sábado, 27 de diciembre de 2014

Benjamín Prado: Directo al corazón


Ya no es tarde
Benjamín Prado
Visor. Madrid, 2014.

La mala literatura está llena de buenos sentimientos y por eso comenzamos el nuevo libro de Benjamín Prado –tan claro, tan celebrativo– con cierta prevención. A ello se añade otro prejuicio. Del mismo modo que Ramón Gómez de la Serna transformaba cualquier género literario en una sucesión de greguerías, Benjamín Prado convierte todo lo que toca en un conjunto de ingeniosos, brillantes, contundentes aforismos. No otra cosa es el texto inicial de Ya no es tarde, “Cuestión de principios”, continuado en el que cierra el libro, “Punto final”, ambos una serie anafórica que intenta formular su poética, sus pretensiones a la hora de escribir: “Un poema que diga también lo que no dice. / Un poema que escuche a quien lo lee. / Un poema que diga que el que cierra los ojos / es cómplice de aquello que no ha querido ver”.
            ¿Hay solo anécdota sentimental e ingenio en el nuevo libro de Benjamín Prado? “Nunca es tarde para empezar de cero”, leemos en el primer verso de un poema. Y continúa: “llega María, acaba el invierno, sale el sol”. Los juegos de palabras no tardan en aparecer: “y de pronto la puerta no es un error del muro / y la calma no es cal viva en el alma”.
            En el poema “María y el fantasma” nos encontramos con un fantasma bien conocido que llega no para asustar sino para dar buenos consejos: “Existen ciertas noches en las que Ángel González / olvida que está muerto / y entra en casa, / enciende un cigarrillo, / jugamos a poner las cartas boca arriba”.
            Ya no es tarde es un libro de poemas de amor en el que se hace un sitio a la poesía social –“Poesía social” se titula uno de los poemas; otros, “Los camaradas”, “Tablón de anuncios”–, ya que “el amor se parece a las otras libertades / en que a todas les siguen los mismos enemigos”. Benjamín Prado, muy en su estilo, elogia a los poetas sociales recurriendo sorpresivamente al palíndromo: “Cuando oían que nada es verdad para siempre / que todo se transforma con decirlo al revés, / del modo en que el azar se hace la raza / o el líder el redil / o el animal la lámina, / contestaban que era posible un mundo / en que se pudiese cambiar de dirección / sin cambiar de sentido / –como aviva, / como oro, como radar, como ala…”
            Un libro de amor con preocupaciones sociales y lleno de literatura, como no podía ser de otra manera tratándose de Benjamín Prado. La familia de la que se nos habla en “Libro de familia” la forman los escritores leídos y releídos, los que nos han hecho ser lo que somos: “He aprendido a nadar en los libros de Conrad; / a huir en los poemas de Vallejo y Rimbaud. / Hablo cualquier idioma. Vivo en todas las épocas. / Me llamaban Machado: / mi tumba está en Colliure”. El largo poema se convierte así en un personal recorrido por la historia de la literatura.
            La pareja de amantes se pasea por la Lisboa de Pessoa y la Ginebra de Borges, visita la tumba de Auden y la casa de Juan Ramón Jiménez en Coral Gables. Los poemas son gratos de leer, pero bordean la circunstancial poesía viajera. No ocurre eso con “Tu nombre quemará mis labios para siempre”, el poema dedicado a Jerusalén, uno de los más destacados del libro.
            Se lee con gusto esta celebración de un amor tardío, siempre en un agradable tono medio y de vez en cuando –entre aforismos y alguna greguería: “los calcetines como liebres suaves; / las tijeras / que son / dos ríos amarrados”– con un chispazo de punzante e inédita verdad. Pero de pronto –el libro está a punto de terminar con la habitual hipérbole sobre la eternidad del amor (“Cuando África amanezca / cubierta por la nieve / y en los cuadros de Goya luzca el sol. / El día en que las águilas se vuelen de los dólares, / y Pompeya despierte / de su sueño a la sombra del volcán, entonces, / solo entonces, / dejaré de quererte”)– nos encontramos con un poema distinto, el poema más extenso del libro, que nos golpea directamente en el corazón.
            Se trata de una elegía. El tema resulta propicio a la falacia patética: habla de la muerte de la madre. Y lo hace, sin desdeñar la anécdota, los pequeños detalles, con palabras sencillas: “Le gustaban, la nieve, los gatos, la familia; / el fuego, / cocinar, / los cumpleaños, / llorar con las películas románticas; / encender velas en las catedrales. / Le asustaban los médicos, / las llamadas nocturnas, / las tormentas, / el frío, / los reptiles…”
            “Su viva imagen” es un poema memorable y conmovedor, inesperado en este cancionero amoroso, en esta celebración de un amor tardío.
            No bastan los buenos sentimientos para hacer buena literatura, cierto, como tampoco bastan las buenas intenciones. Pero no es el ingenio ni el artificio retórico –en los que Benjamín Prado resulta consumado maestro– lo que salva a un libro de poemas, sino la verdad y la emoción de sus palabras. Las de Ya no es tarde comienzan como un juego y acaban llegándonos directamente al corazón. 

