lunes, 31 de diciembre de 2012

Lope de Vega y el Códice Durán-Masaveu: Erudición, novelería y poesía


Lope de Vega
Códice Durán-Masaveu
Edición de Víctor de la Concha y Abraham Madroñal Durán
Fundación María Cristina Masaveu
Oviedo, 2012



“¿Acaso vive desconocido el poeta futuro?”, se preguntaba irónicamente Cernuda en el poema “Un contemporáneo”, en el que pretendía, hablando de sí mismo, demostrar precisamente lo contrario. Y añadía: “Lope fue siempre el listo Lope, vivo o muerto”.
            Efectivamente, en contra de lo que quiere el mito romántico, el desconocimiento de un gran escritor por parte de sus contemporáneos tiene más de excepción que de regla. Y Lope de Vega fue, desde su juventud, admirado, venerado, casi idolatrado como ningún otro autor. Buena prueba de ello es que su protector, el duque de Sessa, guardaba cuidadosamente todo papel salido de sus manos, incluso aquellos –ciertas cartas, la huella de determinadas trapacerías eróticas– que no decían demasiado a su favor.
            Gracias al duque de Sessa conservamos más autógrafos de Lope que de ningún otro escritor de su tiempo. El Códice Durán, que ahora se reedita hermosa e inteligentemente, es una de las colecciones más famosas. Los aficionados sabían de él, los estudiosos ya habían reproducido el material inédito, pero solo unos pocos afortunados habían tenido la ocasión de hojearlo, explorarlo, disfrutarlo.
            El códice está formado por diversos cuadernos de trabajo de los últimos años de Lope. Contiene poemas, fragmentos de comedias, textos en prosa. Lope apuntaba, corregía, tachaba, iba tanteando hasta llegar a la solución final, casi siempre la más hermosa y de apariencia más natural. Él se refirió, en unos versos famosos, a que “la pluma y el castigo”, esto es, la corrección, debían dejar “oscuro el borrador y el verso claro”. Su verso claro –aunque no siempre, también quiso presumir de autor rebuscadamente culto, como su gran enemigo Góngora– está en la memoria de todos; esta edición nos permite curiosear en los oscuros borradores que mucho pueden enseñarnos sobre la psicología de la creación.
            Pero al lector no le atrae menos la historia del propio códice, que daría para una entretenida novela. Durante más de un siglo estuvo guardado, junto al resto de los miles y miles de papeles de Lope, en la biblioteca de los duques de Sessa. En 1750 se extingue el mayorazgo y esa biblioteca y todos los otros bienes van a parar a la casa de Altamira. En esos años no parece que fueran muchos los que se acercaran a ellos. La dispersión de los manuscritos comienza en los primeros años del siglo XIX (y no en su segunda parte, como indica, citando a Amezúa, el prologuista de esta edición).
            Intervino en la dispersión un racionero de la catedral de Sevilla, don Miguel de Espinosa. En 1814 hizo de intermediario para que el joven Agustín Durán, tío de Antonio Machado, editor del romancero, adquiriera uno de los tomos de las cartas de Lope, y más adelante le regaló el códice que ahora se reedita, después de rechazar “una respetable suma que le ofrecía un extranjero para vendérselo, según recuerdo, a Lord Holland”.
            Lord Holland fue el noble inglés, gran aficionado a las cosas de España, que protegió a José María Blanco White y a tantos otros liberales españoles. A pesar de la negativa del racionero, el códice acabaría en Inglaterra. Agustín Durán se lo regaló a su hijo Francisco Durán y Cuervo y este a su hijo Francisco Durán y Servent. En 1924 Manuel Machado pudo estudiarlo en casa de las hermanas de este último. Pocos años después, en 1928, se subastaba en Londres. Lo compró Pedro Masaveu por cincuenta mil pesetas. Hoy es propiedad de la corporación Masaveu.
            En el prólogo –sin firma– a esta edición preparada por la Real Academia Española se nos indica que la dispersión de los papeles guardados por el duque de Sessa pudo tener lugar “en el periodo revolucionario de 1868 a 1875”, pero todos los datos que la propia introducción (quizá redactada por varias manos) ofrece lo desmienten. En 1850, Agustín Durán le regalaría a su amigo Pedro José Pidal parte de los manuscritos que le proporcionó el racionero (se trata del Códice Pidal).
            Fueron las ideas románticas quienes añadieron nuevo valor a los papeles de Lope, primero a ojos de los extranjeros y luego de los propios españoles liberados de las anteojeras neoclásicas. Y fueron las turbulencias de la llamada guerra de la Independencia (ese nombre ya es una interpretación ideológica) las que abrieron apolilladas bibliotecas nobiliarias a la curiosidad de los eruditos. ¿Qué relación tenía el racionero sevillano Miguel de Espinosa con los condes de Altamira? La novela de la literatura puede descubrir ahí uno de sus capítulos más apasionantes.
            Con una elegía, que los eruditos creen dedicada a Amarilis, Marta de Nevares, comienza el Códice Durán: “Tan vivo está en mi alma / de tu partida el día, / que vive ya mi muerte, / no vive ya mi vida”. Pero Amarilis murió en 1632 y el poema está escrito antes de 1631; se trataría en todo caso de una elegía anticipada. Antes de escribir “de tu partida el día”, tantea Lope: “aquel tiempo presente”, “aquel último presente”.
            La reproducción facsímil, con los rasgos, los tachones y los borrones de Lope, es para mirar y admirar, para el placer fetichista. La trascripción, con buen criterio, se nos ofrece a dos columnas: en la primera se reproduce el manuscrito con sus enmiendas; en la segunda, el texto “en limpio”. Lope escribe utilizando abreviaturas, sin preocuparse de la puntuación ni, por supuesto, de la ortografía.
El estudio de los manuscritos de los grandes escritores españoles debería recomendarse a quienes se desmelenan apocalípticamente ante la decadencia de la ortografía, símbolo para ellos del hundimiento de la gran cultura. Durante siglos, esos detalles menores fueron cosa de los regentes de imprenta y de los correctores.

lunes, 24 de diciembre de 2012

Felipe Benítez Reyes: Mundo, tiempo y olvido


Felipe Benítez Reyes
Las identidades
Visor. Madrid, 2012


Como resulta bien sabido, ningún libro es el mismo libro para todos los lectores. Hay lectores inéditos y lectores habituales; los que se enfrentan por primera vez a un autor y los que acostumbran a frecuentarlo. En el caso de Felipe Benítez Reyes, me encuentro entre los segundos. Más de treinta años hace que publica poemas, más de treinta años hace que le leo. Abro por eso Las identidades no exento de prejuicios y con un cierto temor, sin esperar sorpresas, demasiado seguro de lo que voy a encontrarme.
            En un principio, los prejuicios parecen confirmarse: poemas como deshilachados, que juegan a la vaguedad, a las grandes cuestiones sobre el tiempo y el olvido, sobre el ser y la nada.
            En la segunda parte del volumen –“Actualidades y símbolos al paso”– nos sorprende el brío y el brillo de costumbre. Se trata de poemas más anecdóticos y circunstanciales, en algunos casos casi, o sin casi, postales viajeras (“Postal del Báltico” se titula uno de ellos). “Palacio de Invierno, San Petersburgo” contrapone la suntuosa escenografía barroca, minuciosamente descrita, a “la imagen del campesino / que vuelve a su cabaña entre la nieve, / la nieve como un mármol, / la noche como un trono en el vacío”. El mismo recurso encontramos en “Alcazarquivir”: la resonancia heroica del nombre, por un lado, con su evocación del poeta Francisco de Aldana, y el olor a pescado viejo en los alrededores del mercado, “la realidad de hoy y el ensueño de ayer”. El más extenso de los poemas de esta sección constituye un auténtico reto. ¿Es posible escribir hoy un poema sobre Pessoa y Lisboa que no suene a lo consabido, que no esté lleno de manidos tópicos? Benítez Reyes demuestra que es posible y su “Lectura de Lisboa” se convierte en una obra maestra de la poesía impura, de la poesía que no prescinde de la anécdota, que nos habla del mundo que está fuera del poema y que puede utilizarse incluso como guía de viaje y como manual de retórica.
            Con no menos asombro leemos otro poemas de los que algunos considerarán menor, ese “Nápoles, plaza Garibaldi”, que algo tiene de guión cinematográfico, de trepidante inicio de una costumbrista comedia italiana.
            A la poesía viajera –hay también un “Cuento de Tokio”, que parece reescribir un relato de Clarín, y un poema titulado “Turistas”– se añaden las muestras de lo que podría denominarse poesía social, no demasiado frecuentada por Benítez Reyes (al contrario de lo que ocurre con García Montero, su compañero de generación). Los poemas “El precio de un soldado” y “Playa de Rota, octubre de 2003” nos hablan del negocio de la guerra y de la emigración clandestina y lo hacen sin incurrir en el tópico inane ni en la falacia patética. Tampoco incluye en esa falacia “Hospital” ni los otros poemas del libro en que se alude –con pudor– a una muerte cercana. El olor, la luz artificial, el pasillo con perspectiva de túnel, los enfermos entrevistos… Como Antonio Machado, el mejor Felipe Benítez Reyes es un maestro en el uso del símbolo disémico; sabe dar doble luz a su verso; trascender la anécdota realista.
            Volvemos a leer con más atención el resto del libro y descubrimos en él, tras la niebla retórica inicial, al gran poeta de siempre que se atreve a dar una vuelta de tuerca a su poesía. A Francisco Brines se le homenajea en el título de un poema, “La palabra en la oscuridad”, y de Francisco Brines, especialmente de su libro Insistencias en Luzbel, proceden algunos recursos que Benítez Reyes lleva un paso más allá.
            Las paradojas del tiempo, del olvido, de la identidad –de las identidades sucesivas que nos constituyen– son formuladas en poemas que avanzan entre tanteos, que recurren una y otra vez a la paradoja, que no buscan el golpe de efecto ni la imagen brillante. “Entre signos de interrogación” se titula uno de los poemas; entre signos de interrogación parecen escribirse muchos de ellos, los más arriesgados, los más característicos de este nuevo libro.
            En el que no falta –ya lo he dicho–  el Benítez Reyes de siempre. El que gusta de la culturalista enumeración caótica (“Antigüedades”), del mundo del circo, convertido en símbolo de la vida humana (“El espectáculo”), de los viajes soñados en la infancia, el dedo sobre el mapa (“Atlas Geográfico Universal, 1972”), del humor (“Tabaco: el propósito y la enmienda”).
            Poesía metafísica, sapiencial, es la más característica de este nuevo libro de uno de los grandes poetas de hoy, pero su sabiduría está hecha de conjeturas, paréntesis, hipótesis, divagaciones. A unas pocas ocasiones, como en “Canción del dejarse llevar”, parece aproximarse a la poesía despojada, cotidiana en hímnica del último Vicente Gallego.
            Los lectores habituales de Benítez Reyes entramos Las identidades con un cierto temor a encontrarnos la reiteración algo cansina de una esmerada caligrafía. Y hay reiteración, pero no nos importa, y hay un intento de ir más allá, de ir más hondo, que a veces resulta frustrado, pero tampoco nos importa. Las ocasionales caídas constituyen la mejor demostración de que el poeta está vivo, sigue creciendo, arriesgando. Y sorprendiéndonos, admirándonos, enriqueciéndonos. 

lunes, 17 de diciembre de 2012

Hellen Keller y Anne Sullivan: Dos mujeres, un milagro


Hellen Keller
La historia de mi vida
Traducción de Carmen de Burgos
Sevilla. Renacimiento, 2012.


