ánimo que siguió a esa catástrofe, tan distinto al que había al iniciarse la guerra. Todas las mentiras patrióticas se habían venido abajo; nada de glorioso había en matar y morir porque así se había decidido en remotos despachos y por inconfesables razones.
Rupert Brooke murió creyendo en los versos clásicos que tantas matanzas han justificado: “Dulce et decorum est pro patria mori”. Wilfred Owen –uno de los más destacados poetas de la antología— le da la vuelta a esa patriótica patraña en un poema titulado precisamente “Dulce et decorum est”: “Doblados en dos, como viejos mendigos envueltos en sacos, / las rodillas rotas, tosiendo como brujas, maldecíamos en el lodo…”.
Borja Aguiló y Ben Clark seleccionan solo a los poetas de la Gran Guerra que murieron en ella. La mayoría tenían poco más de veinte años (Edward W. Tennant murió a los diecinueve, en la batalla del Somme, que comenzó el día de su cumpleaños como el más siniestro regalo). Aunque no todos son grandes poetas, como no podía ser de otra manera, raro es el que no nos ha dejado unos versos memorables.
Quedan fuera por esa razón de Tengo una cita con la muerte poetas que no pueden faltar en ninguna antología sobre la Gran Guerra, como Siegfried Sassoon o Rudyard Kipling. A Kipling, cuya retumbante retórica imperialista, había llevado a tantos jóvenes a alistarse, se le deben algunos de los más sobrios y emocionantes epitafios que se hayan escrito nunca. Entre ellos el dístico que Jon Juaristi parafrasea –sin citarlo— en uno de sus poemas más citados “Spoon River, Euskadi”: “¿Te preguntas, viajero, por qué hemos muerto jóvenes, / y por qué hemos matado tan estúpidamente? / Nuestros padres mintieron: eso es todo”. Los escuetos versos de Kipling, que podían inscribirse como epitafio único en esos cementerios con miles de tumbas iguales y anónimas, dicen así: “If any question why we died, / tell them, because our fathers lied”. Sabía de qué hablaba: uno de esos muertos ilusionados y engañados era su propio hijo, que acababa de cumplir dieciocho años.

jueves, 14 de abril de 2011

Alberto Manguel: Una vida, una biblioteca, un amor


Alberto Manguel / Claude Bouquet
Conversaciones con un amigo
Traducción de Pedro B. Rey
La Compañía / Páginas de Espuma, Madrid, 2011