sábado, 20 de diciembre de 2014

Publio López Mondéjar, técnica y magia


El rostro de las letras
Publio López Mondéjar
Ediciones del Azar. Madrid, 2014.

Publio López Mondéjar es un historiador de la fotografía que es algo más que el mejor historiador de la fotografía española. Su libro El rostro de las letras –editado con motivo de la exposición que actualmente se celebra en la sala Alcála-31 de la Comunidad de Madrid– no se limita a reproducir una hipnótica serie de fotografías, algunas bien conocidas, otras prácticamente inéditas, sino que también nos ofrece la síntesis panorámica de un siglo de literatura y de vida españolas, el que va desde 1839 hasta la guerra civil.
            Cuando en 1839 se divulgó el inventó el daguerrotipo, “aún humeaba la pistola con la que Larra puso fin a su breve existencia en su casa madrileña de la calle de Santa Clara”, comienza López Mondéjar un volumen que, a pesar de su carga erudita (con algún disculpable lapsus: Gómez Carrillo no se casó con la viuda del autor de El principito, sino al revés) está escrito para ser leído como se lee una novela, no solo para ser consultado.
            Los retratos fotográficos de los escritores se acompañan de una antología en la que ellos mismos se retratan con palabras unos a otros (a veces con crueldad, como hace Juan Ramón Jiménez con Gómez de la Serna) o se autorretratan (el caso de Manuel Machado), pero no menor interés, ni menos calidad literaria, tienen las semblanzas que López Mondéjar va dejando acá y allá y con las que podría formarse otra antología. Así comienza su presentación de Felipe Trigo: “Aquel médico militar, que gustaba de subrayar las historias de la guerra de Filipinas con su mano izquierda, siempre embutida en una guanteleta de cabritilla, escribía unos libros llenos de cierta brutalidad licenciosa, que cautivaban a sus lectores, que se miraban en aquellos amores quebrados, de un erotismo de cuartel y casino de pueblo”.
            La fotografía que más le interesa a López Mondéjar no es la fotografía artística, sino la que trata de reproducir la vida, por eso buena parte de su libro está dedicado al encuentro feliz de la fotografía con el periodismo. Un encuentro que tardó en producirse. Durante décadas en la prensa periódica no se publicaban fotografías, debido a la imposibilidad técnica de su reproducción, sino grabados, muchos de ellos hechos a partir de fotografías.
            Las fotografías comenzaron a aparecer tímidamente en Blanco y Negro y su rival Nuevo Mundo muy a finales del siglo XIX. Se mostraron en todo su esplendor a partir de 1914 en la lujosa revista La Esfera, muy a menudo acompañando a las entrevistas de El Caballero Audaz, un olvidado tarambana que fue el creador de la entrevista moderna, y llegaron a alcanzar su máximo esplendor en los años de la República con revistas como Crónica o Estampa y fotógrafos como Alfonso (y su hijo Alfonsito) o Campúa.
            Al contrario de lo que ocurría en Francia, la fotografía siempre fue vista en España como un arte menor, o más bien como un oficio, por eso los primeros fotógrafos de nuestro país fueron extranjeros y por eso los escritores mostraron tan poco interés por ella, aunque hubo excepciones, como la de Azorín.
            La prensa no solo hizo famoso la efigie de los escritores (divulgada también en la portada de revistas como El cuento semanal), sino que nos adentró en su intimidad. “El escritor mientras hace su obra” se titulaba una sección que el semanario Estampa comenzó a publicar a partir de enero de 1929. La entrega inicial se dedica a Baroja. Le vemos escribiendo, leyendo, en la imprenta, en automóvil con su hermano Ricardo, paseando: “Solo, con las manos en los bolsillos del abrigo, la cabeza un poco inclinada, don Pío vaga por las calles y los paseos de Madrid, como un oscuro y tranquilo burgués”. Bien conocidas son las fotos de Valle-Inclán –uno de los escritores por los que los fotógrafos mostraron mayor predilección– leyendo en la cama o rodeado de sus hijos.
            El ególatra Unamuno, que siempre quiso hacer oír su voz, contra este y aquel, en cualquier acontecimiento histórico, y Galdós, a quien le habría gustado desaparecer tras de su obra, son junto con Valle-Inclán las estrellas del volumen. Pero no menor interés presentan las fotografías de grupo –tertulias en los cafés, redacciones de periódicos– en las que aún parece escucharse, entre el humo de los cigarrillos, las apasionadas polémicas de entonces. O las de tantos nombres menores, la legión de los olvidados, cada uno de ellos con su novelería a cuestas.
            Un libro para mirar y remirar, leer y releer, una prodigiosa máquina de viajar en el tiempo.

