miércoles, 2 de octubre de 2013

Boris Cyrulnik: Sin odio ni perdón

 
Sálvate, la vida te espera
Boris Cyrulnik
Debate. Barcelona, 2013.
  
Hay títulos poco afortunados, y el del último libro del psiquiatra francés Boris Cyrulnik es uno de ellos. Sálvate, la vida te espera (en el original ligeramente distinto, pero no mejor: “la vie t’appelle”) parece remitir a un manual de auto-ayuda o a una novela popular.
            Y de alguna manera es la primera de ambas cosas, como lo era Los patitos feos, la obra que hizo popular al autor, una obra sobre “la resiliencia” y cuyo subtitulo resumía la tesis central: “una infancia infeliz no determina una vida”.
            Sabía bien Cyrulnik de qué hablaba al afirmar tal cosa, y en Sálvate, la vida te espera se pone a sí mismo como ejemplo. El resultado podría haber sido solo una conmovedora autobiografía, y de alguna manera lo es, pero es también mucho más.
            Boris Cyrulnik nació en Burdeos en 1937, sus padres murieron en los campos de concentración. Él se salvo, en primer lugar, porque, dos días antes de ser detenida, en julio de 1942, su madre le confió a la Asistencia pública. Hubo luego, antes de que acabara la guerra, varias rocambolescas peripecias, entre ellas el que una noche le despertaran hombres armados dispuestos a hacer desaparecer a todos los niños como él “para que no se convirtieran en enemigos de Hítler”.
            Pero el libro no se limita a contar, a recrear lo vivido. A cada paso, casi a cada frase, el memorialista se interrumpe para dejar lugar al ensayista y analizar los mecanismos de la memoria. No todos los verdaderos recuerdos son recuerdos verdaderos, a menudo han sido inconscientemente reconstruidos a partir de algún dato cierto. Y hay hechos importantes no han dejado, o no parece que hayan dejado, ninguna huella en la memoria.
            Contar la vida, contarse la vida es fundamental para sobrevivir. Pero “relatar la vida no es exponer una cadena de acontecimientos, sino organizar nuestros recuerdos para poner en orden la representación de lo que nos ha sucedido”.
            El niño maltratado se refugia en el silencio y en las historias que se narra a sí mismo. Durante años, Boris Cyrulnik fue incapaz de hablar de lo que le había pasado. De su madre guardaba algún recuerdo hermoso, de su padre apenas si sabía sino que se había alistado en la legión extranjera para luchar por Francia antes de desaparecer. En 1967, cuando era un joven interno en el hospital de La Pitiè, el médico que pasaba visita se sorprendió al oír su nombre. Al terminar, se detuvo delante de él y le dijo: “Su padre se llamaba Aaron”. Cyrulnik se lo confirmó y le preguntó que cómo lo sabía. “Antes de la guerra militábamos los dos en un movimiento antifascista”, fue la respuesta. Acababa de encontrar a una persona que podía darle datos sobre su padre, del que no tenía más que un certificado de desaparición en Auschwitz. El médico le dio su tarjeta y le pidió que fuera a verle. Nunca lo hizo: “Tenía la impresión de que si iba a hablarle de la muerte de mi padre, me vería obligado a explicar la pérdida de mi familia… ¿Qué haría con todas esas desapariciones, con todas esas pérdidas sin duelo? ¿Llenaría la cripta de mi alma con recuerdos de los que en aquella época nadie quería hablar? ¿De qué servía revivir un sufrimiento ante el que nada se podía hacer? La negación me protegía a un precio muy elevado”.
            Cuando Boris Cyrulnik nos habla de su historia particular nos habla también de la historia general. Su caso no era el único: hubo otros cientos de niños franceses que sobrevivieron al holocausto y que también callaban para no ser aplastados por el peso de lo que habían vivido y para no molestar a los muchos buenos franceses que había colaborado con el exterminio judío.
            Solo en los años ochenta, cuarenta años después, Boris Cyrulnik, ya un prestigioso neurocirujano, fue capaz de enfrentarse con su pasado; solo por esas mismas fechas, con el proceso a Maurice Papon, un alto funcionario del gobierno de Vichy, Francia fue capaz de mirar de frente a su pasado colaboracionista.
            Sálvate, la vida te espera resulta ser finalmente lo que anuncia su título: un libro de autoayuda. Pero eso no supone minusvaloración ninguna, sino todo lo contrario. No se trata de un compendio de banalidades psicológicas y de buenos consejos.
A partir de un caso particular que conoce bien, el suyo propio, Boris Cyrulnik nos habla de los mecanismos de la memoria y de las sutiles astucias necesarias para sobrevivir. El pasado se reelabora desde el presente, la memoria no es un historiador fiel que se atiene a los hechos, el relato que en cada etapa nos hacemos de nuestra vida no resulta, a menudo, sino un cuento “basado en hechos reales”. Para crecer necesitamos olvidar los hechos traumáticos o camuflarlos bajo un relato que los haga soportables, pero para seguir creciendo –para ser plenamente adultos– llega un momento en que necesitamos enfrentarnos a ellos.
            Sobre las víctimas que se avergüenzan de haber sido víctimas, sobre el poder protector del silencio y el poder curativo de la palabra, sobre la comprensión sin perdón y sin odio, sobre la historia de un superviviente y la de un país que ha necesitado décadas para enfrentarse a su pasado reciente habla este libro. También sobre la historia de España y la de cualquiera de nosotros. Un libro de una lucidez hiriente y, a la vez, consoladora. Nos hace más lúcidos y, por eso mismo, más humanos.