Pocas infancias tan inverosímiles como la de Alberto Manguel. Nació en Buenos Aires, en 1948. Un capricho de Perón convirtió a su padre, que nada tenía que ver con la diplomacia, en el primer embajador en el recién creado Estado de Israel. Allí pasó sus siete primeros años. Aprendió a hablar en alemán y en inglés, las lenguas de su niñera, Ellin Slonitz, judía alemana. Lo curioso es que sus padres solo hablaban español y algo de francés. Las únicas palabras que el niño Manguel podía intercambiar con sus padres, a los que veía muy de cuando en cuando, aunque vivían en la misma casa eran: “Buenos días, señor. Buenos días, señora”. A los tres o cuatro años comenzó a formar su biblioteca: “Cuando yo quería, Ellin me llevaba a la librería y yo podía comprar los libros que eligiera. Nunca me dijo: Ese libro es para adultos”. Con Ellin viajó a Venecia, a París, a Jordania, a Alemania. No iba a la escuela. Ellin era su tutora y casi la única persona con la que trataba.
Con el título poco significativo de Conversaciones con un amigo, Alberto Manguel le cuenta su novelera vida al editor Claude Bouquet y divaga sobre esto y aquello, sobre el compromiso político, el nacionalismo, la decadencia de las librerías. Nos interesan sus opiniones, atinadas unas veces y desatinadas otras, como las de todo el mundo, pero lo que nos apasiona es el recuento de una trayectoria errabunda que comienza en Buenos Aires, sigue por Israel, pasa por París y por Londres, por Tahití y Canadá, y acaba asentándose en una biblioteca construida en lo que fue casa de un cura en la Francia profunda.
A los siete años, tras la caída de Perón, la familia de Manguel regresa a Argentina. Allí, tras pasar por diversos centros, tuvo la suerte de ingresar en el Colegio Nacional de Buenos Aires, el más prestigioso del país. Si uno es de donde ha estudiado el bachillerato, no cabe duda de que Manguel –que vive en Francia y tiene pasaporte canadiense— es argentino. “Si tuviera que escoger un momento determinante en mi vida, sería ese periodo de seis años en la escuela secundaria”. El Colegio Nacional de Buenos Aires está en la Manzana de la Luces, a dos pasos de la Casa Rosada, en el centro mismo del poder político, donde todos los acontecimientos importantes tenían lugar. Aquel colegio tenía un régimen especial: “Era una enseñanza dada por profesores universitarios, cada uno con sus caprichos, sus mañas, sus manías… Por ejemplo: debíamos estudiar la historia universal desde Mesopotamia hasta el Renacimiento. Ahora bien, solo se estudiaba Grecia y, de Grecia, Atenas, porque era lo que le interesaba al profesor. Lo mismo pasaba en literatura”. De los profesores de literatura recuerda especialmente a uno, Isaias Lerner, que luego sería profesor –todavía lo es— en la Universidad de la Ciudad de Nueva York.
El azar hizo que la formación de Manguel –que no necesitó de estudios universitarios para ser el erudito excepcional que es y que quizá no hubiera sido capaz de ser con ellos— se completara con otro sorprendente maestro, Jorge Luis Borges. Estudiante todavía de bachillerato, a los quince o dieciséis años, necesitaba dinero para comprar libros, así que llamó a las tres o cuatro librerías inglesas y alemanas de Buenos Aires en busca de trabajo. Le aceptaron en la librería Pigmalión. A ella iban a comprar libros ingleses y alemanes todos los grandes escritores argentinos, entre ellos Borges, que ya estaba ciego y que le sugirió que le visitara de vez en cuando para leerle algunas páginas. Borges siempre contó con agradecidos y entusiastas secretarios gratuitos. Era la época en que había vuelto a escribir cuentos (los de El informe de Brodie). Leyeron a Kipling, Henry