jueves, 17 de octubre de 2013

Lorenzo Silva: Siete ciudades y un montón de huesos

Siete ciudades en África.
Historias del Marruecos español
Lorenzo Silva
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2013.


Como las personas, también los países tienen episodios de su pasado que prefieren no recordar. Bélgica cuenta entre el escaso número de sus monarcas con uno de los mayores genocidas de la historia y buena parte de sus grandes fortunas decimonónicas crecieron con el fango y la sangre de la colonización del Congo.
            En España, durante cuarenta años, tratamos de olvidar, o de pasar sobre puntillas, una parte de la barbarie de la guerra civil, la cometida por los vencedores. No se ha conseguido finalmente, aunque buen empeño se puso, y aún se pone, para que así fuera.
            Las consecuencias de otra guerra incivil sí que se han olvidado. El Barranco del Lobo, Annual, Alhucemas son nombres remotos que ya podemos escuchar, al contrario que nuestros abuelos, sin temor y temblor, como un capítulo más de la historia de España, o quizá solo una nota a pie de página. Una vez se intentó pedir responsabilidades y la consecuencia fue una dictadura para tratar de tapar, entre otras cosas, los negocios del rey.
            Aquel primer dictador, Miguel Primo de Rivera, se refirió en un discurso, aludiendo a los militares, a los de “nuestra profesión y casta”, expresión que irritaría especialmente a Unamuno. Y el primero de esa casta, que se sentía superior y al margen, era en aquellos años Alfonso XIII.
            El novelista Lorenzo Silva se ha ocupado más de una vez del llamado Marruecos español. En Siete ciudades en África el protagonismo no recae en los dos Estados que separa el estrecho de Gibraltar: “Las fronteras se mueven, las ciudades, en cambio, permanecen”. De las siete ciudades de las que se ocupa el libro, dos son españolas y las otras cinco marroquíes. Hasta 1956, todas ellas estaban bajo dominio español en un peculiar sistema colonial que se llamó “Protectorado”.
            Y quizá el nombre resultaba más adecuado de lo que pudiera pensarse. Para proteger, entre otros, el negocio de las minas de hierro cercanas a Melilla, uno de cuyos principales accionistas parece que era el propio rey, murieron en aquellas tierras miles y miles de jóvenes españoles, reclutados a la fuerza entre las clases más desfavorecidas (“la eterna carne de cañón” de la que habló Manuel Machado); para eso, y también para que una parte de la “casta” militar consiguiera ascensos rápidos por méritos de guerra y a la vez se enriqueciera con el negocio de los suministros y otras turbias actividades.
            La retórica nacionalista, que hablaba de civilización y barbarie, cegó a muchos, pero no a todos. Desde el principio hubo quienes vieron claro, aunque sus palabras sirvieran para poco. Ángel Ganivet, en su Idearium español, de 1896, fue uno de los pioneros en la denuncia del colonialismo: “Se parte de Europa con ideas de redención y se llega a África con ideas de negociante; y al regreso no se aplaude al que ha trabajado más para mejorar la suerte de la raza negra, sino al que ha matado más o ha amasado más crecida fortuna”. Sus palabras llegaron a ser proféticas: “¿Puede darse absurdo mayor que una empresa colonial de España en África? Más tarde recibiríamos el pago: un desastre económico, una guerra civil, otro ensayo republicano, un nuevo ataque a nuestra independencia, cualquiera de esas cosas y otras peores a elegir”.
            La historia que nos cuenta Lorenzo Silva no es una historia de buenos y malos. Nunca se muestra panfletario. Escribe con simpatía hacia un territorio secularmente disputado y hacia unas gentes, musulmanes, judíos y cristianos, que en ocasiones, cuando no se entremezclaron las ambiciones políticas de unos y de otros, lograron convivir en paz.
            El método elegido para referirnos esa historia, dando el protagonismo a las ciudades –Ceuta, Larache, Tetuán, Xauén, Melilla, Nador, Alhucemas– hace que algunos acontecimientos importantes se nos cuenten, no de una vez, sino por partes, como en una apasionante novela de intriga. Una novela en la que se procura dar voz a todos los protagonistas. La llegada de la Legión en socorro de Melilla, tras el desastre de Annual, la vemos primero con los ojos del entonces comandante Franco en su Historia de una bandera y luego con los de Arturo Barea en La forja de un rebelde.
            No, no es panfletario Lorenzo Silva, buen divulgador de unos hechos que siente muy cercanos, pero sí toma partido.
El epílogo del libro no se ocupa de una ciudad, sino “de un rojizo promontorio” a medio camino entre Nador y Alhucemas, y es un acta de acusación. En el verano de 1921 lo defendían unos trescientos soldados españoles junto a un número indeterminado de miembros de la Policía Indígena. Todos fueron exterminados, con su comandante al frente, en un ataque de la harka de Abd el-Krim. Los cadáveres se pudrieron al sol hasta que el sargento Francisco Basallo pidió y obtuvo permiso de Abd el-Krim para enterrarlos; lo hizo junto con una brigada de prisioneros y lo cuenta en su libro Memorias del cautiverio. Pero cuatro años después, en vísperas del desembarco de Alhucemas, se bombardeó aquel promontorio, incluida la loma donde se había sepultado a sus defensores.
Y allí siguen, casi noventa años después, entre trozos de alambrada y de correajes, “cientos de diminutas esquirlas de hueso” junto a fragmentos de esqueleto claramente reconocibles. “Otro país –escribe Lorenzo Silva– consideraría necesario poner un monolito o algo en ese lugar donde, con razón o sin ella, dieron todo lo que tenían varios cientos de españoles y marroquíes”. Pero este país no lo hará, añade: “ni siquiera sabe que esos huesos están allí, desmenuzados por los propios cañones”.
            Las líneas finales abandonan el tono neutro y objetivo que se ha querido dar al relato: “Ya que no tendrán ningún reconocimiento oficial, el nieto de uno de esos jóvenes enviados a África que tuvo la suerte de sobrevivir, y tener así descendencia que pudiera recordarle, deja constancia aquí de su sacrificio”.
            Un sacrificio inútil, como tantos otros, o peor que inútil, muy provechoso para unos pocos. El nacionalismo español mostró en Marruecos su cara más codiciosa, estúpida y cruel. Lorenzo Silva no formula explícitamente esa conclusión, pero es difícil extraer otra de sus lúcidas y bien documentadas páginas.
           

            

1 comentario:

  1. Encontré una flor en el barro,
    estilizada, frágil,
    con escarcha en los pétalos,
    solitaria,
    empeñada en abrirse al cielo
    a pesar de su pequeñez.
    Ojalá no te marchitaras nunca,
    florecilla intrépida.

    © María Taibo

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