            

9 comentarios:

  1. Isabel García Alonso2 de octubre de 2013, 23:16

    Autor de imprescindible lectura para quienes trabajamos con menores que han vivido o viven infancias difíciles. Él me ha enseñado a escucharles. El relato, dice, permite con frecuencia remendar el yo herido expresando las cosas indecibles, dando la palabra a los fantasmas.Tan pronto como el herido encuentra a la persona a la que dedicar la representación en palabras de lo que sucedió, empieza a recuperar el control de su historia, este trabajo es lento y necesita una sucesión de encuentros. Pero para los niños que han sufrido una carencia toda elección es una crisis, dudan que merezcan ser queridos a la vez que temen la soledad. Lo que expulsa a un niño de su cultura es lo que el oyente deja “que se le escape” al oír el relato. Lo que importa no es lo que ocurrió, sino el sentido que atribuimos al acontecimiento al recordarlo. ("El murmullo de los fantasmas. Volver a la vida después de un trauma").


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    1. Un niño sin trauma pero porque le quitan la vida. Ficción de VASILI GROSSMAN, periodista del Ejército Rojo, en la novela “Vida y destino” (traducción del ruso de Marta Rebón. Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona 2007). En algunos capítulos, el homenaje a la mujer que enfrentada al peor de los horrores, el que sufre un niño, es capaz de domeñar el poderoso instinto de supervivencia.

      Sofia Ósipovna, acaba de ocultar su profesión de médico para seguir adoptando de urgencia a David, el niño al que ella, sin hijos, descubrió solo en el vagón. Escuchando la música clásica de la orquestilla de presos que da la bienvenida, caminan ahora juntos en la columna hacia las cámaras de gas; David, con un juguete vivo en el bolsillo.

      « […] Cuando la música sonó de nuevo, David sintió el deseo de sacar la caja de cerillas del bolsillo, abrirla un instante, para que la crisálida no cogiera frío, y enseñársela a los músicos. Pero después de dar unos pasos no volvió a pensar en las personas que estaban sobre la tarima. Sólo habían quedado la música y el resplandor en el cielo. Aquella melodía triste y potente llenaba su corazón hasta el borde, como si fuera una tacita, del deseo de volver a ver a su madre, a esa madre que no era ni fuerte ni tranquila, que se avergonzaba de haber sido abandonada por el marido.

      [...] La muerte se cernía sobre él tan inmensa como el cielo, y el pequeño David caminaba hacia ella con sus piernas pequeñas. A su alrededor sólo quedaba la música, detrás de la cual no podía esconderse, a la que no podía aferrarse, contra la que no podía golpearse la cabeza.

      La crisálida no tiene alas ni patas ni antenas, ni ojos siquiera; está en la cajita, estúpida, confiada, y espera.

      ¡Basta con ser judío y ya está!

      [...] Cuando cesó la música, Sofia Ósipovna se secó las lágrimas y dijo:

      –Muy bien. Eso es todo.

      Luego miró la cara del niño; incluso ahora, tan asustada, se distinguía su expresión particular.

      –¿Qué tienes? ¿Qué te sucede? –gritó Sofia Ósipovna, tirándole bruscamente de la mano–. ¿Qué te pasa? Vamos al baño, eso es todo.

      Cuando antes le habían preguntado si había algún médico entre ellos, Sofia Ósipovna no contestó, oponiéndose a una fuerza que le resultó repugnante.

      El pequeño David despertaba en ella una ternura particular que nunca había sentido respecto a otros niños, aunque siempre le habían gustado. En el vagón, cuando le daba un trozo de pan, David volvía su cara hacia ella en la penumbra y ella sentía deseos de llorar, de estrecharlo contra sí, de cubrirlo de besos rápidos y abundantes, como suelen hacer las madres con sus hijos pequeños; en un susurro, para que él no la oyera, repetía: “Come, hijo mío, come”.

      Le hablaba poco; un extraño pudor la empujaba a esconder el sentimiento maternal que suscitaba en ella. Pero se daba cuenta de que el niño la seguía con mirada inquieta si cambiaba de sitio en el vagón y que se tranquilizaba cuando ella estaba a su lado.

      Sofia Ósipovna no quería reconocer cuál era el motivo por el que no había respondido a la llamada de los médicos, por qué había permanecido en aquella columna, ni el sentimiento de exaltación que la había invadido en aquellos instantes.

      […] Luego el camino se alejaba de las alambradas y conducía a una construcciones bajas de techo liso; desde lejos aquellos rectángulos de paredes grises y sin ventanas le recordaban a David sus enormes cubos de madera, eso cubos a los que se les habían despegado las imágenes.

      La columna torció, y por el hueco que se había abierto entre las filas David vio las construcciones, que tenían las puertas abiertas de par en par. Sin saber bien por qué, sacó del bolsillo la cajita con la crisálida y, sin despedirse, la tiró a un lado. ¡Que viva! »

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  2. Muy interesantes observaciones.

    JLGM

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  3. Una vez conocí a un psiquiatra judío con una historia similar. Había escapado de niño de Chekoslovakia (me parece que ése era su país) justo antes de que entraran los alemanes. Creció en Alexandria (Egipto), estudió su carrera en Italia y la desarrolló en en Reino Unido. Una vez tuvimos una conversación de tú a tú.
    También, en otra ocasión, conocí a otro psiquiatra judío, más joven, con una historia muy diferente. Había luchado en la guerra en Suráfrica, y como muchos soldados supervivientes nunca hablaba de ella, así que no le extrañó que cuando le comenté que mi abuelo había estado en Marruecos y en la Civil y tampoco lo hiciera.
    La vida no resulta fácil ni para niños ni para adultos, aunque se espera que los primeros se encuentren más indefensos, y, normalmente, es así.
    Pienso que nadie debe obligar a hablar a nadie, a no ser que se le esté cuestionando por un crimen o delito.
    Buscaré ese libro y lo leeré. El artículo me resultó interesante.

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  4. Tengo una pantalla tan pequeña (esto es un notebook) que casi no veo la sintaxis. Hay un error en el comentario anterior. Disculpe.

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  5. Un error fácilmente subsanable: "y tampoco lo hacía". Interesante comentario.

    JLGM

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  6. El dedo en la llaga20 de agosto de 2016, 0:19

    Ese señor sale en este reportaje:
    https://www.youtube.com/watch?v=nq_i0uLyoOQ

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  7. “No hay paz sin justicia, ni justicia sin perdón [...] el perdón se opone al rencor y a la venganza, no a la justicia.”

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  8. ¡Permítete perdonar!

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