James, Stevenson. “Interrumpía mis sesiones de lectura para hablarme de las primeras lecturas que había hecho de esos autores, para contarme anécdotas, historias literaria… A veces quería que buscara una palabra en una de esas enciclopedias que a él le gustaban tanto. No creía en un conocimiento profundo, académico, derivado de estudios minuciosos. No creía en un conocimiento por mera acumulación de información. Lo que le interesaba era, a partir de ciertos hechos, reconstruir él mismo las cosas. A partir de una pequeña información, desarrollaba toda una teoría del mundo y de la literatura”.
Luego vino una vida errante, trabajos de traductor y de editor, colaboraciones en periódicos y revistas literarias, hasta el primer éxito editorial, la Guía de lugares imaginarios, un libro que solo se le podía haber ocurrido a un lector de Borges: un minucioso recuento, con planos, mapas y todos los detalles exactos posibles, de lugares que solo existen en la literatura. Tras ella llegó Una historia de la lectura, el libro para el que Manguel se había estado preparando, sin saberlo, durante toda su vida. Y La biblioteca de noche, que antes de ser libro, fue una biblioteca real, la biblioteca que Manguel había ido formando desde que compró su primer libro, a los tres años, en la Landsberger’s Bookshop de Tel Aviv, y que por fin pudo reunir en lo que había sido el granero de un antiguo presbiterio en Mondion, cerca de Poitiers. Una biblioteca que antes había soñado muchas veces y que recrea la del Colegio Nacional de Buenos Aires. “La noche que terminé de ordenar los libros –le cuenta a su amigo Bouquet—, dormí en la biblioteca, en el suelo. Sentí que era necesario apropiarme del lugar”.
Pero no solo se habla de libros en este libro que no quiere ser un libro sino una serie de libres y amicales conversaciones, aunque de ciertas cosas, como de la sexualidad, solo se habla “sin entrar en detalles”: “Me guardé para mí todo lo que pensaba y muy pronto mi conducta sexual se volvió secreta y al final peligrosa porque estaba demasiado escondida y todo lo que está escondido corre el riesgo de volver en contra de uno mismo”. Tras un matrimonio, que acabó pronto, el encuentro más decisivo de su vida se narra de esta aséptica manera: “A comienzos de los años noventa, conocí a Craig Stephenson. Él era profesor en un liceo y había preparado una antología de literatura internacional para las escuelas. Quería que yo le escribiera el prefacio. Así nos conocimos. Poco después, Craig quiso seguir estudios de psicoanálisis en Zurich. Decidimos entonces instalarnos en Europa durante el tiempo que le demandaran sus estudios”. Esta historia de amor a los libros esconde, como en filigrana, otra historia de amor: “Construir la biblioteca llevó casi un año. Craig se fue diez días y yo me quedé con las últimas cajas de libros. No podía desembalar cada caja e ir pasando los libros a los estantes porque no estaban en orden. Hubo que desembalar entonces todas las cajas, treinta mil libros, al mismo tiempo que se establecía una clasificación. Terminé apilando columnas de libros como esas columnas que se ven en el desierto. No me iba a acostar, me quedaba hasta las dos de la mañana, me levantaba a las seis, me olvidaba de comer; aquí estuve, durante tres meses, en un mundo aparte. Terminé de ordenar la biblioteca el día en que volvió Craig. Iba a poner música y estaba a punto de escuchar a Wagner. Preparé la primera parte de Tannhäuser y puse en marcha la música en el momento en que entraba Graig. Quedó deslumbrado. Ver la biblioteca ya causaba una impresión fuerte, pero verla con todos los libros en su lugar y con una música fastuosa era absolutamente maravilloso”.