                         

sábado, 13 de diciembre de 2014

Gregorio Morán, los intelectuales y el poder


El cura y los mandarines
Gregorio Morán
Akal. Madrid, 2014.

Por una vez, y sin que sirva de precedente, habría que dar la razón a editorial Planeta en su rechazo a publicar un libro, El cura y los mandarines, que pretende analizar las relaciones de los intelectuales con el poder entre los años 1962 y 1996, tomando como hilo conductor a Jesús Aguirre.
            De las casi ochocientas páginas que forman el volumen –792 para ser exactos, más las que componen el índice onomástico–, solo son catorce las que al parecer molestaron a la editorial. El autor se negó a retirarlas y aprovechó el rechazo consiguiente para buscar un rentable escándalo periodístico.
            Pero ese capítulo, “¡Todos académicos!”, no es ninguna excepción, ejemplifica muy bien el tono del volumen. De Emilio Alarcos, por ejemplo, nos dice que era “respetuoso y cobarde, muy inclinado a charlar con alumnos y alumnas sobre todo” y además “indolente, sobre todo, indolente” (los dos “sobre todo” están en la misma frase). Del presunto gusto de Alarcos por charlar con las alumnas no se nos dice nada más, pero sí se encuentra culpable para su indolencia: “Siguiendo las pautas de Clarín, Oviedo, en cuya Universidad ejercía, no favorece la creatividad ni la producción, pero es una ciudad magnífica para vivir en estado de mandarinato permanente”. ¿Clarín un ejemplo de limitada creatividad y escasa producción?
            Pero la estrella de ese capítulo es, sin duda, Víctor de la Concha, a quien se le reprocha de todo, comenzando por falsear su pasado: “Quien tenga la humorada de leer en Wikipedia el perfil biográfico de Víctor García de la Concha se encontrará con uno de esos divertidos trampantojos que imitan fachadas dieciochescas, con la pretensión de que parezca antiguo lo que no es más que pasado miserable”. Ignora Morán que la Wikipedia es una obra colectiva y revisable; si encontraba algún error en ella, en su mano estaba –está– subsanarlo. Pero en la Wikipedia no tendrían cabida las insinuaciones maliciosas que aparecen en sus páginas (léase lo que dice sobre las razones del “trato de favor” que recibía en el seminario) ni las directas descalificaciones: le compara con los pícaros clericales del siglo de Oro “que habían leído apenas y estudiado muy poco”.
            Para descalificar a un personaje, a Morán nada le gusta más que insistir en sus orígenes humildes. De Lázaro Carreter nos dice: “Él fue quien detectó el talento servicial, adaptable y desvergonzado de ese antiguo curilla que sabía lo que era el hambre y el frío de Asturias, más que él mismo, pues dada su condición de hijo de carbonero, frío no pasó nunca”.
            Ilustra la decadencia del PSOE señalando que el sucesor de Semprún, de tan ilustre familia, “habría de ser Jordi Solé Tura, catalán del Mollet del Vallés, menestral de procedencia –panadero– que con grandes esfuerzos, exilios y dificultades habría alcanzado la categoría de catedrático”.