Pocas historias tan fascinantes y tan justamente populares como la de Hellen Keller, la niña que a los dos años se quedó sorda y ciega y que, a pesar de ello, llegó a la universidad, escribió libros, renovó los métodos de enseñanza de las personas deficientes.
            Sorprende que, a pesar de esa popularidad –pocas personas no habrán oído hablar de ella–, su temprana autobiografía, el libro que dio origen al mito, no hubiera sido reeditado desde su primera aparición española en 1905. Solo dos años antes se había publicado en inglés La historia de mi vida, lo que da idea de la inmediata divulgación mundial del caso, ciertamente asombroso, de Hellen Keller y de su maestra.
            En 1887, cuando la niña tenía siete años, se hizo cargo de su educación, tenida hasta entonces por imposible, Anne Sullivan. El relato de cómo consiguió enseñarle la primera palabra, establecer una relación entre una realidad exterior y los signos que trazaba sobre su mano todavía nos conmueve: “Bajamos por el sendero hacia el pozo, atraídas por el aroma de la madreselva que lo cubría. Alguien sacaba agua, y la maestra me colocó la mano bajo el chorro. Mientras experimentaba la sensación del agua fresca, escribió miss Sullivan sobre mi mano libre la palabra agua, primero lentamente, después con más presteza. Permanecí inmóvil, con toda la atención concentrada en el movimiento de sus dedos. Súbitamente me vino un confuso recuerdo de cosa olvidada hacía mucho tiempo; de golpe el misterio del lenguaje me fue revelado”.
            Hellen Keller es la protagonista de La historia de mi vida, pero ¿es también su autora? Hoy sabemos que, para escribirlo, contó con la ayuda de Anne Sullivan y del marido de esta, John Albert Macy, prologuista y editor de las cartas que integran la segunda parte del volumen. ¿Hasta dónde llegó esa ayuda? Es muy posible que –como ocurre con las memorias de los expresidentes y otras figuras populares– el libro lo redactara íntegramente Macy basándose en el testimonio de las dos mujeres.
            “Mi maestra está tan íntegramente ligada a mí, que apenas tengo idea de mí misma sin ella”, escribió Hellen Keller. Su relación fue un punto más allá que la habitual entre maestro y discípulo. Hasta la muerte de Anne Sullivan, en 1936, establecieron una estrecha simbiosis; resulta bastante probable pensar que toda la obra de Hellen Keller deba en realidad ir firmada por las dos mujeres.
            En La historia de mi vida hay un capítulo sorprendente, el XIV, en el que se nos cuenta “el negro nubarrón” que oscureció el cielo azul de la infancia de Hellen en el invierno de 1892. A los doce años, poco después de aprender a hablar, escribió su primer cuento, que admiró a todos, y que fue publicado. En seguida alguien descubrió que se parecía mucho, en el fondo y en la forma, a otro aparecido bastantes años antes. Se la acusó de haber cometido un plagio ayudada por Anne Sullivan. Pero resulta que al parecer Anne Sullivan nunca había oído hablar del relato original y que Hellen Keller tampoco recordaba haberlo leído, aunque dadas las semejanzas, llega a suponer que se lo leyó una amiga con la cual pasó algunos días. Olvidó por completo el hecho y, sin embargo, fue capaz de reproducirlo tiempo después, casi con las mismas palabras. Esta es la explicación que da: “En aquel tiempo los relatos significaban muy poco para mí; pero el mero hecho de deletrear palabras nuevas bastaba para distraer a una niña incapaz de distraerse sola; y aunque no recuerdo ni una sola circunstancia relacionada con la lectura de los cuentos, estoy segura de que hice un gran esfuerzo para recordar las palabras, con la intención de preguntarle su significado a miss Sullivan cuando regresase. Es indiscutible que se fijaron indeleblemente en mi cerebro, aunque nadie lo supo, ni yo misma, hasta pasado mucho tiempo”.
            La explicación de ese plagio inicial resulta confusa. Lo que queda claro es que, desde los comienzos de la actividad intelectual de Hellen Keller, hubo indicios de superchería. Nada menos que una comisión de ocho miembros, cuatro de ellos ciegos, juzgó el caso del plagio de su primer relato. El director de la publicación en que había aparecido, que formaba parte de esa comisión, creyó en su inocencia y en la de Anne Sullivan. Pero dos años después cambió de opinión. ¿Qué le hizo cambiar? “No lo sé –escribe la propia Heller Keller–. No conozco los detalles de la indagación. Ni siquiera he sabido los nombres de los miembros de la comisión, que no hablaron conmigo”.
            Hellen Keller sobrevivió largos años a Anne Sullivan; murió en 1968. Sería curioso comparar lo que escribió antes y lo que escribió después de la desaparición de su maestra. En cualquier caso, fue algo más que un ejemplo de superación, que uno de los seres humanos más admirables que hayan existido nunca: fue también –sola o en colaboración–  una gran escritora, una ensayista capaz de llevar la prosa al borde mismo de la poesía. Ejemplo de ello es, mejor que La historia de mi vida, otro de sus libros, El mundo en que vivo, de 1908, traducido al español en 1945 por la editorial Sudamericana y publicado recientemente en nueva traducción por Atalanta. Termina ese volumen –que contiene uno de los más hermosos elogios de las manos que se hayan escrito nunca–  con un conmovedor “Canto a la oscuridad”: “Madre bendita que en tu pecho tibio / me acunas dulcemente”.
            Quizá la historia de Hellen Keller no fue enteramente como nos la han contado. No parece probable que quien a los siete años no sabía hablar ni leer ni escribir, antes de los veinte –según se afirma en La historia de mi vida–  ya leyera en latín a Horacio y en francés a Corneille. Pero de lo que no hay duda es que las dos mujeres que hay detrás del mito fueron dos seres excepcionales. Ni de que ese mito cambió para siempre la consideración de los ciegos y de los sordomudos. Ni tampoco de que Hellen Keller, o Kellen-Sullivan, forma parte, no solo de cualquier colección de vidas ejemplares, sino de la historia de la gran literatura.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Luis Antón del Olmet: La otra víctima del Eslava


Luis Antón del Olmet
Historias de asesinos, tahúres, daifas, borrachos, neuróticas y poetas
Edición de Rubén López Conde
Ginger Ape Books & Films
Almería, 2012