jueves, 7 de abril de 2011

Jacinto Octavio Picón: Revocar el fallo de la posteridad


Jacinto Octavio Picón
Después de la batalla y otros cuentos
Edición de Esteban Gutiérrez Díaz-Bernardo
Madrid, Cátedra, 2011



“Revocar el fallo de la posteridad no es tarea fácil”, comienza Esteban Gutiérrez el documentado y reivindicativo prólogo que coloca al frente de Después de la batalla y otros cuentos, selección de relatos de Jacinto Octavio Picón, un narrador que en su tiempo se mantuvo en la primera línea de la literatura española y hoy es apenas una nota a pie de página.
Nacido en Madrid el año 1852 –ese mismo año nació Clarín, un año antes Emilia Pardo Bazán, un año después Armando Palacio Valdés—, sus novelas y sus cuentos gozaron desde el comienzo del favor del público y del apreció de la crítica. Él también fue un crítico ponderado y estimable, especialmente en lo que al arte y al teatro se refiere. Lo fundamental de su obra apareció en las últimas décadas del siglo XIX. Luego se fue borrando poco a poco hasta desaparecer en 1923. Era entonces bibliotecario de la Real Academia y en su necrológica escribió Antonio Maura: “¡Hasta en el trance de morir no parece sino que se ausentó caminando de puntillas, para librarnos del amargor de la despedida!”. Su corrección, su discreción, su lejanía de cualquier escándalo, ayudó a que se le olvidara con mayor rapidez.
¿Vale la pena leer hoy a Jacinto Octavio Picón? Esteban Gutiérrez cree que sí, que es algo más que una figura de época con interés solo para los historiadores de la literatura. Escuchamos su afirmación con cierto escepticismo. La erudición académica suele estar ayuna de sentido crítico. Al estudioso le importan los datos que acumula; le preocupa menos el interés de su objeto de estudio para el lector actual; en sus manos la obra literaria suele convertirse en documento al margen de jerarquías y juicios de valor.
“Después de la batalla”, el primero de los relatos, se sitúa en la época de la guerra franco-prusiana de 1870. Comienza bien (con su minuciosa y sugerente descripción de “una soberbia quinta” perdida en uno de los departamentos del este de Francia), termina de una manera un tanto moralizante que no acaba de convencer. Algo similar ocurre con “Boda deshecha”, de impecable técnica, en el que la anécdota se reduce al mínimo y todo ocurre sin que los protagonistas intercambien una sola palabra: una mirada le basta al hombre “que está perdidamente enamorado de la Marquesa, con la cual va a casarse dentro de quince días” para desilusionarse de ella.
Pero el tercer relato, “Virtudes premiadas”, aparecido inicialmente en 1892, es una conmovedora obra maestra, digna de figurar en la mejor antología del cuento español. Comienza en primera persona, algo poco frecuente en el distanciamiento objetivista característico de Jacinto Octavio Picón: “Le conocí hace algunos años en aquel café de Bayona donde, desde hace medio siglo, entre conspiraciones e indultos, refrescan y se aburren los emigrados españoles. ¡Cuántas sonrisas de alegría e incredulidad han reflejado aquellos espejos! ¡Cuántos suspiros de desaliento se han estrellado en los bordes de las tazas! ¡Qué de hombres se han despedido ante aquellas mesas soñando despiertos con la esperanza para verla luego destruida y frustrada más acá de los Pirineos!”. Se nos cuenta luego la historia de León María de Regio, militar y carlista, a la vez que se realiza una crítica indirecta y feroz, que nada tiene que envidiar a Galdós, de la España de la restauración. La ideología del autor es opuesta a la de su personaje, lo que no dificulta la empatía con que lo trata. Jacinto Octavio Picón es un moralista, pero no un propagandista. Escribe siempre con una intención, busca algo más que entretener. Y tras la envejecida retórica de su tiempo muestra, en los mejores casos, una sutileza rara en los escritores de su tiempo y de cualquier tiempo.
En “La amenaza” el mundo burgués en que tan a sus anchas se mueve Picón se cambia en un ambiente proletario. Nos cuenta un accidente en una fábrica, el injusto trato que dan los propietarios al obrero accidentado y la venganza de este. Es el cuento más conocido de su autor, el único reeditado en nuestros días. No es el mejor de los suyos, ni el más característico.
Excelente resulta “El agua turbia”, con su triunfo del amoralismo, con su minucioso reflejo de las costumbres de una época. Jacinto Octavio Picón es un narrador lleno de buenas intenciones, pero sus mejores relatos trascienden esas intenciones, las dejan al margen, como un mero pretexto para una historia que, cuando se logra, va más allá y más hondo de lo que pretendía el autor.
“Desencanto”, el último relato seleccionado, inició en 1907 la revista El Cuento Semanal, una brillante iniciativa de Eduardo Zamacois que pronto tuvo abundantes continuaciones y que daría origen a la época de oro de la novela corta española. Nos habla de antiguos prejuicios y de mujeres fuertes que se atreven a enfrentarse a ellos (algo tan antiguo como moderno).
¿Tendrá éxito Esteban Gutiérrez en su empeño de sacar a Jacinto Octavio Picón del olvido y colocarlo en el lugar de honor de los narradores de su tiempo? Difícil lo tiene. Las inercias de la historia de la literatura son casi imposibles de modificar. Pero vale la pena volver sobre este escritor, releer sus cuentos –más de un centenar— y también sus novelas, casi siempre con protagonista femenina. Descubriremos que no es el inagotable Galdós, ni el punzante y compasivo Clarín, ni Emilia Pardo Bazán (mucho más incorrecta estilísticamente, lo que no siempre es un defecto), pero que, tras ellos, no cede el sitio a ningún otro nombre de la gran época de la narrativa española.