            Se podría hacer una antología de descalificaciones (Lledó, “miedoso emboscado”; Mainer, “conocido por su especial capacidad para dorar la píldora a todo aquel que le facilite su carrera académica”; Juan Cueto, “avezado plumilla de la adulación high class”), todas ellas sin mayor justificación ni explicación. Y mejor así porque cuando da razones resulta peor. “Eminente imbécil” llama a un profesor asturiano, discípulo de Martínez Cachero, y luego se pregunta: “¿De qué garito habrán sacado a estos profesores de literatura con derecho a pernada? ¿Habrá cobrado por el delito cual sicario de la literatura?”. El delito de ese profesor es haber publicado una guía de lectura de Tiempo de silencio en la que su nombre figura en letras más grandes que el del autor de la novela y haber resumido la vida de Luis Martín-Santos de una manera que no gusta a Gregorio Morán.
            Abierto al azar por cualquier página, El cura y los mandarines podría servir de ejemplo de lo que no debe ser jamás el periodismo de investigación. En el primer párrafo de la página 644, se nos dice que existió “el rumor de una cierta relación entre Jesús Aguirre y la hermana de la reina”. En el párrafo siguiente ese rumor (al parecer inventado por García Hortelano) ya se da por cierto: “Lo suyo eran las princesas, lo tenía decidido. Ser Director General de la Música y de la Danza le consentía palcos principescos en el Real. Tanteó primero a la hermana de la reina Sofía; soltera de pasable ver pero muy menguada economía. Pero era un salto. Y de envergadura. ¡Entraba en la Familia Real!, qué carajo importaba el escaso peculio de la doncella, y a saber si todavía conservaba la doncellez”. El rumor se ha convertido en una certeza y no tiene inconveniente Gregorio Morán en describirnos el escándalo que produjeron en “las más altas esferas” –pido disculpas por citar textualmente– los avances de “aquel gañán medio santanderino, excura, maricón con toques de exhibicionista, pedante y vanidoso”.
            Pero si en el arte del agresivo libelo, Gregorio Morán es un maestro, no se puede decir lo mismo de sus capacidades como crítico literario. Abundan las alusiones despectivas a un “Dámaso Alonso acojonado” –culpable de darle nombre a la generación del 27–, y las descalificaciones de un plumazo (Pérez de Ayala, Azorín). Especialmente llamativo resulta el comentario a la antología Nueve novísimos (páginas 456-458). Encuentra en ella fuera de lugar a Gimferrer, de quien le bastan tres versos para encontrarse “con el colegio, los curas, las pajas, las teresianas señoritas y el olor a churro de la Barcelona reprimida de antes de la divinidad izquierdista” y además una simpleza sentimental que habría escandalizado a Bécquer. Termina su juicio negativo del libro con las palabras de un filólogo “poco dado al reproche público”, Emilio Alarcos: “Es posible que dentro de veinte años estos poetas cambien radicalmente y consigan comunicarnos algo más poético y vital. Por el momento, me dejan frío…”
            Ya han pasado más de cuarenta años, ¿no cree Morán que para descalificar a los poetas de la antología de Castellet habría que leer algo más de lo que publicaron en ella? Las palabras de Alarcos, por cierto, no sabemos de dónde están tomadas. Esa falta de apoyo documental caracteriza una obra que se pretende de investigación y abunda en afirmaciones contundentes (alguien diría injuriosas) sin fundamento alguno.
            El cura y los mandarines, gracias a Planeta, se ha asegurado el éxito periodístico, aunque pocos tendrán la paciencia de leerlo completo. Yo lo he hecho y les aseguro que no vale la pena. Demasiadas páginas para un divagatorio libelo.

(Para los curiosos, copio sin comentarios la respuesta del autor a la anterior reseña. Aparece en una entrevista del diario El Comercio realizada por Alberto Piquero y publicada el 16-12-2014.)


sábado, 6 de diciembre de 2014

Xaime Martínez, entre Batman y Baudelaire


Fuego cruzado
Xaime Martínez
Hiperión. Madrid, 2014.

Antes de hacer poemas, los poetas tienen que hacer dedos, como los pianistas antes del concierto. Xaime Martínez, que es también músico, lo sabe y en su segundo libro, lo mismo que en el primero, El tango de Penélope, hay mucho de cuaderno de ejercicios, de homenaje “a la madera de”. Pero eso que a partir de determinada edad sería garantía cierta de epigonismo, a los veinte años es una virtud, quizá la que más necesaria en un poeta joven junto con la omnívora curiosidad.
            Xaime Martínez parece haberlo leído todo, interesarse por todo. Comienza con un espléndido soneto que acredita que el poeta ha hecho los deberes, que conoce bien las herramientas de su oficio: “No sé si en este oscuro barroquismo / habrá alguna verdad, pero sí intuyo / que encontraré el cuchillo del que huyo / oculto en mis poemas y en mí mismo / y que habré de rendirme al postrer día / y decir lo que hoy calla la ironía”.
            La ironía le lleva al juego erudito de reconstruir, en la sección final del libro, los poemas del llamado “Corpus Batman”, los restos de una antigua epopeya protagonizada por el héroe de Gotham. Comienza parafraseando a Homero, termina con ecos del poema de Mío Cid: “Los murciélagos, testigos / ciegos del sordo dolor, / como un coro de tragedia / repetían su canción: / ¡Dios mío, qué buen vasallo / si hubiera buen señor!”
            Xaime Martínez ha leído con provecho a los clásicos y también a sus contemporáneos: parafrasea un poema de Víctor Botas que reescribía otro de Miguel d’Ors; parodia la ironía declamatoria de Manuel Vilas en “A un poeta de Twitter”.
            Nada resulta ajeno a la voracidad lectora de Xaime Martínez –también están muy presente Yeats y la poesía tradicional irlandesa y la poesía árabe…–  en un libro en el que abundan igualmente las referencias musicales –de Bob Dylan a Leonard Cohen: “Take this waltz”– y en el que no faltan epigramas que no habría desdeñado firmar Ángel González, como el titulado “Petronio”.
            A un poeta joven le sienta bien la mezcla de pedantería y desparpajo que caracteriza Fuego cruzado, un libro al que el continuo ejercicio de intertextualidad  (“Inteligencia, dame / el nombre exacto de las cosas” escribió Juan Ramón Jiménez; “el silencio es el nombre / exacto de las cosas”, le responde Xaime Martínez) no le quita verdad ni emoción.
            El polvo de las bibliotecas (y de las discotecas) se mezcla en Xaime Martínez con el polvo de la calle. Sus poemas hablan de amor y desamor, como tantos otros, pero nunca se confunden con el desahogo sentimental. Recurre con frecuencia al mito para explicar el mundo, pero sabe que los dioses y los semidioses de Homero hoy habitan también en las viñetas del cómic y las novelas gráficas, que Batman no es menos digno de admiración que Aquiles, y quizá más oscuramente complejo.
            Xaime Martínez cultiva la punzante brevedad del epigrama y también el poema de cierta extensión que canta y cuenta historias. En “La búsqueda”, que cierra el libro, recrea una leyenda iniciática con la atmósfera del cuento gótico tradicional.
            Inevitable resulta algún que otro descosido conceptual y que al poeta se le vaya alguna vez la mano en la ironía. El poema “A un poeta de Twiter”, escrito “a la maniera de M. V.”, según leemos en la dedicatoria, es un monólogo dramático protagonizado por el emérito papa Ratzinger, súbitamente enamorado de un poeta argentino –Carlos Salem– que declama en los cafés de Madrid. La inverosimilitud también tiene sus límites y ese papa que cita a Gimferrer o que se dirige a su presunto amado con un “Garcilaso, que eres un Garcilaso” los supera ampliamente; incluso el disparate requiere una cierta coherencia interna.
            Los buenos poetas no suelen destacar por su brillante expediente académico, aunque siempre ha habido poetas (Guillermo Carnero, Jaime Siles, el caso reciente de Rodrigo Olay, a quien precisamente está dedicado “La búsqueda”) que saltan a la poesía desde el banco del primero de la clase. Xaime Martínez pertenece y no pertenece a esa estirpe. Como ellos parece haberlo leído todo, pero es consciente, o eso creo, de que no lo sabe todo. Y esa es su mayor virtud.

            

martes, 2 de diciembre de 2014

Rubén Darío, el Islam y la poesía asturiana


Peregrinaciones
Rubén Darío
Edición de Francisco Fuster
Sevilla. Renacimiento, 2014.
  
Rubén Darío no fue solo uno de los mayores poetas de la lengua española. También ocupa un lugar de excepción en el periodismo literario. En 1900, el año que marca el tránsito de un siglo a otro, viaja a la Exposición Universal de París y luego recorre Italia de norte a sur. Las crónicas que fue enviaNdo al diario argentino La Nación las reunió en volumen al año siguiente con un título que indicaba que aquellos viajes eran algo más que meros viajes: peregrinaciones a los santuarios de la gran cultura. Leídas hoy estas páginas nos permiten, a la vez que volver a recorrer lugares que no han perdido nada de su prestigio, viajar en el tiempo, entrever al poeta D’Annunzio rodeado de su corte de admiradores, asistir a una audiencia de Leon XIII, recorrer el París que se esconde tras las bambalinas de la Exposición. Al efímero periodismo le suele sentar mejor el paso del tiempo que a mucha de la literatura que nace con vocación de eternidad.


Suroeste
Revista de literaturas ibéricas
Antonio Sáez Delgado
Badajoz, 2014. 

Todas las lenguas de la península se dan cita en Suroeste, una de esas revistas enciclopédicas que se publican una vez al año y que parecen hechas para servir de lectura durante todo el año. Hay relatos, ensayos (Arnaldo Saraiva se ocupa, por ejemplo, de “Eugénio de Andrade e a Espanha”) y, sobre todo, poemas. En esta última entrega, la cuarta, junto al español, el portugués o el catalán, representados por algunos de sus mejores escritores actuales, sorprende encontrarse con la lengua asturiana, por lo general olvidada. Los poemas de Chechu García, que hablan de un pozo minero o de las esquelas colocadas en un poste de la luz, nos demuestran que no hay fronteras entre lo local y lo universal o que, si las hay, para traspasarlas solo hace falta el pasaporte del talento. “Teselas” –como él nos dice en “Maravíes” de las maravillas del mundo– son todos los poemas, estén escritos en la lengua en que estén escritos, “na rara flor del tiempu”.


El Islam ante la democracia
Philippe d’Iribarne
Pasos perdidos. Madrid, 2014.
  
Lo que el sociólogo francés Philippe d’Iribarne, nacido en Casablanca en 1937, nos dice en este libre es posible que no contente a nadie, ni a los islamófobos que consideran al mundo musulmán incompatible con los derechos humanos y la democracia ni a los que consideran que es un mundo plural y contradictorio que no puede confundirse con sus representantes más radicales. También el cristianismo se opuso durante siglos a los derechos humanos y a la democracia (“el liberalismo es pecado” dictaminó una encíclica papal), pero su relación con la verdad y el conocimiento es distinta de la que se da en el Islam. El Coram ha sido dictado directamente por Dios, ninguna de sus palabras puede ser alterada o discutida; los Evangelios, en cambio, no son un único texto, sino cuatro, y a veces contradictorios, por eso pueden ser discutidos o interpretados. También pueden discutirse las tesis bien documentadas y bien razonadas de Philippe d’Iribarne, pero lo que resulta indiscutible es que hacen pensar y que ayudan a entender mejor uno de los más graves problemas de hoy: la convivencia con el mundo musulmán, la integración del Islam en las sociedades occidentales.


sábado, 29 de noviembre de 2014

Javier Cercas, impostura y moralina


El impostor
Javier Cercas
Random Hause. Barcelona, 2014.

Hay libros que llegan a la librería en silencio, casi de incógnito, y otros que lo hacen acompañados de un considerable ruido mediático. Es lo que ocurre con los de Javier Cercas después del éxito inesperado de Soldados de Salamina.
            Antes de abrir la primera página de El impostor, la promoción lo ha destripado tanto que casi podríamos prescindir de su lectura: cuenta la historia real de un impostor, Enric Marco, un hombre que se hizo pasar por superviviente de un campo nazi sin serlo, y para ello, según técnica habitual en este tipo de obras (recordemos, por citar un caso reciente El marqués y la esvástica sobre González-Ruano), convierte al propio investigador en personaje (el libro comienza con capítulos alternos: en los impares se nos refieren las perplejidades y dificultades de Cercas a la hora de realizar su investigación mientras que en los pares cuenta lo que va sabiendo de Marco). Hay un tercer componente en El impostor, ya no narrativo, sino reflexivo o ensayístico en torno a las relaciones entre realidad y ficción, el franquismo, la memoria histórica.
            La reconstrucción de la peripecia biográfica de Enric Marco resulta, con mucho, el más interesante de esos tres ingredientes. El impostor podía haberse limitado a ser una excelente crónica periodística sobre un superviviente, sobre un niño maltratado y sin estudios que, tras una vida no precisamente fácil, llega a la Universidad y consigue el público reconocimiento por su labor sindical y social, seguido de la humillación pública cuando se descubren las mentiras de su currículum: había estado en una cárcel nazi, pero no en un campo de concentración: había ido a trabajar a Alemania como “trabajador voluntario”, forzado como tantos por la necesidad y allí sería acusado de “alta traición”.
            Pero la crónica, aunque utilice las técnicas narrativas de la ficción y resulte con frecuencia más apasionante, carece del prestigio de la novela. Por eso Javier Cercas insiste en que su libro es una novela, si bien no de estirpe decimonónica, sino quijotesca. Y se convierte él mismo en personaje y convierte en personajes a familiares, como su hermana o su hijo, y a otros colaboradores. Esas páginas dan la impresión de estar estiradas al máximo; abundan en ellas, no los “pequeños detalles” exactos de los que hablaba Stendhal, sino nimiedades sin interés. Un buen ejemplo de ello puede ser el capítulo 12 de la segunda parte. Cuenta una comida con su hermana y dos amigos suyos que fueron compañeros de Enric Marco cuando era directivo de la asociación de padres de alumnos de Cataluña. El autor no ahorra ningún detalle, por insignificante que sea y, si se le olvida algo, no deja se subrayar ese olvido: “Ya nos habían traído el primer plato, aunque yo estaba tan concentrado en la conversación que no recuerdo lo que pedimos, y no lo apunté en la libreta donde tomaba notas. Sí recuerdo que ellos ya habían matado la sed con una cerveza y estaban con el vino, y que yo no bebí ni vino ni cerveza”. Leyendo estos capítulos, tan inmoderadamente alargados, nos viene a la memoria la frase de Voltaire: “El secreto de aburrir es contarlo todo”.
            Cercas parece que quiere contarlo todo, no tanto sobre Enric Marco, sino sobre él en relación con Marcos, además y contarlo más de una vez. No ayuda a la agilidad de la prosa un manierismo estilístico que ya aparece en las primeras líneas: “Yo no quería escribir este libro. No sabía exactamente por qué no quería escribirlo, o sí lo sabía pero no quería reconocerlo o no me atrevía a reconocerlo; o no del todo”. Ese uso continuo de la conjunción disyuntiva pretende quiza reflejar las dudas y perplejidades del autor, pero a menudo suena a cansina fórmula.
            El tercer componente del libro es el más discutible. Javier Cercas no es solo, o no pretende ser solo, un narrador. El impostor quiere ir más allá de la concreta historia de un “impostor”, aspira a denunciar ciertos aspectos de la realidad española. El caso Marco fue posible porque “la memoria histórica” se convirtió en “la industria de la memoria” (si es que no era ya lo mismo desde el principio, según Cercas): “¿Qué es la industria de la memoria? Un negocio. ¿Qué produce ese negocio? Un sucedáneo, un abaratamiento, una prostitución de la memoria; también una prostitución y un abaratamiento y un sucedáneo de la historia, porque, en tiempos de memoria, esta ocupa en gran parte el lugar de la historia”.
            Duras palabras, pero sin demasiado fundamento. Cierto que Marco dio numerosas charlas en colegios sobre el Holocausto antes del descubrimiento de su impostura, pero el propio Cercas señala que no ganó dinero con ello, que vivía de su jubilación. ¿Se convirtió alguna vez la búsqueda de fosas comunes en un negocio? Convendría que Cercas nos aclarara si cree, como aquel diputado del PP, que algunos solo se acuerdan de sus abuelos asesinados y enterrados en cualquier cuneta cuando hay subvenciones de por medio. O si dejaron de publicarse libros de historia, o de cultivarse la ciencia histórica, en los tiempos en que se promulgó la ley de la memoria histórica.
            Uno de los capítulos más interesantes del libro aparece casi al final y consiste en un diálogo imaginario entre autor y personaje (a la manera de Niebla de Unamuno, pero en este caso ambos son reales). En ese diálogo, Cercas pone en boca de Marco las razones de sus dificultades psicológicas para escribir este libro (que el lector no acaba de comprender bien, aunque se insista tanto en ellas, ni tampoco que le obligaba a escribirlo si no quería): ¿Cuál fue la razón del éxito de Soldados de Salamina, la novela que le dio la fama, sino un hábil aprovechamiento de la moda de la memoria histórica? ¿No cuenta ese libro una historia real, la del fusilamiento de Sánchez Mazas, y otra que se quiere hacer pasar por real, sin serlo, la del republicano Miralles? ¿No se debió el éxito del libro, en buena parte, a ese engaño, lo mismo que el éxito de Marco tuvo que ver con el cambio de lugar de su encarcelamiento en la Alemania nazi?
            Javier Cercas sabe investigar, saber contar. Quizá en este libro debería haberse limitado a las aventuras y desventuras de un hombre nada común, Enric Marco (algo más que un impostor), hacerse él mismo con su familia a un lado y prescindir de digresiones en torno al Quijote, a veces traídas un tanto por los pelos, o de simplificadoras moralinas sobre los pocos héroes que se atreven a decir No cuando la mayoría dice Sí. