jueves, 17 de noviembre de 2011

Elvira Lindo: Lugares para compartir

Elvira Lindo
Lugares que no quiero compartir con nadie
Seix Barral. Barcelona, 2011.

De pocas ciudades se ha escrito tanto como de Nueva York; quizá solo Venecia, tan distinta y tan semejante, puede compartir con ella. Pero por mucho que se hable de ambas ninguna de esas dos ciudades parece perder su capacidad de fascinación.
            Elvira Lindo tenía especialmente difícil escribir sobre Nueva York. Sabía que un libro suyo se iba a comparar, no ya con lo mucho que se había escrito antes, sino con un título en particular: Ventanas de Manhattan, de Antonio Muñoz Molina. Ambos escritores han compartido la experiencia de la ciudad –en la que residen habitualmente durante buena parte del año—, pero cada uno la ha vivido de acuerdo con su temperamento y se enfrentan a ella de manera muy diferente.
            El carácter minuciosamente didáctico de Antonio Muñoz Molina le lleva a convertir su libro en un vademécum enciclopédico donde nada queda por anotar y explicar. Muñoz Molina parece saberlo todo de Nueva York, admirarlo todo y querer compartirlo todo con el lector, que le sigue fascinado y a punto de perder el resuello en más de una página. Por eso sonríe cuando en Lugares que no quiero compartir con nadie (título que pretende ser paradójico y quizá solo es inexacto), el libro escrito por su mujer, nos lo encontramos mostrando a sus hijos –en un día y sin perdonar sala-- los principales museos de la ciudad, el Whitney, el Moma, el Metropolitan: “Los estoy viendo en ese momento, a punto de llorar Arturo, cansado Miguel, serio Antonio hijo, los tres muertos de hambre y de saturación cultural”. De manera semejante, en Ventanas de Manhattan, cuando habla del Metropolitan, Muñoz Molina comienza una enumeración –“las tallas egipcias de madera policromada, las cabezas de basalto de los dioses y los faraones, los gatos momificados, las estelas funerarias griegas…”— que dura páginas y paginas sin el descanso de un punto hasta casi agotar el infinito catálogo del museo. Se escribe como se es.
            Elvira Lindo tiene otra vivacidad y otra gracia. Su actividad cultural favorita es observar “con interés de entomóloga las costumbres y las rarezas humanas de mis semejantes”, y la segunda –añade— “frecuentar restaurantes”.
            De restaurantes, de locales donde tomar una copa, no de museos, se habla con frecuencia en su peculiar paseo neoyorquino, y también de la gente y los barrios de la ciudad, pero de lo que más se habla es de la propia autora, convertida en personaje, que no duda en exagerar sus debilidades y sus manías, en caricaturizarse un poco. También el resto de su familia –Miguel, el hijo, cuyos dibujos ilustran el volumen, y sobre todo el marido, Antonio, al que está dedicado— aparecen en unas páginas que nada tienen de guía convencional y sí mucho de narración autobiográfica.
            Por eso, aunque se habla de todos los barrios de Nueva York, al que se dedican más páginas, y el que resulta más inolvidable, es el Upper West Side, la zona cercana a la Universidad de Columbia, donde la autora reside y que fue también donde vivió la familia de Lorca cuando tuvo que exiliarse de España tras el asesinato del escritor. Otros lugares, aunque su actividad favorita sea deambular incansablemente de un sitio a otro, parece conocerlos menos. Tras un acto literario especialmente fatigoso y aburrido, busca el habitual consuelo de un restaurante: “Keen’s se llama el refugio salvador. Está en una de las zonas más feas de Nueva York, en la calle 36 con la Quinta, escondido bajo un andamio que se debieron de dejar olvidado los obreros tras una remodelación porque lleva aquí, o a mí me lo parece, un número insensato de años. No es una zona turística, tampoco tiene carácter, pero posee cierto atractivo o yo se lo quiero ver”. ¿No es una zona turística? Si llegamos hasta la Quinta y torcemos a la derecha nos encontramos con el Empire; si a la izquierda, unas pocas calles más allá, está la majestuosa Biblioteca Pública. Y a dos pasos, en dirección contraria, la animada y acogedora plaza que forma la Sexta al cruzarse con Broadway (Herald Square) y en ella Macy’s, el más inmenso de los grandes almacenes. Los turistas pueden no subir hasta el Upper West, pero ninguno de ellos dejará de pasar por las cercanías de Keen’s, ese restaurante del siglo XIX que antes fue un club masculino y en cuyos salones parece que todavía nos podemos encontrar a Henry James. (Por cierto, el andamio oculta la fachada del edificio de al lado.)
            No hay solo frivolidad, comicidad y exótico costumbrismo en este libro del que pueden disfrutar incluso quienes no tienen especial interés por uno de los más habituales destinos turísticos. Hay también sentido común e inteligencia, y bien asimiladas lecturas y unas referencias culturales que no buscan apabullar al lector, sino todo lo contrario. Hay literatura, excelente literatura, a pesar de su deliberada falta de solemnidad, y un arte de vida. Hay una invitación a disfrutar de cada momento a pesar, o por eso mismo, de los frágiles cimientos sobre los que se construye cualquier vida, tan frágiles, tan dependientes del azar, como los que sostienen el cotidiano milagro de Nueva York, una ciudad para los que pasan por ella y otra muy distinta para los que viven en ella, pero ambas hechas de la misma materia de los sueños.            

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