El día dos de marzo de 1923, a las tres de la tarde, sonó un disparo en el saloncillo del madrileño teatro Eslava. Se estaba ensayando la obra El capitán sin alma, estrenada poco antes en San Sebastián. Sus autores eran Luis Antón del Olmet, uno de los nombres más significados en la literatura del momento, y Alfonso Vidal y Planas, un escritor recién salido del famélico mundo de la bohemia gracias al éxito de Santa Isabel de Ceres, melodrama sobre una prostituta que se redime gracias al amor de un poeta (al parecer tenía un trasfondo autobiográfico). La relación entre ambos colaboradores resultaba desigual: uno, de fuerte carácter, acostumbrado a los lances de honor, marcaba siempre el rumbo, imponía las decisiones; el otro, un apocado ex seminarista maltratado por la vida, aceptaba gustoso el segundo plano, la reiterada humillación. Pero algo ocurrió aquel día, o algo había ocurrido aquellos días, y a las tres de la tarde sonó un disparo y la víctima se convirtió en verdugo.
            Como no podía ser de otra manera, aquel asesinato ocupó la primera plana de los periódicos durante bastante tiempo. Alfonso Vidal y Planas fue a la cárcel, siguió colaborando desde ella en numerosas publicaciones, sobre todo en las dedicadas a la novela corta, tan populares entonces. Luego se perdió su pista en el turbión de la guerra civil hasta reaparecer –Francisco Ayala lo cuenta en sus memorias– en Estados Unidos convertido en profesor universitario de filosofía.
            Fue un crimen extraño el del teatro Eslava. Desde el primer momento las simpatías se dirigieron todas hacia el asesino. Alfonso Vidal y Planas era un buen hombre, aunque un mal escritor. Todo lo contrario que Luis Antón del Olmet, un personaje sin escrúpulos al que muchos odiaban, pero un más que notable escritor.
            Lo confirman estas Historias de asesinos, tahúres, daifas, borrachos, neuróticas y poetas que ahora reedita una poco conocida editorial y que quizá sirvan para llamar la atención de otras y rescatarle del purgatorio de las librerías de viejo. Reúne el tomo, cuya edición original es de 1913, cinco relatos publicados inicialmente en El cuento semanal y en Los contemporáneos, las famosas revistas dirigidas por Eduardo Zamacois. El tono de cada una de ellas es muy distinto; demuestran a las claras que Antón del Olmet distaba de ser un escritor monocorde, al contrario que el quejumbroso Vidal y Planas.
            “Vaho de madre”, ambientada en Galicia, tiene el garbo estilístico de los esperpentos, aunque en 1911 –cuando se publicó por primera vez–  Valle-Inclán apenas había tanteado esos caminos.
            El relato siguiente, “La verdad en la ilusión”, está dedicado “a un hombre bárbaro y feliz que vive sin penas y sin literatura”, todo lo contrario del autor. Se trata de una utopía que, como todas, habla del mundo contemporáneo. El narrador se despierta en la vitrina de un museo “expuesto como un vestigio de civilizaciones pretéritas”; vuelve a la vida cuatrocientos años después. El mundo del futuro es un mundo de hombres desdentados porque se alimentan con píldoras, que no tienen nombre sino número, que no conocen la familia ni el amor: “Un ciudadano del siglo actual sabe que cuando los hombres eran bárbaros cortejaban a las mujeres, las perseguían, pillaban catarros bajo sus balcones, se casaban con ellas. Eso pertenece a un pasado pintoresco y lírico, realmente despreciable y ruin. Ahora un hombre consciente sabe qué es una mujer, en qué consiste una mujer, la analiza, la ve en todas su entrañas, en todas sus células. No puede amarla. Se limita a comprenderla”. Antón del Olmet quiere dejar claro que el mundo futuro del que habla no es más que una caricatura del actual. “Hemos llegado al extremo –le explica el ciudadano del mañana al narrador–- de ser preciso halagar con premios importantes a los que pierden su tiempo, el áureo tiempo que reclama el estudio, procreando estúpidamente”. Y este responde: “Algo así fue necesario hacer en Francia cuando yo vivía”. De todos lo inventos que Antón del Olmet imagina en su mundo futuro solo uno se ha hecho realidad: el teléfono sin hilos que suena de pronto en un bolsillo.
            En “La viudita soltera” lo que menos importa es el relato de un contrariado amor adolescente. Por las mismas fechas en que Pérez de Ayala evoca la vida en los colegios de jesuitas en su novela A.M.D.G, Antón del Olmet sitúa a su personaje, de quince años, en un internado de Orihuela. Y cuenta, sin demasiado escándalo, sin ponerles su verdadero nombre, anécdotas de la vida colegial que tienen que ver con el abuso sexual y con los malos tratos.
            El tono vuelve a cambiar en “¡Quiero que me ahorquen!”, que aúna costumbrismo y feísmo con ecos de Poe y de Dostoievski. Como todos estos relatos, tiene un gran valor sociológico: ayuda a comprender la sociedad de hace un siglo mejor que muchas sesudas monografías.
            Costumbrismo hay también en “La risa del fauno”, pero ahora no ambientado en los barrios bajos madrileños, sino en la buena sociedad que veranea en La Granja en torno a la Infanta. La historia que se nos cuenta es claramente una historia de amor entre mujeres. No se emplea nunca la palabra lesbianismo, pero no se nos ahorran los detalles. Se trata de dos amigas que viven juntas. Una se ha demorado en la cama; la otra, que no quiere llegar tarde a misa, le dice al despedirse: “Ahora un besito. No; ha de ser en los dientes, en los dientecillos”. Y así continúa el narrador: “Laura se defendía débilmente, hurtando el cuerpo, lanzando risas entrecortadas en un pugilato lleno de coquetería. Al fin quedó presa entre los brazos robustos de Rosa. Y sus labios gruesos y rojos se hundieron en los labios finos y exangües de Laura, y estuvieron un momento, avariciosos y glotones, acariciando la nieve de aquellos dientes diminutos”.
            La obra literaria de Luis Antón del Olmet es abundante, a pesar de su breve vida (que daría sin embargo para una novela al estilo de Las máscaras del héroe, de Juan Manuel de Prada). Y esa obra –al contrario de la que tantos bohemios– no es una anécdota más en una vida llena de ellas. Luis Antón del Olmet merece figurar por derecho propio –como narrador y como cronista excepcional– entre los escritores más destacados de su tiempo. 

martes, 4 de diciembre de 2012

Vicente Huidobro: Matonismo, publicidad y poesía


Vicente Huidobro
Poesía y creación
Selección y prólogo de Gabriele Morelli
Fundación Banco de Santander
Madrid, 2012


Gabriele Morelli comienza su prólogo a Poesía y creación afirmando que la personalidad “egolátrica y polémica” de Vicente Huidobro, su “carácter hiriente” y su “narcisismo exacerbado” han dificultado la difusión de su obra. No estoy yo tan seguro. Ninguna historia de la poesía española del siglo XX puede prescindir de su nombre, pero las antologías –y la memoria de los lectores–  pueden prescindir quizá de sus versos.
            Quiso ser el nuevo Rubén Darío, el gran renovador, el iniciador y el maestro insuperable de una nueva época. Al servicio de esa empresa puso toda su fortuna y todo su talento de publicista. Llegó incluso a fingir un secuestro. Tras la publicación de Finis Britanniae, un panfleto contra el colonialismo inglés, “contó que había sido introducido en un automóvil, inmovilizado con cloroformo y obligado mediante amenazas a retractarse de su acusación, pero que él se había negado con fuerza y al cabo de algunos días y de nuevo drogado había sido liberado y abandonado cerca de su casa”. La prensa internacional comentó el supuesto secuestro, que le costó la amistad con Juan Gris, algo más que uno de sus mejores amigos, también el colaborador de muchos de sus versos, sobre todo en la versión francesa. El pintor no aceptaba esos modos de promoción.
            La egolatría de Vicente Huidobro solo tiene comparación con la de Juan Ramón Jiménez (la egolatría, no el talento). “La poesía contemporánea comienza en mí” dice el titular de una entrevista de 1939 reproducida por Gabriele Morelli. “¿Qué piensa de García Lorca?”, le preguntan. Y responde: “Que es un poeta muy mediocre. Para mí no tiene ningún interés”. Unos años antes, cuando Lorca estaba en Buenos Aires, le había escrito una carta también reproducida en la antología: “Me dicen que es posible que te vuelvas a España sin haber venido a Chile. Eso sería intolerable y absurdo. Venir a América y ya una vez aquí volverse sin llegar hasta mí, que estoy aquí de paso, se diría solo para esperarte, es una ofensa”. Era una ofensa que un poeta visitara América y, aunque tuviera que recorrer cientos de quilómetros para ello, no se acercara a rendirle pleitesía. “¿Qué piensa de Pablo Neruda?, le pregunta el entrevistador. “¿Con qué intención me hace usted esta pregunta?”, responde irritado. “¿Es forzoso bajar de plano y hablar de cosas mediocres? Usted sabe que no me agrada lo calugoso, lo gelatinoso. Yo no tengo alma de sobrina de jefe de estación”. Lorca es mediocre, la poesía de Neruda es una poesía “fácil, bobalicona, al alcance de cualquier plumífero. Es, como dice un amigo mío, la poesía especial para todas las tontas de América”.
            Los materiales complementarios –manifiestos, entrevistas, cartas–  que Gabriele Morelli añade a su antología no dejan en muy buen lugar a la persona del poeta. Le han llegado rumores de que Buñuel anda diciendo que si él habla mal del surrealismo es porque no le dejaron entrar en él y le escribe una carta que termina con un párrafo que convierte en versallescas las actuales polémicas entre escritores: “En cuando a lo que me manda decir de que se caga en mí, esto es gratuito y fácil… de boquilla… que de otro modo sépase que el día que me tocara usted un pelo sería un día bien triste para sus dientes y si fuera usted más fuerte que yo se encontraría usted cinco tiritos en el vientre aunque tuviera que buscarlo debajo de la tierra y aunque me pudriera en una cárcel”. La despedida no puede ser más elegante: “Solo me queda agregarle, para terminar, que yo también le mando decir que me cago en usted hasta su quinta generación”.
            Así se las gastaba el bueno de Huidobro, el poeta que deslumbró a los epígonos de un ya cansino modernismo. Gerardo Diego, uno de sus primeros y más fieles discípulos, escribió: “En España, después de su primera aparición legendaria  –Huidobro adolescente y ya con mujer, hijos, un negrito y millones, se decía por la pobretería de las tertulias cafeteriles de madrugada–, allá por el año 1916, cuando apenas alboreaba la consigna creacionista entre el verdor de sus primeros libros, el poeta era esperado como un meteoro fabuloso”.
            A Huidobro, como a los poetas renovadores de entonces, les preocupaba menos la calidad que la novedad de su poesía. La gran obsesión de Huidobro era demostrar que el creacionismo era un invento enteramente suyo, que lo había traído de América, que no lo había aprendido en París. Por ello no tuvo inconveniente en imprimir en Madrid uno de sus libros –El espejo de agua– falsificando el año y el lugar de edición para que pareciera que se había publicado en Buenos Aires antes de su viaje a Francia.
            Pero al lector le importa poco saber quién fue el primero en utilizar ciertas metáforas o determinados juegos tipográficos. ¿Desmerece algo los sonetos de Garcilaso el que el Marqués de Santillana se anticipara en escribir “al itálico modo”?
            La poesía creacionista o ultraísta de Huidobro (los dos nombres son intercambiables en la realidad de las obras, aunque quizá no en la anécdota de los manifiestos) tiene una gracia de época, pero resulta tan fácilmente imitable no es ni mejor ni peor que la de tantos nombres hoy olvidados y recogidos por Juan Manuel Bonet en su reciente antología de la vanguardia.
            El mejor Huidobro, a mi entender, es que el se olvida de las novedades, el de los años cuarenta, el que ya no tiene que sorprender a nadie ni demostrar que es el primero, el de El ciudadano del olvido y, sobre todo, Últimos poemas.
            Pero si solo hubiera escrito estos libros no ocuparía el lugar que ocupa en las historias de la literatura, que a veces tiene poco que ver con la historia de la literatura, y que gustan sobre todo de polémicas y rupturas, y de movimientos que generen abundante bibliografía y etiquetas de fácil uso didáctico.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Álex Grijelmo: Mentir con la verdad


Álex Grijelmo
La información del silencio. Cómo se miente contando hechos verdaderos
Taurus. Madrid, 2012


“Respóndate, retórico, el silencio” dice un verso de Calderón. Y es que el silencio puede ser una respuesta, y a veces la más elocuente. Pero no solo eso: también es capaz de mentir. Un periodista puede dar una noticia en la que solo se enuncien hechos verdaderos y que no sea veraz. Al análisis de esa paradoja dedica Álex Grijelmo La información del silencio, versión de su tesis doctoral, leída este mismo año en la Universidad Complutense de Madrid.
            Las tesis doctorales no tienen buena prensa –aunque se ocupen de periodismo–  ni entre los editores ni entre los lectores. Y hay bastantes razones para ello: suelen ser, sobre todo en determinadas disciplinas, menos una investigación científica que un artificio retórico que finge serlo con su acumulación bibliográfica y su abstrusa terminología, no siempre necesarias. “Mucho ruido y pocas nueces” podría ser el resumen de ciertas tesis doctorales, especialmente cuando se ocupan de periodismo o de literatura o arte actual.
            En la tesis de Álex Grijelmo hay bastante ruido, pero también algunas sustanciosas nueces. Sobran muchas páginas, porque una de las exigencias no escritas en las tesis doctorales de las disciplinas no estrictamente científicas es que deben ser muy extensas, que antes de decir nada nuevo sobre un asunto hay que resumir minuciosamente todo lo que se ha escrito sobre el tema o incluso sobre cualquier otro con él relacionado (tesis hay sobre un novelista argentino que comienza “compendiando” en algunos cientos de páginas la historia de Argentina).
            Álex Grijelmo, antes de entrar en materia, nos habla del silencio en la música, en las artes plásticas, en el cine, en la poesía, en la retórica, en la gramática. Sus afirmaciones más discutibles las encontramos curiosamente en el campo gramatical, porque el autor –que es periodista y ha publicado numerosos libros sobre el uso correcto del lenguaje–  no parece tener una adecuada formación lingüística. Define el asíndeton como “la supresión de conjunciones que normalmente se usan con naturalidad”. Y pone el siguiente ejemplo: “Le gustan los animales: los perros, los gatos. Siempre está atento para cuidar a un chucho herido”. Lo explica así: “Por supuesto, la oración habría sido distinta con ‘los perros y los gatos’, porque esa elección habría precisado más lo animales que al sujeto le gustan. (‘Le gustan los animales: los perros y los gatos. Siempre está atento para cuidar a un chucho herido’). El hecho de que se silencie la conjunción indetermina el significado y amplia psicológicamente la enumeración”.
Pero una enumeración puede ser cerrada o abierta; en el primer caso los dos últimos términos van unidos por “y”; en el segundo, no. El ejemplo que da Grijelmo es un caso claro de enumeración abierta: los perros y los gatos son solo una muestra de los animales que al sujeto le gustan. No se silencia “y”, como no se silencia “o”; simplemente, para lo que se quiere comunicar no es necesaria su presencia.  La variación que hace Grijelmo de ese ejemplo resulta un tanto forzada; lo correcto sería decir “Le gustan los animales, pero solo (o especialmente) los perros y los gatos” o “le gustan los perros y los gatos”.
            El escaso rigor lingüístico de Grijelmo le lleva a considerar que “el significado” puede ser mayor que “el significante”, y al revés. El primer caso se daría en lo que él denomina “palabras grandes” (“pez” sería una palabra más grande que “sardina”, y “español”, añado yo, más grande que “catalán”). No parece haber leído a Saussure ni haber oído hablar de la arbitrariedad del signo lingüístico; por eso se refiere a que las palabras “tienen un significado propio natural” (p. 198).
            El subtítulo de su libro, “Cómo se miente contando hechos verdaderos”, era en la tesis doctoral menos llamativo, pero más preciso: “La pragmática en el periodismo”. Y es la necesidad de que la pragmática –que estudia los hechos lingüísticos en su contexto verbal y no verbal–  sea tenida en cuenta a la hora de analizar la veracidad de una información –sobre todo cuando se lleva ante los tribunales de justicia– la verdadera tesis de su obra.
            La insinuación, el doble sentido, lo que no se dice pero se sugiere forma parte de la información, y sería responsabilidad del redactor de la noticia, no de la mayor o menor malicia del lector. Si en un titular leemos: “Se estrella un avión de Spanair. / La compañía aérea atravesaba una crisis económica”, lo que el lector entiende es que ambos hechos están relacionados, que el segundo es una de las causas del primero. Grijelmo considera que el lector no puede entender otra cosa y trata de demostrarlo basándose en la neurociencia y en la psicolingüística. El contexto puede hacer que un “mensaje omitido” sea un “mensaje emitido”, y ese otro mensaje el cerebro lo recibe quiera o no: “En un acto posterior, ya de raciocinio, el receptor puede rechazar el sentido que transmitió el silencio y que él recibió y descodificó; pero es indudable que antes su cerebro lo ha comprendido por necesidad, sin opción a rechazarlo en el proceso de comprensión ni a entender un mensaje diferente”.
            El mejor ejemplo de este mecanismo no lo encontramos en las numerosas noticias periodísticas que Grijelmo cita sino que nos lo ofrece él mismo en diversos pasajes de su libro. Después de indicar que “el lenguaje oficial del Tercer Reich mostraba una evidente obsesión por la palabra ‘pueblo’” y ofrecer ejemplos de ello, añade entre paréntesis: “Cómo no asociar todo eso con la misma reiteración en el lenguaje de los ultranacionalistas vascos: ‘cárcel del pueblo’, ‘herriko taberna’, ‘Herri Batasuna’…”
El mensaje omitido, pero muy evidentemente emitido, es la comparación de los ultranacionalistas vascos con los nazis. Pero con el mismo rigor conceptual podrían haberse asociado a los nazis con el partido socialista (y sus “casas del pueblo”), con el Partido Popular (que lleva al pueblo hasta en el nombre), con Salvador Allende (“El pueblo unido jamás serán vencido”) o incluso con Belén Esteban (considerada como “la princesa del pueblo”).
            La manipulación informativa, el dar a entender hechos falsos y a veces calumniosos, contando solo hechos verdaderos, debe ser tenida en cuenta por los tribunales, que han de contar con asesores en pragmática lingüística. Despojada de todo su excipiente más o menos científico, esa es la propuesta de Álex Grijelmo  (ganaría eficacia formulada en menos páginas).
            Pero obvia Gijelmo un hecho que a mí me parece fundamental: la manipulación informativa, muy a menudo, no es un engaño del periodista a sus lectores, sino una exigencia de los lectores a los periodistas. Un lector de La Razón o de El Mundo no le pide a su periódico que sea lo más veraz posible a la hora de informar sobre Artur Mas o Arnaldo Otegi, sino que les dé la mayor “caña” posible.
            Y aún hay otra cuestión: las manipulaciones propias acostumbran a ser invisibles (lo son para Grijelmo todas las que tienen que ver con lo que el llama el “ultranacionalismo” vasco, que asoma a cada poco en su libro, venga o no a cuento), como lo son para el lector las que coinciden con sus prejuicios. Al periodismo a menudo lo que le pedimos no es que nos informe de la verdad sino que nos confirme en nuestra verdad.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Julio Neira: Paseos por Nueva York

Geometría y angustia.
Poetas españoles en Nueva York
Edición de Julio Neira
Fundación José Manuel Lara
Sevilla, 2012.


La historia de la poesía española del siglo XX no puede escribirse sin tener en cuenta la ciudad de Nueva York. Tres de los títulos fundamentales la tienen como escenario y como algo más que escenario, casi como protagonista: Diario de un poeta recién casado, de Juan Ramón Jiménez, el libro que inicia la modernidad; Poeta en Nueva York, de García Lorca, y el epigonal Cuaderno de Nueva York, de José Hierro, que tras su narratividad y su culturalismo esconde un secreto que le añade temblor emocional.
           Siguiendo su estela –especialmente la de Lorca–  muchos otros poetas han tomado como pretexto de sus versos a la ciudad de Nueva York. De todos ellos se ha ocupado, con acrítico afán de exhaustividad, Julio Neira en su  Historia poética de Nueva York en la España contemporánea. Completa ahora ese volumen con una antología compilada con el mismo generoso criterio.
            El libro está estructurado para que lo leamos casi como una guía de la ciudad. Comienza con el asombro de la llegada, en barco (preciso Luis Cernuda) o en avión (algo divagatorio Rafael Guillén). Como excepción, no solo incluye poemas –en verso o en prosa–, sino también fragmentos de otros textos: artículos de Rubén Darío y Moreno Villa, una conferencia de Lorca. Esa no bien justificada inclusión nos hace desear otro volumen recopilatorio dedicado a los escritores españoles, al margen de los poetas (pensemos, por ejemplo, en Julio Camba), que se han ocupado de Nueva York.
            Sigue el extenso apartado que Neira denomina, algo inadecuadamente, “Geografías”, con poemas dedicados a distintos lugares de la ciudad. Juan Ramón Jiménez es el primero y el principal: nos habla de un cementerio entre rascacielos en Broadway; de la llegada de la primavera a la ciudad en lucha con el humo y el barro hasta lograr desfilar como una reina por la Quinta Avenida; de los anuncios mareantes de Time Square, donde, cuando aparece la luna, no sabemos si es ella de verdad o un anuncio de la luna. De todos los poetas que se ha ocupado de Nueva York, Juan Ramón es el más preciso, el que más abunda en pequeños detalles exactos. Un siglo después, su Diario puede utilizarse como precisa y sugerente guía.  También uno de sus grandes poemas finales, Espacio, está ambientado en Nueva York, esta vez en la zona norte de Manhattan, la de Columbia University  y la inacabada catedral de St. John the Divine, que antes parece no haber visitado.
            El “Paisaje de la multitud que vomita” y “Ciudad sin sueño”, de García Lorca, nos llevan a Coney Island y al puente de Brooklyn, dos lugares pronto convertidos en tópicos, sobre todo el último. Otro de los tópicos es Central Park y abundan los poemas a él referidos, pero ninguno parece especialmente memorable. Sí lo es el que Marcos Tramón dedica a otro parque menos frecuentado por el turismo habitual, Riverside Park, y al que Antonio Muñoz Molina, cuya residencia neoyorquina se encuentra muy cerca, ha dedicado páginas en prosa que valen por muchos poemas.
Fernando Quiñones se ocupa de St. Barth, “una iglesia episcopaliana rodeada de enormidades”, como el edificio de la Pan-Am (hoy MetLife), el Hemsley, Grand Central; Joan Margarit, del ferry a Staten Island, desde el que contempla, “con ojos entornados por el frío, / el perfil más hermoso de Manhattan”. Dionisia García pasea por Harlem mientras que José María Ripoll lo hace por Canal Street, en el barrio chino. Brooklyn solo aparece como el nombre del más antiguo y más hermoso puente. Incluso Hilario Barrero, que tantas veces se ha ocupado de ese distrito que fue ciudad independiente antes de formar parte de Nueva York a finales del XIX, es antologado con un poema que se inicia con un funeral en la iglesia anglicana de Saint Thomas, en la Quinta Avenida (rivaliza con la católica Saint Patrick), y que continúa con un viaje en metro y el rechazo a un ocasional encuentro erótico (eran los tiempos del Sida). El “Panorama” de Abelardo Linares, ya en la sección siguiente, comienza con la antorcha dorada de la Estatua de la Libertad vista “desde un helicóptero a setenta y dos dólares el viaje” y juega luego con las referencias al oro como símbolo de Nueva York. Si no el mejor poema, sí es la mejor de todas las postales neoyorquinas que en este libro encontramos.
Las críticas a Nueva York, como símbolo del capitalismo, se reúnen en “La ciudad del cheque”. Comienza con unos versos algo ripiosos de Rubén Darío en los que no falta el antisemitismo de la época: “Casas de cincuenta pisos, / servidumbre de color, / millones de circuncisos, / máquinas, diarios, avisos / ¡y dolor, dolor, dolor!”.
“Esa calle”, de Fernando Quiñones, nos describe Wall Street,  que parece haber crecido solo hacía lo alto, y cuyos versos finales –el poema es de 1998– resultan premonitorios: “esta calle que cae desde arriba, cae al fin de lo alto a lo estrecho, / hasta el pie de la piedra y el acero y los vidrios / y los desaforados ramos de flores y de sangre”.
En “Culturas”, la sección siguiente de la antología, José María Álvarez, mientras escucha “ese dúo imperecedero / del primer acto de Rigoletto”, contempla a través de la ventana “la seductora hermosura del Chrysler  Building”. Juan Luis Panero, en “Lectura en un cuarto de hotel”, uno de los más significativos poemas suyos, nos habla de un libro, Spoon River Anthology, hojeado por los amantes una noche feliz de febrero en un hotel neoyorquino “sin saber que allí también –desolación, estupidez, fracaso– / estaba escrito nuestro terco destino”.
Geometría y angustia concluye con “Despedida”, el adiós a la ciudad, que en los dos poemas finales –más ingenioso uno, más emocionante el otro– es algo más que el adiós a una ciudad. “Life vest under your seat”, de Luis García Montero, recrea al clásico motivo de la despedida de los amantes (él ha indicado que su modelo más directo fue un poema de Jovellanos) con novedoso y eficaz artificio; “En son de despedida”, de José Hierro, llena de verdad un libro, Cuaderno de Nueva York, que podía haber sido nada más que un tardío y culturalista cuaderno de ejercicios.
En una irónica presentación, Juan Bonilla escribió “vivo en las afueras de Nueva York / (para ser más exactos en Sevilla)”. Todos vivimos, de algún modo, en las afueras de Nueva York, capital de muchos de los sueños y de algunas de las pesadillas del siglo XX. Pero eso no implica que haya que sentirse obligado a dedicarle malos versos, como a las señoritas del XIX que nos mostraban su álbum o su abanico, cada vez que las visitábamos. Corremos el riesgo de que un amable y benemérito antólogo, como Julio Neira, nos ponga involuntariamente en ridículo.

martes, 13 de noviembre de 2012

Paul Preston: El traje nuevo del emperador


Paul Preston
Juan Carlos. El rey de un pueblo
Debate. Barcelona, 2012


Paul Preston es un prestigioso historiador, bien conocido por sus trabajos sobre la España de los años treinta y la represión que siguió a la guerra civil, pero en su biografía de rey Juan Carlos no parece actuar como historiador, sino como mero divulgador. Ello resulta muy patente en el nuevo capítulo, “Los peligros de la rutina o el auge del Fénix”, que añade a una obra publicada inicialmente en el 2003, en un momento de máximo prestigio de España y de su monarca. Una década después el deterioro de ambos resulta innegable. De un historiador esperaríamos algo más que un resumen de lo que la prensa ha publicado sobre el rey. Pero a eso es a lo que se limita Paul Preston. Miramos las notas y todas son de este tenor: “El País, 22 de abril de 2012”, “Abc, 23 de mayo de 2004”, con alguna referencia a El Mundo o Público. El afán de estar al día le lleva a justificar una información de la Agencia Tributaria sobre los negocios de Urdangarín con la siguiente nota: “El Mundo, 18 de noviembre de 2012”.  Nos imaginamos que será una errata. En cualquier caso, da la impresión de que Paul Preston seguía resumiendo la prensa incluso mientras el volumen estaba en pruebas.
            Aunque Preston no aporte ni un dato nuevo,  no se haya tomado la molestia de investigar, lo publicado en la prensa basta y sobra para que la imagen del rey sufra en esos años un cambio radical. Paul Preston, que escribe una biografía no oficial pero favorable al monarca, no puede disimularlo. Trata de no hacer juicios de valor, pero los hechos hablan por sí solos. De esta manera refiere el asunto de Botsuana: “Aunque primero se pensó que el safari de lujo había sido pagado a cuenta de los Presupuestos Generales del Estado, después se supo que quien pagó la cacería, el avión privado y el campamento fue el empresario Mohamed Eyad Kayali, representante de la Casa Real de Arabia Saudí en España, hombre de confianza del príncipe Salman. Como se afirmó que tuvo un papel determinante en la adjudicación del AVE Medina-La Meca a empresas españolas, eso parecía diluir algo las críticas a la cacería en su coste si no en su ética”.
Hay dos delitos, los de cohecho y cohecho impropio, que después del asunto de los trajes de Francisco Camps, todos tenemos muy claros. Informar de ese sustancioso regalo, que nadie ha desmentido, supone acusar al rey de uno o de otro delito. Que no se le pueda juzgar, como a Berlusconi o a Chirac no se les podía juzgar mientras ocuparan sus cargos, en nada desmerece la gravedad de los hechos.
            Pero no solo en el último capítulo del volumen hace Paul Preston dejación de sus responsabilidades como historiador. Ya en el primero nos cuenta que la ruptura del matrimonio de Alfonso XIII y Victoria Eugenia no se debió a las reconocidas infidelidades del rey (que tuvo múltiples relaciones ocasionales y alguna relación estable), sino a la infidelidad de la reina: “No mucho después de instalarse en Fointeneableu, el rey reprochó a la reina la intimidad de su relación con el duque y la duquesa de Lécera, que la habían acompañado al exilio. El matrimonio del duque, Jaime de Silva Mitjans, con la lesbiana duquesa, Rosario Agredo de Silva, era una farsa, pero lo mantuvieron porque ambos estaban enamorados de la reina. No obstante los persistentes rumores, que mortificaban a Alfonso XIII, la reina negó siempre con vehemencia que ella y el duque hubieran sido amantes. Sin embargo, cuando el aburrido Alfonso XIII inició una nueva relación amorosa en París y la reina se lo reprochó, intentó desviar el ataque echándole en cara su nueva relación con Lécera. Ella la negó pero, al ir caldeándose el ambiente, Alfonso le exigió que eligiera entre él y el duque. Temiendo perder el apoyo de los duques, del que había llegado a depender, la reina respondió, según propio testimonio, con las fatídicas palabras: ‘Los elijo a ellos y no quiero volver a ver tu fea cara en la vida’. Nunca se retractó”.
El guionista de un culebrón televisivo no lo podría haber hecho mejor. ¿No podría Preston ser un poco menos ingenuo y cuestionar las obras de divulgación que toma como fuente? ¿Quién fue el testigo de esa acalorada discusión entre el rey y la reina? ¿Algún sirviente indiscreto? ¿Y no estaba ya la reina lo suficientemente acostumbrada para no reprocharle al rey ninguna nueva relación amorosa? Paul Preston concluye el párrafo con un rotundo: “Nunca se retractó”. Pero pocas páginas más adelante escribe: “Ella y su marido habían estado separados de hecho durante más de un decenio pero, a medida que la salud del rey fue deteriorándose, empezaron a pasar más tiempo juntos”. O sea que sí se retracto, si esta última afirmación es cierta.
            Paul Preston utiliza acríticamente cualquier fuente sin importarle las contradicciones. En la página 85 se basa en el testimonio de Aurora López Delgado, una de las profesoras del príncipe, para señalar que a los diez años su lectura predilecta era Platero y yo, libro que le acompañaba en sus paseos. Para la profesora, don Juan Carlos mostraba “una clara propensión hacia las humanidades”  y sentía “una precoz predilección por filósofos franceses como Descartes y Rousseau”.  Sin poner en cuestión estas afirmaciones, unas páginas más adelante, cuando se refiere a la estancia de Juan Carlos en la Academia Militar de Zaragoza, escribe: “Su biblioteca era reducida: unos pocos libros de texto y, junto a su cama, solía verse una novela de Marcial Lafuente Estefanía de la colección Rodeo de Historias del Oeste, muy leídas en aquel entonces”. Pasar de Juan Ramón Jiménez, Descartes y Rousseau a Marcial Lafuente Estefanía no es poca evolución.
            Un mal libro de historia este Juan Carlos. El rey de un pueblo, pero una lectura apasionante. Entre las líneas de la historia oficial se dibuja otra historia. La de un niño maltratado, por ejemplo. A los ocho años le envían a un internado y el padre prohíbe a la madre, no ya que le visite, sino siquiera que le llame por teléfono, “para fortalecer su carácter”. Un niño que se pasó la vida buscando sustitutos de la figura del padre y que, al final, la encontró en el general Franco, que le quiso tanto como odió a don Juan. Un adolescente atolondrado que, jugando con una pistola, dio muerte a su hermano menor, Alfonso, el más querido de la familia, en un incidente nunca aclarado, y que tuvo que escuchar a su padre decirle: “Júrame que no ha sido a propósito”. Si es verdad esa frase (y Paul Preston la da por cierta), ¿cómo no sentir piedad por un hombre del que su padre ha sido capaz de pensar algo semejante?

martes, 6 de noviembre de 2012

Hugo Pratt: La ruta del aventurero

Hugo Pratt
El deseo de ser inútil. Recuerdos y reflexiones. Conversaciones con Dominique Petitfaux
Confluencias. Almería, 2012


Un autor no siempre se parece a su personaje. Baroja era todo lo contrario de los errabundos protagonistas de sus novelas. Pero Hugo Pratt, si hemos de hacer caso a sus conversaciones con Dominique Petitfaux, tenía mucho del más célebre aventurero del mundo del cómic, Corto Maltese.
            Su infancia es veneciana. En su familia paterna había fervorosos fascistas, mientras que la materna era de origen judío. Hasta que Hitler llegó al poder y comenzó a influir sobre Mussolini, que al comienzo lo despreciaba, eso no fue ningún problema. El recuerdo que Hugo Pratt guarda del fascismo tiene poco de convencional: “El fascismo liberó de tabúes a los jóvenes de mi generación, nos dio una cierta idea de libertad y la posibilidad de una aventura, cosa que antes estaba prohibida: la aventura se veía como una ruptura de los moldes sociales. El fascismo nos permitió liberarnos de la opresión de la Iglesia y de la Familia. Por supuesto, que acabó en catástrofe; pero a los diez años me hubiera sorprendido mucho que alguien lo hubiera rechazado”.
            La aventura imperial del fascismo le llevó a Etiopía. Allí simpatizó con los nativos y se acostumbró, cuando estalló la guerra, a moverse entre dos bandos, a no ser fiel a ninguna bandera, sino solo a sus amigos.
            Con una cierta incredulidad leemos las peripecias de Hugo Pratt en Etiopía y, después de 1943, en Italia, donde, si hemos de hacerle caso, vistió todos los uniformes, también el alemán: “Muy a pesar mío, me vi enrolado en la marina alemana. Con otros miembros de la policía marítima, me enviaban en barcazas armadas destinadas al transporte de sal. Íbamos a la zona de Porto Garibaldi, en el estuario del Po. Al cabo de unas tres semanas, conseguí escaparme. Dormía en las barcas. Entré en contacto con miembros de la resistencia proaliada, como Pems Kellerman, un judío de la quinta columna. Algunos de ellos, eran capaces de cualquier cosa. Un día vi a uno poner el cañón en la sien de un centinela dormido, y disparar cuando el pobre tipo se despertó”.
            En el prólogo se pregunta Dominique Petitfaux si el creador de Corto Maltese ha contado siempre la verdad. “¿Cuál de sus vidas nos va a contar?”, es la primera pregunta que le hace.  Y la respuesta: “Puedo contar mi vida de trece maneras distintas”. Contar la vida es contar la novela de la propia vida: callar unas cosas, exagerar otras, disponer lo acontecimientos en un orden adecuado, inventar recuerdos quizá más exactos que los recuerdos verdaderos.
            Si hemos de hacerle caso, cuando Venecia fue liberada, en abril del 45, “él recorrió la ciudad en un coche blindado canadiense, vistiendo el uniforme escocés”. Cómo se puede recorrer Venecia en un coche, blindado o no, este veneciano no nos lo explica ni el entrevistador se preocupa de preguntárselo.
La guerra, tantos años después, es solo el escenario en que cualquier aventura resulta posible: “Venecia es un caos gigantesco, un carnaval improvisado. Durante el día se desembarcan armas y medicamentos; las noches las pasamos en juergas memorables”. En ese carnaval improvisado, Hugo Pratt disfruta todo lo que puede: “Algunos días después de la liberación de Venecia, dejé a los canadienses por las tropas neozelandesas del general Freyberg. Me presenté ante él con la cara pintada al estilo maorí, y alegando que los escoceses me enviaban como intérprete. Mis vivencias etíopes me habían enseñado que todo es posible en el bando victorioso, tal es el clima de euforia que se respira. Como me había percatado de que en el bando británico los símbolos distintivos se contaban por miles, me procuré condecoraciones e insignias de todas clases para adornar mis uniformes”.
            Luego viene la larga estancia argentina, donde se convirtió en un profesional del cómic (hasta entonces el dibujo era poco más que una afición): “Lo de Buenos Aires fue un flechazo: esa ciudad gigantesca, con un puerto como Venecia, pero un puerto enorme. Si se ve desde el punto de vista turístico, no hay manera de comprender su esencia, es decir, su misterio, su fuerza, su ironía”. Allí se relaciona con gente de todas clases, incluidos muchos antiguos nazis, como un tal Ricardo Klement, que luego resultó ser nada menos que Eichmann, el genocida secuestrado, juzgado y ejecutado en Israel.
            A la desinhibida vida amorosa de Hugo Pratt (que él relaciona con su infancia y adolescencia fascistas) se dedican muchas páginas. En 1965 tuvo tres hijos de tres mujeres diferentes, según cuenta. La historia de uno de ellos, Tebocuá, es la más curiosa de todas. Tras ganarle una partida de dados, un aviador ha de llevarle a donde él quiera en la Amazonia. Pratt quiere seguir las huellas de Fawcett, un explorador desaparecido. Llegan hasta el territorio de los indios xavantes. El americano le dice que tiene cosas que hacer y que volverá por la tarde a recogerle. Pero no vuelve. A Pratt no le queda más remedio que integrarse en la nueva sociedad: “Había tantas familias como mujeres. Los hombres eran más numerosos, y, en consecuencia, practicaban la poliandria; cada mujer tenía cuatro maridos. Así fue como tuve un hijo en la Amazonia: Tebocuá. Solo lo supe dos años después, en 1966, cuando fui de nuevo a Brasil”.  Lo supo porque alguien que había estado con los xavantes les contó a unos amigos suyos que allí había nacido un niño mestizo, al que llamaban “Uca”, como le llamaban a él. Lo curioso es que solo pasó veinte días en aquella tribu donde cada mujer tenía cuatro maridos. Muy complacientes y desganados parece que eran todos ellos.
            Leemos estos recuerdos y reflexiones de Hugo Pratt, generosamente ilustrados con dibujos y fotografías, y no tenemos la sensación de leer un libro, sino de estar sentados junto al fuego, en una noche de invierno, escuchando a un viajero que ha dado varias veces la vuelta al mundo, combatido en la guerra y conocido a mil y una mujeres. No nos importa demasiado que tan ameno narrador no distinga muy bien cuándo está contando su propia vida y cuándo la de su personaje, Corto Maltese, como él un perpetuo adolescente.

martes, 30 de octubre de 2012

Alberto Manguel: La pasión por la lectura


Alberto Manguel
El sueño del Rey Rojo.
Lecturas y relecturas sobre las palabras y el mundo
Alianza Editorial. Madrid, 2012


Una historia de la lectura se titula el libro que hizo famoso a Alberto Manguel. Todas sus otras obras podrían titularse de la misma manera. También esta generosa miscelánea a la que tratan de dar unidad las citas, no siempre pertinentes, de Alicia en el País de las Maravillas y A través del espejo, colocadas al comienzo de cada una de las secciones y cada uno de los capítulos.
            Los lectores habituales de Manguel encontrarán abundantes anécdotas, citas y referencias que les resultan familiares. Como Borges, su maestro, Manguel gusta de las variaciones y las reincidencias, y vuelve siempre a determinados episodios biográficos que se convierten en los puntos de apoyo de su reflexión sobre la lectura.
            La biografía de Manguel es parte de su obra, y parte esencial. Nació en Argentina, pero su primera infancia transcurrió en Tel Aviv. A los ocho años, cuando regresó a Buenos Aires, hablaba inglés y alemán, pero no español. Su adolescencia fue Argentina, pero después de deambular por distintos países, adoptó la nacionalidad canadiense. Actualmente reside en Francia, en una casa de campo reconstruida especialmente para contener su prodigiosa biblioteca. Escribe en inglés. Lee en las principales lenguas de cultura.
            Mucho tiene en común con Borges, es casi uno de sus personajes, pero hay algo fundamental que los diferencia: el estilo. Borges busca la calidad de página: cualquier fragmento suyo resulta inconfundible. Con una expresión de otro tiempo podríamos decir que es un maestro del idioma (del idioma español, aunque conociera muchos otros, y el inglés le resultara casi tan propio como el español). Manguel es todo lo contrario de un estilista. Cierto que lo leemos traducido (y no siempre elegantemente traducido: se habla de “reportar”, de “copias” en lugar de “ejemplares”), pero no da la impresión de que en él, que se educó en varias, se produzca la íntima conexión con una lengua que caracteriza al creador.
            Como Borges, Manguel es un autodidacta: su formación académica terminó con el bachillerato. Eso le ha permitido no ser un especialista, o mejor, serlo a su manera. Ha convertido su afición a la lectura en una profesión. Y nos habla de Dante, de Homero, de Shakespeare o Cervantes con una pasión y un conocimiento que no están al alcance de ningún riguroso especialista universitario.
            Para Manguel, la relación con los libros es parte de su vida, y por eso hable de lo que hable acostumbra a comenzar hablándonos de su vida: la infancia en Tel Aviv, donde su padre, judío, fue nombrado por Perón primer embajador en el recién creado estado de Israel; el bachillerato en el Colegio Nacional de Buenos Aires, donde tuvo profesores excepcionales, como Isaías Lerner, o el profesor que le descubrió a Kafka y a la gran literatura contemporánea y que luego resultó un delator de sus estudiantes ante los militares; sus andanzas bohemias en París y Londres; los muchos oficios que tuvo antes de conseguir que su afición de siempre, la lectura, se convirtiera en el gran tema de su escritura y en la base de toda su actividad profesional.
            Manguel, contra lo que pudiera parecerse, no se refugia en la biblioteca, o si lo hace, se trata de una biblioteca con grandes ventanales abiertos al mundo. Con amena erudición nos habla del origen del punto o esboza una “breve historia de la página”, pero también traza una semblanza ejemplar del Che Guevara o arremete contra los intentos de amnistiar a los militares argentinos y pasar página de la barbarie genocida de la dictadura.
            Al contrario que Borges, que  procuraba dejar al margen de la literatura sus opiniones políticas o de otro tipo (tan irritantes a veces), Manguel no nos ahorra sus, a ratos, discutibles opiniones sobre esto y aquello. En ocasiones da la impresión de que se siente un hombre de otro tiempo, el último representante de una estirpe a extinguir. Sirvan como ejemplo sus afirmaciones sobre Internet y la lectura: “Los bibliotecarios de hoy se ven enfrentados cada vez más a un problema desconcertante: los usuarios de la biblioteca, sobre todo los más jóvenes, ya no saben leer competentemente. Pueden encontrar y seguir un texto electrónico, pueden cortar párrafos de diferentes fuentes de Internet y recombinarlos en una sola pieza, pero no parecen capaces de comentar y criticar y glosar y memorizar el sentido de una página impresa. El texto electrónico, por su misma accesibilidad, les brinda a los usuarios la ilusión de apropiación sin las dificultades que conlleva el aprendizaje. El propósito esencial de la lectura se les escapa, y lo único que queda es acumular información, para usarla cuando haga falta”.
            ¿Pero en qué época los jóvenes –así en general– supieron leer “competentemente”? Cuando Manguel estudiaba su bachillerato en el elitista Colegio Nacional durante el peronismo, ¿la mayoría de los jóvenes argentinos sabía leer “competentemente”? ¿Saben leer “competentemente” la mayoría de los adultos de su edad, formados antes de Internet? ¿Antes los jóvenes eran capaces de “comentar y criticar y glosar y memorizar el sentido de una página impresa” y ahora no? Antes y ahora, solo una minoría bien formaba era capaz de eso, y esa minoría no ha menguado, sino todo lo contrario.
            Pero si de vez en cuando dormitaba Homero, ¿cómo no iba a hacerlo Alberto Manguel, lúcido erudito que deja de serlo cuando le deslumbran los destellos del texto electrónico? Se lo perdonamos por lo mucho que ha leído y por lo bien que sabe contagiarnos su pasión por la lectura.

lunes, 22 de octubre de 2012

José Luis Parra: Naturaleza viva con fantasmas


José Luis Parra
Inclinándome
Pre-Textos. Valencia, 2012


La muerte del autor, a los pocos días de aparecer su libro, le añade un tinte de patetismo que no siempre le beneficia. Inclinándome, de José Luis Parra, no necesita ese subrayado. Es una de las obras más escuetamente conmovedoras de la poesía española de los últimos años. Muchos de sus poemas, escritos en la lengua de todos los días, sin ninguna concesión al verbalismo ni al preciosismo, nos cortan el aliento.
            José Luis Parra, aunque nacido en Madrid en 1944, es un poeta valenciano, muy ligado a la estética de Vicente Gallego y de Carlos Marzal, y afín en cierto modo –solo en cierto modo– a Eloy Sánchez Rosillo. Aunque mayor que todos ellos, comenzó a publicar tardíamente, en 1989, y eso hizo que durante bastante tiempo, fuera de Valencia, se le tuviera por un discreto epígono.
            La poesía de José Luis Parra ha tardado en llegar a los lectores. Las razones son varias. La que más nos importa tiene que ver con que es un poeta de evolución lenta, de los que van creciendo poco a poco, y no de los que deslumbran con un primer libro, o unos primeros libros (el caso de tantos poetas de su generación, la de los llamados “novísimos”), para luego ir apagándose o parodiándose.
            La cita inicial, de Eliseo Diego, explica el título y formula un principio estético: “Inclínate, pues, como caña al viento, pero cuida bien el dibujo de la curva; todo es arte al fin”. La completa otra, no menos atinada, de Samuel Beckett: “Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”.
            Inclinándose habla del fracaso, pero rara vez condesciende a la queja. “Carpe diem” se titula uno de los poemas, y muchos de ellos son variaciones de la horaciana invitación a gozar del instante. Los placeres pequeños, las mínimas alegrías cotidianas, son reiteradamente cantadas por José Luis Parra. “Regar las plantas” termina con tres versos que valen por un poema: “Qué verde y fresco, / como recién creado, / gotea el mundo”. Y hay un texto, que parece de circunstancia, que podría haber sido un encargo municipal, pero que ejemplifica muy bien su capacidad para convertir la cotidianidad en símbolo. “Para celebrar la línea 5 del metro en Valencia (Distrito marítimo-Aeropuerto)” dice así: “Salir del puerto, / del mar, que es el morir / y también la promesa / de la resurrección, / y tras cruzar los túneles, / los ríos del infierno, / salir, / salir a ese impulso de delicia / entre las nubes, / salir al vuelo, / estando ya mi invierno sosegado”. Poema que parece hecho de nada, como tantos del libro, con su resonancia manriqueña y su eco de San Juan.
            En “Plantas naturales y plantas literarias”, la literatura parece sobreponerse a la realidad: ninguna flor de genciana puede ser tan hermosa “como esa antorcha bífida del poema de Lawrence, / esa azulada oscuridad que fulge / y fulge en mis noches, y me guía, / más deslumbrante cuanto más oscura / en el descenso al tálamo primordial de las sombras”.
            Las referencias literarias, nunca muy rebuscadas, todo lo contrario, asoman de vez en cuando. El primer “Nocturno” remite a los poemas insomnes de Darío en Cantos de vida y esperanza (“¿Escuchas cómo late el corazón del mundo?”). El más estremecedor endecasílabo de Góngora reaparece al final de “Lecciones de la Semana Santa”: “Casi, casi me paraliza el corazón / este naufragio en polvo, en humo, en sombra, en nada”. Y el becqueriano “qué solos se quedan los muertos” se convierte en “qué solos se quedan los vivos / cuando empiezan a marcharse de la casa los muertos”.
            La literatura que aparece en Inclinándome es solo la que queda en la memoria, la que forma parte de nuestra propia vida, la que surge en medio de cualquier trivial conversación: “entre el barullo del almuerzo / y las brumas del día, dos / aficionados a la caza me hablan / de noches en la sierra, de tiendas junto al río, / oyendo en la maleza gruñir al jabalí”. La segunda parte de ese poema, “Conversaciones en la barra”, glosa las connotaciones de una palabra y los nombres a ella asociados, símbolos de la infancia y de la libertad: “El río… / Qué prodigioso el río… cuánta, cuánta / agua ha pasado, cuánta escoria; /cuánto tiempo hace que dejé de ser / Tom Sawyer, Huckleberry / Finn”.
            Habla de la decadencia vital, pero no hay ningún síntoma de decadencia estética en Inclinándome; no es un compendio, como tantos otros títulos finales, de fragmentos, reiteraciones y tentativas.
            Los pequeños goces y el espanto de las postrimerías. Algo de relato de terror tienen varios poemas. Una joven sube al metro, se sienta confiada, cree que no hay nadie a su lado: “Se equivoca. / Con qué aprensión descubro al ofensivo / rostro que en el cristal con ella está viajando, / doble irreconocible de lo que fue en la vida. / Como la miran sus ojos cenagosos, / cómo respiran su perfume esas desagradables / fosas nasales…”. El espectro que intenta manchar “con bastardo aliento / el esplendor primaveral” es el reflejo del propio poeta, que tarda en reconocerse en la grotesca figura en que los años le han convertido.
            Sueños, escenas de caza, viejas fotos familiares, madrugadas alcohólicas, los pasos de la muerte que resuenan cada vez más insistentes, y también epifanías: “Croan las ranas. / No se acaba la infancia / cerca del río”. No se acaba la infancia. El libro, al que la muerte acaba de poner el definitivo colofón, termina con “Noche de reyes”: “Esta noche ha llovido / con mansa intensidad. Antes del alba, / como un chiquillo ansioso, / he abierto la ventana, / y allí, / allí estaban los zapatos, / colmados con el agua melodiosa / de la lluvia. El carbón, el viejo / y temido carbón era un diamante / de azulados fulgores en la cocina oscura”.
            En la cocina oscura, en la noche del mundo, brillan estos lúcidos, hirientes, desoladores y, finalmente, también consoladores poemas.

martes, 16 de octubre de 2012

Del nacionalismo vasco al nacionalismo español: Unamuno y Juaristi


Jon Juaristi
Miguel de Unamuno
Taurus / Fundación Juan March
Madrid, 2012


Ningún personaje es de una pieza, y Unamuno no resulta una excepción. De las muchas piezas que conforman su figura, las que menos le interesan a su más reciente biógrafo son precisamente las literarias. Jon Juaristi, poeta, despacha la poesía de Unamuno en unas pocas desangeladas líneas y solo cita íntegro un soneto, pero no por sus valores poéticos, sino porque puede considerarse “como una breve ejecutoria de hidalguía que actualiza, de modo no completamente irónico, el tema original de la nobleza originaria de los vizcaínos, ilustrándolo con el ejemplo de la familia Jugo”.
            Claro que si el vasco Unamuno es un personaje complejo no lo es menos su biógrafo, el también bilbaíno Jon Juaristi, que comenzó militando en la juventud nacionalista fundadora de ETA (y fue encarcelado por ello), que ocupó cargos durante el gobierno socialista de Euskadi y que luego se convirtió en el más eficaz ariete de la derecha contra el nacionalismo vasco hasta acabar en Madrid a las órdenes de Esperanza Aguirre. Y en medio queda una conversión al judaísmo que lo convierte en caso único entre los intelectuales españoles.
            A Jon Juaristi la obra literaria de Unamuno parece interesarse tan poco que comete errores de bulto: “Durante los primeros años del siglo. Miguel consolidó su prestigio como hombre de letras, no tanto en la novela, como en la poesía y, sobre todo, en el teatro”. ¿El prestigio de Unamuno en los primeros años del siglo se debía a su teatro? Qué disparate. Pero si no estrenó su primera obra hasta 1909, sin mayor éxito, y apenas le interesaba el teatro sino como un medio de conseguir dinero… según explica muy bien el propio Juaristi unas líneas más adelante.
            La más original de las peculiares opiniones de Juaristi (el estilo de Borges es deudor del de Menéndez Pelayo, por ejemplo) es la que considera El resentimiento trágico de la vida, la obra póstuma e inacabada de Unamuno, como “un gran poema modernista (en el sentido europeo), comparable a los mejores poemas del modernismo de entreguerras. Poemas como The Waste Land, de Eliot, donde, para decirlo con palabras de Feal Deibe, las ideas no hacen más que abocetarse y se salta sin transición de unas a otras”. Una opinión sugerente, sin duda, pero que no se acierta a desarrollar. Tras señalar que “lo que el autor cree escribir no determina el género de lo escrito” (“Notas sobre la revolución y guerra civil españolas” subtitula Unamuno su texto, y eso es lo que es), añade: “Fernando de Rojas creía escribir una tragicomedia y escribió una novela, Cervantes creía escribir un libro de caballería para acabar con los libros de caballerías y escribió una novela, James Mcpherson creía escribir una poema épico y escribió una novela, como advierte Hegel”.  Pues diga lo que diga Hegel el Fingal y los otros poemas gaélicos que Mcpherson atribuyó a Ossian no son más novela que la Ilíada o la Eneida y los libros de caballería son novelas (¿qué si no?) y si Fernando de Rojas creía escribir una tragicomedia eso fue lo que escribió.
            Pero estos detalles no disminuyen la importancia del volumen. Tampoco otros, muestras del no siempre fino humor de Juaristi (familiar a los lectores de sus poemas) o de la aproximación que a veces establece entre su biografía y la del biografiado. La famosa crisis que Unamuno padeció la noche del 21 al 22 de marzo de 1897 y que tan trascendental resultaría en su obra, según la mayoría de los estudiosos, la reduce a algo que conoce bien, “un vulgar ataque nocturno de pánico precedido de insomnio, con sudoración, disnea por hiperventilación y ligeras molestias en el pecho que el sujeto percibe como anuncio de inmediato infarto. Frecuentemente tiene secuelas fóbicas engorrosas que desaparecen al cesar la situación de estrés que lo causó. Como el número de los que lo padecen alguna vez en su vida se va acercando a la suma total de la población del planeta, los servicios hospitalarios de urgencia disponen hoy de ingentes cantidades de benzodiacepinas para despejar los pasillos y permitir el tránsito de heridos en accidentes de moto y peleas de discoteca, pero este tipo de recursos no existía a finales del siglo XIX”.
            ¿En dónde reside la importancia de este libro a pesar de sus salidas de tono? A Jon Juaristi, más que la literatura, le interesan la filosofía y la historia, especialmente la historia del nacionalismo. El surgimiento del nacionalismo vasco lo conoce mejor nadie, pero también ha estudiado con igual finura de análisis el nacionalismo español. La toma de partido en contra de uno y a favor del otro (la misma de Unamuno) casi nunca le resta valor y objetividad a sus análisis. Ni siquiera a Sabino Arana se le caricaturiza demasiado (y apenas tiene importancia el que, en la bibliografía, aluda a Alfonso Guerra como “político desaprensivo”). Parafraseando sus anteriores afirmaciones, podríamos decir que ha creído escribir una biografía y ha escrito una apasionante novela de ideas. El personaje de Unamuno a veces parece convertirse en solo un pretexto, y no siempre sale bien parado: ninguna de sus pequeñas miserias se atenúa. Es un ejemplo de intelectual que cree dirigir la historia y que en realidad es zarandeado por ella. Vivió de niño, como unas largas y apasionantes vacaciones, el cerco de Bilbao por los carlistas y la nostalgia de aquellos años le llevó a desear otra guerra civil, metafórica o no, que regenerara la vida española. La tuvo al final, como es bien sabido. Pero no fue precisamente la que él había soñado y con tanto fervor apoyó en un principio. Le salvó al final el discurso del Paraninfo, valeroso o temerario gesto al que Juaristi añade nuevos matices deducidos de la fotografía en que se ve a Unamuno abandonando la universidad. “Un bel morir tutta una vita onora”, como dice el conocido verso de Petrarca. 

martes, 9 de octubre de 2012

España contra Iberia, Pessoa contra Unamuno


Antonio Sáez Delgado
Fernando Pessoa y Espanha
Editora Licorne. Lisboa, 2012


Dos títulos recientes vuelven a poner de actualidad la cuestión de las relaciones entre Fernando Pessoa y nuestro país. Antonio Sáez Delgado, profesor en la Universidad de Évora, compendia sus investigaciones sobre el tema en Fernando Pessoa e Espanha; Jerónimo Pizarro reúne en Ibéria. Introduçao a Um Imperialismo Futuro (Ática) los dispersos fragmentos dedicados a una cuestión que siempre preocupó a los portugueses: la posible unión de los pueblos peninsulares.
            Las relaciones de Fernando Pessoa con España, país que nunca visitó, fueron escasas. Cierto que mantuvo relación epistolar con algunos poetas ultraístas, pero le ignoraron los nombres de primera fila más interesados por Portugal –Unamuno, Eugenio d’Ors–  y los que le conocieron apreciaron más su labor de crítico que de poeta. Ramón Gómez de la Serna, que vivió en Portugal algunos de los años más fecundos de su trayectoria literaria, le cita, equivocando el nombre, como uno más entre los escritores jóvenes.
            Adriano del Valle fue el único escritor español que conoció personalmente a Pessoa. Ocurrió en 1923, cuando el poeta andaluz visitó Lisboa en viaje de novios. Durante un mes se vieron casi diariamente. Pero Pessoa nunca le habló de su obra, sino de la de su amigo Mário de Sá-Carneiro, cuya poesía intentaba Adriano del Valle traducir y publicar en España.
            Tras la guerra civil. Adriano del Valle se convirtió en una de las más destacadas figuras literarias del nuevo régimen. En los años cuarenta, viajó con frecuencia a Portugal. Eran viajes oficiales, de exaltación de la amistad entre dos países regidos por un régimen fascista similar. Nunca entonces se acordó del autor de los heterónimos ni hizo nada por divulgar su obra en España. La memoria le vino, ya en los años cincuenta, cuando un pariente de Pessoa, Eduardo Freitas da Costa, que vivía en España, le preguntó por él. Freitas da Costa colaboraría más tarde en el número monográfico que la revista Poesía dedicó a Pessoa y que supuso la revelación de toda su plural grandeza para los lectores españoles.
            Antonio Sáez Delgado achaca el olvido actual de Adriano del Valle a su militancia falangista, a su estrecha relación con el régimen de Franco. Pero leemos su “Canto a Portugal”, un extenso poema que Sáez Delgado reproduce íntegro, y nos encontramos con un epígono de la retórica del modernismo. A Adriano del Valle, un poeta colorista y menor, no se le margina por su relación con el franquismo, sino que fue esa relación la que le permitió ocupar durante un tiempo un lugar muy superior al que le correspondía por sus méritos literarios.
            El desencuentro de Pessoa con España lo ejemplifica su relación con Unamuno. Le escribió enviándole la revista Orpheu, de la que estaba tan justamente orgulloso, y Unamuno, que mantenía correspondencia con todo el mundo y que tan atento estaba a cuanto ocurría en Portugal, ni siquiera le acusó recibo. A Unamuno eran otros nombres los que le interesaban: Texeira de Pascoaes, Eugénio de Castro, y esos fueron los poetas portugueses más divulgados en España en los años en que Pessoa realizó su obra.
            La preocupación iberista de Pessoa le llevó a un enfrentamiento con Unamuno que parece saldar viejos resentimientos. Pessoa, que fue además de poeta, muchas otras cosas, entre ellas un pensador político, soñaba con la unión de todos los pueblos peninsulares, con una nueva Iberia que tuviera en Europa y en el mundo el papel central que la península había tenido en el siglo XVI, en la época gloriosa de los descubrimientos. Pero esa unión no era una unión con España, todo lo contrario: solo sería posible con la desaparición de España, de la España imperialista. Sus palabras no dejan lugar a ninguna duda: “Portugal no quiere ser español, ni de una forma ni de otra. De los odios que la historia siembra, el odio del portugués al español imperialista es el único que nos ha quedado, porque el odio contra los franceses que nos invadieron con Napoleón y contra los ingleses que nos lanzaron el Ultimátum ya han pasado y han desaparecido”.
            Pessoa identifica a España con la Castilla que los portugueses derrotaron en Aljubarrota: “La primera nación enemiga de Iberia es España, en el sentido de la actual España: Castilla imperando antinaturalmente en un agrupamiento que no consiguió integrar, porque no integró a Galicia ni a Cataluña”.
            Para Pessoa el espíritu ibérico es una fusión del espíritu mediterráneo con el atlántico, “por eso sus dos columnas son Cataluña y la nación galaico-portuguesa”. Castilla sería solo una región de intercambio y de estabilización de esas dos influencias límites; su papel: ser “el del fiel de la balanza entre esas dos inclinaciones marítimas”.
            El iberismo de Pessoa no podía sino chocar con el de Unamuno, basado en la preponderancia de Castilla y su idioma. En una entrevista publicada en Portugal en los años treinta declaró: “Fui siempre contrario a la fragmentación de la Península. Estoy en desacuerdo con las aspiraciones separatistas de Cataluña, de las provincias vascongadas, mi tierra. Un sueño de poetas, de intelectuales… Si le pregunta a un campesino, a un comerciante catalán, a un hombre del pueblo, si quiere la independencia, verá lo que le responden”.  Y luego añade: “Pienso que vale más escribir en una sola lengua, en beneficio de la propia cultura, que permanecer encerrado en una lengua inaccesible, poco divulgada. ¿Qué ganan los catalanes escribiendo en catalán? ¿Qué ganan los vascos escribiendo en su lengua? La cultura catalana, finalmente, es conocida por sus escritores que escriben en castellano”. Incluso los portugueses –insinúa Unamuno–  ganarían escribiendo en castellano. Y Pessoa le responde con algo de exasperada sensatez: “El argumento de Unamuno es realmente un argumento para escribir en inglés, ya que esa es la lengua  más difundida del mundo. Si yo me abstuviera de escribir en portugués porque mi público es limitado, puedo escribir en la lengua más difundida de todas. ¿Por qué he de hacerlo en castellano? ¿Para que usted pueda entenderme? Es pedir demasiado para tan poco”.