martes, 30 de abril de 2013

Juan Bonilla, como si eso fuera poco


Juan Bonilla
Catálogo de libros excesivos, raros o peligrosos
Universidad de Sevilla, 2012
Prohibido entrar sin pantalones
Seix Barral. Barcelona, 2013


Malos tiempos estos para el periodismo cultural, como para tantas otras cosas. Juan Bonilla destacó muy pronto como “el más impertinente y el más inteligente” de los críticos de su generación (así se decía en la solapa de su primera recopilación, Veinticinco años de éxitos). Pronto daría el salto de los diarios de provincia (todavía se recuerdan sus colaboraciones en el suplemento “Citas”, del Diario de Jerez) y las minoritarias revistas literarias a los diarios de difusión nacional. Poeta, narrador, precoz cultivador de lo que no tardaría en conocerse como autoficción, maestro del ingenio, estaba como nadie dotado para jugar en corto, para ser solo autor, al igual que Camba o Monterroso, de “esos libros que, más que la deliberación del autor, compilan el azar o el tiempo, libros compuestos de fragmentos sin mucho orden ni concierto aparentes, que pueden abrirse por cualquier página y que en cualquier página ofrecen algo agradable o de provecho, libros sin género porque participan de todos los géneros, o de casi todos”, como escribe Javier Cercas en La verdad de Agamenón, ejemplar muestra de tal clase de misceláneas. Pero se trata de libros, que aunque resisten bien el paso del tiempo, no gustan a los editores y no permiten la profesionalización. Y por eso Juan Bonilla dio, en cuanto pudo, el paso a la novela, a pesar de la cita de Monterroso que había colocado al frente de su primera obra: “Un libro es una conversación. La conversación es un arte, un arte educado, y las conversaciones bien educadas evitan los monólogos muy largos, y por eso las novelas vienen a ser abusos del trato con los demás”.
            Nadie conoce a nadie, la primera novela de Bonilla, tuvo un cierto éxito y fue llevada al cine, pero bastantes lectores pensamos que le sobraba todo lo que tenía de novela, que lo que valía de ella eran sus abundantes digresiones, los poemas en prosa, las greguerías y los aforismos, todo lo que le sobraba al convencional lector de novelas.
            La crisis del periodismo cultural (los colaboradores literarios son los primeros que desaparecen, a no ser que se decidan a colaborar gratis, cuando un diario tiene problemas económicos) ha llevado a Juan Bonilla, obsesivo bibliófilo desde la adolescencia, a convertirse en librero de viejo, desprendiéndose de parte de su biblioteca. Los textos que redactaba para acompañar a cada volumen que ponía a la venta se reúnen en el volumen Catálogo de libros raros, excesivos o peligrosos, uno de esos fascinantes volúmenes que no se venden porque los editores han decidido que no se venden, no porque cuenten con menos lectores interesados que la mayoría de las novelas.
            No entiendo mucho de bibliofilia, pero sorprende de este catálogo el escaso interés de buena parte de los libros que se ofrecen (una historia del Barcelona, la primera edición del diccionario de María Moliner o de una novelita pornográfica, investigaciones eruditas sobre la Biblia), en contraste con las páginas siempre inteligentes y bien documentadas que Juan Bonilla les dedica. Da la impresión de que aprovecha para ofrecernos en ella los reportajes culturales que los periódicos han dejado de solicitarle.
            Uno de los capítulos de este volumen, el dedicado a la traducción al ruso del Gilgamesh realizada por el poeta acmeísta Nikolai Gumiliov, reaparece en la novela Prohibido entrar sin pantalones (la reutilización del material es un procedimiento muy característico de Juan Bonilla).
            Prohibido entrar sin pantalones (el título, no muy afortunado, procede de un cartel encontrado en la ciudad de México) recrea, de muy brillante manera, la vida del poeta Vladimir Maiakovski. Una vida trágica que da para muchas novelas, desde los enfrentamientos literarios y políticos de los tiempos anteriores a 1917, cuando los futuristas –encabezados por Maiakovski– se enfrentaban a simbolistas y acmeístas, hasta los años duros del estalinismo cuando el poeta –reconvertido en cantor del régimen–  se va enredando poco a poco en los hilos de la burocracia y el desencanto hasta el suicidio final.
            Un libro muy literario este Prohibido entrar sin pantalones que no sé si gustará demasiado a los lectores de novelas. Hay un equívoco en lo que a este género se refiere. La rutina editorial piensa que es el preferido por los lectores. Pero eso solo es verdad para cierto tipo de novelas, las novelas de género, las que buscan entretener y evadir de los problemas cotidianos, las que cuentan una historia, o varias historias, con su principio, nudo y desenlace, las que permiten identificarse con los personajes, llorar o luchar con ellos contra las corruptelas del capitalismo.
            Una obra como Prohibido entrar sin pantalones podría publicarse en una colección de biografías, y si se vendería menos es solo porque el editor dedicaría entonces un esfuerzo considerablemente menor a su promoción comercial.
            Juan Bonilla piensa que ciertas características de su personalidad literaria, como su versatilidad y su ingenio, le han perjudicado en lo que a la consideración crítica se refiere. A propósito de Gómez de la Serna (pero pensando en sí mismo) escribe en el Catálogo que se imputa “a quienes se rebajan a ser ingeniosos el pecado de no saber ser otra cosa, de ocultar su falta de profundidad en beneficio de la mera brillantez momentánea y servirse de esas facilidades que quién sabe dónde habrán adquirido para quedarse en la superficie o incluso incurrir en la banalidad”.
            Juan Bonilla, en muchas de sus páginas, se esfuerza quizá demasiado en demostrar que es algo más que un escritor ingenioso, interesado por todo, ocurrente e impertinente. Como si eso fuera poco.
            

lunes, 22 de abril de 2013

Fernando Savater, sociedad anónima



Fernando Savater
Las ciudades y los escritores
Debate. Barcelona, 2013


¿Ha escrito Fernando Savater todos los libros de Fernando Savater? Parece que no. Como en el caso de Isaac Asimov y otros conocidos divulgadores, su nombre se ha convertido en una marca registrada que avala y favorece la venta de productos en forma de libros elaborados por otros. La aventura del saber, por ejemplo, nos ofrecía los guiones de una apreciable serie de televisión dedicada a la divulgación filosófica. Para el lector habitual de Savater resultaba fácil distinguir las partes escritas por él (su estilo se reconoce incluso en una “carta al director” de cuatro líneas), muchas de ellas citas de diversas obras suyas, de aquellas otras redactadas por aplicados colaboradores.
            Con Las ciudades y los escritores, Fernando Savater da un paso más en la explotación comercial de su nombre. En este caso, no se trata ya de que el libro no lo haya escrito él (aunque se transcriban sus intervenciones en el programa de televisión, Lugares con genio, que sirve de punto de partida), sino que ni siquiera lo ha leído.
            Demostrar esta última afirmación está al alcance de cualquiera. Ya en el primer capítulo, “La Praga de Franz Kafka”, encontramos una prueba irrefutable: “También es muy interesante la cantidad de escritores marcados por la huella de Franz Kafka. Borges, por ejemplo, nunca menciona directamente haberlo leído, y sin embargo en sus historias, en la forma de plantearlas, en ese carácter de parábolas, de múltiples interpretaciones, es evidentemente un seguidor, lo sepa o no, lo quiera o no”. Pero Borges tradujo y prologó La metamorfosis (y a él se debe ese título en castellano, que no parece el más adecuado), titula “Kafka y sus precursores” uno de los más conocidos capítulos de Otras inquisiciones, se ocupa de Kafka en los tempranos Textos cautivos, le dedica uno de los tomos de su Biblioteca Personal. Sería ofensivo para Savater, buen conocedor de Borges, suponer siquiera que ignoraba eso, aunque presuntamente lo afirme.
            Seguimos. Al comienzo de “La Lisboa de Fernando Pessoa” se nos afirma que Portugal es un país de grandes escritores, como Camoens, Saramago y… Antonio Tabucchi. Pero ese es el menor error de ese desdichadísimo capítulo. Aquí Savater falla incluso en la elección de los expertos (cada capítulo incluye alguna entrevista con un presunto conocedor del tema). Miguel Uriondo, “con quien somos amigos desde hace muchísimos años” (“con”, sí, no “de”) afirma que, cuando Pessoa se matriculó en la Universidad, tuvo un profesor que le ayudó a escribir sus poemas y el Libro del desasosiego. Los estudiosos de Pessoa ignoran la existencia de ese secreto colaborador. Pero Miguel Uriondo, el buen amigo de Savater, parece poco de fiar. Afirma que, entre 1986 y 1989, pasaba seis meses al año en Portugal preparando una tesis sobre Pessoa y que por aquellas fechas sus libros eran “tremendamente” difíciles de encontrar porque no se habían reeditado y que no había “respeto por el gran poeta que es ahora” (sic). Pero en 1985, en la celebración del cincuentenario de la muerte de Pessoa, hubo innumerables homenajes, reediciones de sus obras, un gran congreso presidido por el presidente de la República (yo mismo asistí a él). Era difícil no tropezarse con los libros de Pessoa no ya en cualquier librería, sino en cualquier quiosco. Pero sigamos con el experto. Muy pocos contemporáneos de Pessoa apreciaron su valor, nos dice. Una de las excepciones “fue el magnífico poeta portugués José Vento”. ¿José Vento? Hay un poeta portugués que se llama José Bento, gran traductor de poesía española, pero no es un contemporáneo de Pessoa. Sí lo fue José Regio, que es suponemos a quien se refiere el “experto”.
            Claro que todavía más divertido es lo que nos cuenta el librero Joao Pimentel, algo que ni Savater ni ninguno de los autores de su presunto libro se ocupa de contrastar. El disparate aparece incluso en versalitas como título de uno de los capitulillos: “Pessoa, en botella grande de litro”. Joao Pimentel, tras afirmar que a Pessoa le gustaba el vino, no el café, nos cuenta lo siguiente: “En una fotografía que le dio a Ofelia, él está en el café A Brasileira, escribiendo, con la revista Orfeo y bebiendo un cóctel de vino Valderrío, que era una marca, una organización de despensas (sic) y tabernas. Se trata de la única fotografía con dedicatoria: Fernando Pessoa, en botella grande de litro”. El experto seleccionado por Savater y su equipo confunde la fotografía dedicada por el poeta a su novia con el famoso cuadro de Almada Negreiros en que aparece, sentado a una mesa de A Brasileira, con un número de Orpheu al lado. En la fotografía, de 1929, aparece en la taberna de Abel Pereira de Fonseca, apoyado en el mostrador, y en la dedicatoria hace un juego de palabras con “litro” y “delito”: “Fernando Pessoa, en flagrante delitro”. Quizá fue eso lo que dijo en portugués el entrevistado (la broma es muy conocida) y el apresurado traductor inventó lo de “en botella de litro”.
            No vamos a detenernos en todos los disparates pessoanos (casi uno por página), ya que no se trata de demostrar que los anónimos redactores de este libro no estaban muy capacitados, sino solo que Fernando Savater no lo ha leído. Una última muestra: “El café Martinho de Arcada, en el terreno do paso, muy cerca de la plaza de Comercio, quizá sea uno de los lugares más pessoanos”. Está claro que al apresurado escribidor Terreiro do Paço le suena a chino (y por eso escribe, con minúsculas, “terreno do paso”), ¿pero alguien puede imaginar que Savater ignore que no está muy cerca de la Plaza del Comercio, sino que es el nombre con el que se la conoce tradicionalmente?
            Continuemos. Hablando de “El País Vasco de Pío Baroja”, se nos dicen que los escritores del 98 tenían sus tertulias en los cafés, y que las más conocidas eran “las del café Gijón, la del Gato Negro, la de la Fontana de Oro, el Parnasillo o el Pombo”. Pero la Fontana de Oro es un café que desapareció en los años cuarenta del siglo XIX (Galdós lo hizo famoso en una novela) y el Parnasillo no es un café sino una tertulia que se reunía en el café del Príncipe en los años de Larra y Espronceda. Comparado con esto, que en Pombo se reuniera la generación siguiente ya no tiene importancia.
            ¿Habría dejado Savater el título de “La París de los existencialistas” para uno de los capítulos, de haber leído su libro, y no lo habría cambiado por “El París de los existencialistas”, según el uso habitual entre nosotros?
            El libro termina con un poema de Yeats muy conocido, “Cuando seas vieja” (como excepción se transcribe en verso, lo habitual es que los poemas, de Pessoa o de Neruda, se copien como si fueran prosa). Los versos finales dicen así: “inclinada al lado de las brasas acaso / murmures algo triste, que amor dio media vuelta, / se fue huyendo y anduvo por los picos más altos, / que su cara escondió entre un sin fin de epopeyas”.
            ¿Qué es eso de esconder la cara entre “un sin fin de epopeyas”? Nada, una tontería más de este desdichado volumen que en realidad no parece escrito por Savater ni por nadie, sino solo transcrito apresuradamente de unos programas televisivos. El verso final del emocionante poema de Yeats, variación de un soneto de Ronsard, dice: “and hid his face amid a crowd of stars”. No, no se esconde entre las “epopeyas”, sino entre las “estrellas”. ¿Ignora Savater el significado de “stars”?
            No ya las autoridades sanitarias, las propias empresas comerciales, cuando detectan que por descuido han comercializado un producto en mal estado (las famosas hamburguesas con carne de caballo), lo retiran de inmediato para intentar que no dañe demasiado su prestigio. ¿Hará lo mismo Mondadori, uno de los dos o tres grupos editoriales más importantes del mundo?
            Fernando Savater ha sido catedrático de Ética en la universidad española y es actualmente uno de los más solicitados divulgadores de esa disciplina, incluso ha escrito libros de mucho éxito sobre la materia dedicados a un público adolescente. No parece que predique con el ejemplo. Pero, sea cual sea su personal interpretación de la ética profesional, alguien debería sugerirle que no descuide tanto el control de calidad de los productos a los que vende o alquila su nombre. Podría arruinar el negocio.

lunes, 15 de abril de 2013

T. S. Norio: Poesía, centón y Wikipedia


T. S. Norio
De la poesía
Cambalache, Libros de la Herida
Asturias, Sevilla, 2012


Algunas de las más personales obras de Borges no las ha escrito Borges, solo las ha recopilado. Es el caso de la Antología de la literatura fantástica, del Libro del cielo y del infierno o de Cuentos breves y extraordinarios.
            Que con materiales ajenos se puede hacer un libro propio ya lo sabían los tratadistas antiguos. En el Centón nupcial de Ausonio todos los versos son de Virgilio, pero el erótico resultado nada tiene que ven con el casto vate mantuano, y en las “silvas de varia lección”, tan características de nuestra literatura áurea, se acarrean materiales tomados de muy diversa procedencia.
            De la poesía, de T. S. Norio (pseudónimo de Braulio García Noriega) se inserta en esa tradición. El más de medio millar de fragmentos que se reproducen en sus cerca de quinientas páginas se nos presenta como el material recopilado para la elaboración de un ensayo sobre las diversas funciones que la poesía ha cumplido a lo largo de la historia.
            Las preguntas a las que T. S. Norio pretendía dar respuesta a veces son muy generales (“¿para qué sirve la poesía?”) y otras muy concretas y algo pintorescas (“¿los poetas mayas eran ricos o pobres?”). Ningún libro las contestaba todas y por eso decidió escribirlo él. Pero pronto se vio desbordado y, a los nueves meses de sumergirse “en las ignotas aguas de la erudición”, decidió abandonar su trabajo y ofrecernos tal cual, sin más aportación propia que “algunas puntuales acotaciones entre corchetes”, toda la documentación que había recopilado. Toda, lo mismo la que presentaba algún interés que la que parece no tener ninguno. Nada de lo escaneado, fotocopiado o directamente descargado de Internet queda fuera.
Las fuentes de información son menos variadas de lo que a primera vista pudiera parecer. A una enciclopedia en seis tomos, El hombre en el mundo, publicada por editorial Noguer en los años setenta, recurre continuamente para recopilar los fragmentos sobre la función de la poesía en los pueblos primitivos; apenas hay página en que no aparezca. Con casi igual frecuencia se utiliza Una breve antología de poesías breves, publicada en la colección “La última canana de Pancho Villa”, publicación más o menos marginal a la que está ligado el propio García Noriega. Sorprende que los poemas tomados de esa antología –originalmente en inglés, en latín, en griego, en las más diversas lenguas– se reproduzcan siempre en castellano sin indicación del traductor.
            A T. S. Norio le gusta recurrir una y otra vez a los mismos libros: una Historia de la China antigua, de A. Montenegro, o a una antología de Poetas líricos griegos, publicada por Federico Carlos Sainz de Robles y publicada en la colección Austral. También se vale a menudo de su memoria: “referencia perdida” escribe tras una frase de Cocteau, de Rilke o de Cervantes. Y no duda en indicar que tal o cual texto se publicó en la revista Jano “en algún número de 197?”.
            Lo que más sorprende al lector es su constante empleo de la Wikipedia, ese inagotable recurso para los curiosos de cualquier tema. Por primera vez en la historia del ensayismo contemporáneo (aunque no en la de los trabajos de los estudiantes menos aplicados) no se limita a utilizar sus datos, contrastándolos con otras fuentes, sino que reproduce entradas completas, como la dedicada a “Versolaris”, o la “lista de poetas nacionales” (que, por cierto, incluye en Venezuela a Rómulo Gallegos, que no parece que fuera poeta). Claro que no es la única página de Internet saqueada literalmente: la biografía de Pío Muriedas procede, según se indica, de www.escritorescantabros.com.
            No estamos ciertamente en el mundo de Borges ni en el de la erudición académica. Este libro no es el destilado de muchos años de lectura y reflexión sobre un determinado tema. Se trata más bien de un algo caprichoso y arbitrario centón. ¿Qué sentido tiene copiar el índice completo de un libro de Álvaro Galmés de Fuentes, La épica románica y la tradición árabe? Tan poco sentido como reproducir parcialmente la entradilla a una entrevista con el psiquiatra Ramón Bayès (si intentamos descargarla completa nos piden 4,5 euros) o un artículo completo de Xuan Candamo (¿se incluye quizás porque su título está tomado de Eugénio de Andrade?).
            La arbitrariedad más absoluta, y a veces la desidia, parece haber guiado esta recopilación. Con el criterio del autor –y el recurso a la Wikipedia y a cortar de acá y de allá, venga o no a cuento– bastaría un mes, no los que se declaran en el prólogo, para que cualquier escolar medianamente aplicado pueda recopilar un volumen semejante.
            Doy algunas pistas: en la Antología de poesía primitiva, de Ernesto Cardenal, en las antología de poesía árabe, china o de poesía zen, a las que recurre constantemente, quedan muchos poemas que se podrían incluir con el mismo derecho y la misma poca o mucha pertinencia, que los ya seleccionados. ¿Y qué decir de Omar Khayyam? Se incluye una de sus Rubaiyat, como se podrían incluir media docena o cien o ninguna.
            Pero la magia de las misceláneas hace que, incluso en este libro (que cualquier editor sensato no habría pasado de considerar un muy incipiente borrador), podamos encontrar, dispersas entre la hojarasca, un buen puñado de maravillas.
            El poema “Auld Lang Syne”, de Robert Burns (en traducción de la que no se indica autor, pero sí que está tomada de la Wikipedia), otro memorable poema, “Invictus”, que Nelson Mandela tenía colgado en la pared de su celda, o tantos textos breves tomados de 365 pájaros tiene el cielo. Agenda poética o de la tan saqueada enciclopedia El hombre en el mundo. También nos sorprende gratamente de vez en cuando alguna anécdota, alguna curiosidad.
            Pero nos sorprende más la nota editorial colocada al final del prólogo: “No hemos querido adecuar –nos dicen los editores– el lenguaje a una perspectiva no sexista, pues entendemos que la selección del autor pretende realizar un muestrario del hecho poético a través de la historia en sus infinitas expresiones, también cuando las mismas tengan una carga machista, militarista, etc. Es lo que tiene hacer un inventario de la realidad…”
            ¡Menos mal que resistieron la tentación de “adecuar el lenguaje a una perspectiva no sexista”! Esperemos que, si editan La Celestina o el Poema de Mío Cid, la resistan también. 

lunes, 8 de abril de 2013

Eloy Sánchez Rosillo: Las iluminaciones


Eloy Sánchez Rosillo
Antes del nombre
Barcelona. Tusquets, 2013


Pocos poetas tan fieles a sí mismos como Eloy Sánchez Rosillo, pocos menos dados a experimentar, a jugar con el lenguaje, a buscar inéditos caminos, a dar trabajo a los especialistas. Abrimos un nuevo libro suyo y sabemos lo que nos vamos a encontrar.
            Para ciertos lectores, eso será un reproche. Para mí es el mayor elogio. Porque lo que nos vamos a encontrar en cada nuevo libro suyo es un puñado de poemas memorables, de los que nos emocionan y nos iluminan de la manera más directa, sin necesidad de intermediaciones críticas.
            Cierto que a veces la misma fórmula, idéntico vocabulario, deja de funcionar, y entonces el poema se convierte en una anécdota, en una fábula con moraleja o en una banalidad sapiencial de libro de autoayuda.
            Doy tres ejemplos de esos fracasos que, sin embargo, cumplen una función en el libro: mostrarnos que la poesía no es cuestión de fórmulas ni de habilidades retóricas, que nunca está garantizada, que más de cuarenta años de escritura poética –Sánchez Rosillo publicó su primer libro en 1978– no aseguran que el resultado final funcione.
            “La crecida” describe lo que indica su título: “Tres días sucesivos de diluvio. / En el cauce del río la corriente / iba creciendo poderosa, anchísima”. Abundan en el poema las frases banales (Rosillo no las teme): “caía el agua a cántaros”, “la gran crecida estaba ya llegando / a la altura del puente”, “era lo nunca visto”. El lector paciente espera hasta el final, que es donde muchas veces ocurre el milagro que lo ilumina todo y le da un nuevo sentido. Pero no. Había un intenso olor “a tierra removida, a barro, a cieno. / Para mí, aquel olor es lo que más hacía / que mi ciudad de pronto fuese otra”. Termina el poema y no aparece el poema.
            “La pesca milagrosa”, escrito en esa silva arromanzada tan grata a Antonio (y a Manuel, recordemos “Castilla”) Machado, recrea un pasaje evangélico y termina con una moraleja más propia de sermón rural que de poema.
            Ejemplo de poemas breves próximos al aforismo un tanto manido: “Solo has vivido de verdad si tuvo / mucho que ver con el amor tu vida”.
            Son los menos, aunque quizá los más ilustrativos para el análisis, estos poemas en que la fórmula no funciona y Sánchez Rosillo parece un aplicado imitador de sí mismo. Y a cada uno de ellos se le puede contraponer otro en que ese “no sé qué” del que hablaba Feijoo y que caracteriza a la verdadera poesía aparece. “La crecida” contrasta así con “La tormenta y Patroclo”, “La pesca milagrosa” con “Viejas historias”, “Única luz que alumbra” casi con cualquiera de los otros poemas de cuatro versos del libro.
            “Viejas historias” comienza con ese tono prosaico, coloquial, tan habitual en Rosillo: “Aquellos episodios de la Historia Sagrada / que de pequeño oía en el colegio / y que, en casa, más tarde, repasaba despacio / me fascinaban siempre”. Todo ese lento preludio sirve para acentuar la emoción de los versos finales, con su superposición temporal tan característica del poeta: “Por los viejos caminos pedregosos / de Judea y Samaria, bajo un sol de leyenda, / o en la ribera azul del mar de Tiberíades, / los ojos de aquel niño que yo fui / se cruzan con los ojos de Jesús cuando pasa”.
            Sánchez Rosillo gusta de reiterar unos pocos recursos. “Junto al mar” recrea el conocido poema de Juan Ramón Jiménez “El viaje definitivo” (“Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando…”). Cuando el poeta no vuelva al lugar al que vuelve todos los veranos, los jóvenes se seguirán amando “bajo la luna llena”. Pero serán –y ahí está la sorpresa del poema–  “los jóvenes de entonces”. El fantasmal regreso del poeta a la casa en que habitaba se narra en “Mucho después de mí”.
            El poema “La pared” tiene una nueva versión en “Cuando miras despacio”. Mirar, mirar lentamente cualquier cosa, basta para que se llene de historias y se convierta en el centro del mundo. En uno de los poemas el autor camina distraído y, al pasar “ante una frutería cochambrosa y oscura”, le sorprende un cesto de manzanas: “Estaban allí juntas, apretadas, conformes, / y todas sonreían”.
            La luz, los colores, el milagro de la mirada (“Por estos ojos salgo yo a la vida”) son protagonistas Antes del nombre: “Une entre sí la luz todas las cosas / con un hilo de oro”. También el sucederse de las estaciones, el amanecer, el silencio y el canto de los pájaros. “Para escuchar el canto del jilguero / vine yo al mundo”, comienza un poema que termina con estos versos: “No hay misterio más hondo que aquel pájaro / y su canto que vibra en el árbol del tiempo”.
            Abundan los poemas memorables en este nuevo y viejo libro de Sánchez Rosillo. El epitafio significativamente titulado con un hipocorístico, “Luci”, con su “verdad que no muere / y que eterna refulge” contra todas las evidencias. O “Como el viento en la noche”, en el que el poeta vuelve fantasmagóricamente a la acacia de su infancia, “perdida en el silencio de los campos”, para abrazarla y darle compañía “hasta que empiece a despuntar el alba”. O tantos poemas que nos dejan entrever otra realidad tras la realidad, un tiempo sin tiempo, “la rosa infinita de alegría y asombro” que se abre –eso sueña el poeta y eso nos hace creer mientras duran los versos–  tras la muerte.
            Un libro para todos los lectores, un libro que no busca el asombro ni la admiración de los entendidos, pero que nos seguirá emocionando, asombrando y admirando en cada lectura.

martes, 2 de abril de 2013

Juan Ramón y la subvencionada chapucería


Juan Ramón Jiménez
Poesía escogida, I (1908-1912)
Conferencias, I
Visor Libros. Madrid, 2012


En 1956 murió Zenobia; en 1958, Juan Ramón Jiménez. Cincuenta años después se conmemoró la efemérides con multitud de actos y abundante dinero público. Lo que debía quedar de esa celebración era una edición de toda la obra de Juan Ramón Jiménez, la que publicó en vida y la que dejó inédita, en volúmenes sueltos, elegantemente impresos de acuerdo con su sobrio estilo y prologados por conocidos escritores. La edición, ordenada y dirigida por Javier Blasco y Francisco Silvera, la coordinaba Antonio Piedra y en ella colaboraron el Comité organizador para el Trienio Zenobia-JRJ, la Diputación de Huelva, la Fundación Jorge Guillén, la Junta de Andalucía y la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales.
            En 2006 apareció el primer volumen, Rimas, prologado por Ángel González. Todavía siguen apareciendo nuevas entregas, que nadie lee, que nadie parece haber leído antes de darlas a la imprenta, ni el director de la colección ni ningún responsable de las abundantes entidades colaboradoras.
            Poesía escogida I (1908-1912) se titula uno de los últimos volúmenes aparecidos. Eso es lo que se lee en la cubierta, pero la portada dice otra cosa: Prehistoria poética de JRJ (1895-1902), Primeras poesías (1898-1902), Arte menor (1909-1922), Esto (1908-1911). Y si miramos el índice vemos que, en un apéndice (hay numerosos apéndices, con diversa numeración y sin explicación ninguna), se incluyen “Nubes sobre Moguer (1896-1902)”, “Violeta del naranjal y ninfeas del pantano (1896-1902)” y “Roces de otras voces (1896-1902)”. Una nota previa nos indica que se trata de un proyecto de investigación titulado “Reconstrucción de los libros de poesía de Juan Ramón Jiménez (que quedaron inéditos a la muerte del poeta) a partir de los documentos de sus archivos”, proyecto que tiene un responsable académico (Javier Blasco), otros científicos (Teresa Gómez Trueba y Francisco Silvera Guillén) y numerosos colaboradores. Y parece que como no encontraron medio mejor de publicar sus investigaciones las incluyeron en uno de los tomos previstos para la magna edición del cincuentenario, sin importarles que ni el título ni las fechas coincidieran.
No es el único caso de esos desajustes. Abrimos el tomo 22, que lleva en cubierta el título Poesía escojida V (1936-1956) y nos encontramos con este otro título en la portada En el otro costado (1936-1942). Da la impresión de que alguien presentó la lista con los títulos de los 47 tomos previstos, más uno de índices, sin saber muy bien lo que se iba a incluir en ellos y que luego, una vez aprobada la subvención, esos títulos no se podían modificar, aunque no se correspondieran con el contenido.
De esos cinco títulos de poesías escogidas, los dos primeros se escriben con la ortografía académica y los tres siguientes con la peculiar ortografía del poeta. Quizá la razón fuera que en sus primeros libros Juan Ramón aún no la había adoptado, pero entonces no se explica que en Poesía escogida II leamos en uno de los poemas “de vez en cuando, en un jesto rápido y único”.
Una de las peculiaridades de estas Obras de Juan Ramón Jiménez es que los criterios generales de la edición no se publican en ellas, sino en un número de la revista Cuadernos Hispanoamericanos, correspondiente a julio-agosto de 2007 (los criterios de cada uno de los tomos, tan necesarios, no se publican en ninguna parte).
Pero no acaban aquí los disparates de una edición financiada con dinero público. Entre los prólogos, encargados a conocidos escritores, algunos de ellos incluso admiradores y buenos conocedores de la obra de Juan Ramón Jiménez, abundan los dislates más o menos divertidos. José María Conget se encarga de prologar uno de los Libros de Madrid, pero a él lo que le apetece es otra cosa y aprovecha que en un párrafo Juan Ramón menciona la palabra Nueva York para hablar de la relación del poeta, no con Madrid, sino con Nueva York (recuerda a aquel alumno al que en un examen le preguntaron por Manuel Machado y como él había estudiado al otro Machado escribió “Manuel Machado era hermano de Antonio Machado. Antonio Machado es autor de…” y completó el examen hablando solo del autor de Campos de Castilla).
Pero de todos estos prólogos el que se lleva la palma es el de Antonio Orejudo a Conferencias, I. Comienza indicando que nunca le ha interesado la figura de Juan Ramón Jiménez. Todo le molesta en él, comenzando por su sintaxis y su afán de corregir, pero lo que más le molesta son “sus faltas de ortografía” que le hacen “tropezar durante la lectura”.
¿Faltas de ortografía Juan Ramón Jiménez? Antonio Orejudo no se ha enterado de la diferencia entre las faltas de ortografía y el uso de diferentes sistemas ortográficos (a la ortografía del poeta la llamará más adelante “infantil y genialoide”). Como muchas personas más o menos cultas, Antonio Orejudo ignora que la ortografía es algo convencional, que ha ido cambiando a lo largo del tiempo, que seguirá cambiando, que es producto de discusiones y acuerdos. Juan Ramón Jiménez, con muy buen criterio, discrepaba de ciertas normas académicas y proponía otras más racionales y respetuosas con el espíritu de la lengua. No se tuvieron en cuenta, pero su empeño en mantenerlas tiene un gran valor pedagógico: nos muestra lo convencional de la ortografía (los libros editados en distintas épocas tienen ortografía distinta y no por eso “dañan la vista” ni “destrozan el idioma”.)
A Antonio Orejudo no le interesa Juan Ramón Jiménez y está en su derecho. ¿Pero a qué perder el tiempo él y hacérnoslo perder a nosotros prologando un libro del poeta?
“En las conferencias de este volumen no vamos a encontrar a un pensador. Jiménez no lo es y, francamente, tampoco lo pretende”, escribe Orejudo. “Y sin embargo estas piezas me han interesado”, añade. Respiramos tranquilo. ¡A Orejudo le interesa Juan Ramón Jiménez! Y desea lo mejor para él: “Ojalá que a Jiménez no le suceda lo mismo que a Bécquer y a Lorca, quienes jamás se recuperarán del daño que les han inflingido sus adeptos”.
Luego demuestra no haber entendido nada de las conferencias. En la línea institucionista escribe Juan Ramón: “Preso han tenido siempre la aristocracia y la burguesía españolas, ayuno de todo, al pueblo, que entiende mejor que ellas a San Juan de la Cruz y a todos los poetas, aristocráticos por poetas y por amigos del pueblo auténtico”. Candorosa y falsa le parece a Orejudo esa observación “como sabe cualquiera que haya intentado enseñar poesía en un instituto o incluso en la universidad”.
 Y a continuación le acusa de no decir “ni una palabra de la situación real del pueblo real, de sus infrahumanas condiciones económicas, de su analfabetismo, de su sometimiento al poder, asuntos que sí trataron otros intelectuales y artistas de la época”.
Qué atrevida es la ignorancia. Y qué poco aprecian su prestigio intelectual Javier Blasco, Francisco Silvera y los otros responsables de esta edición de las Obras de Juan Ramón Jiménez que tan bien representa la despilfarradora chapucería de una época que no debería volver a repetirse.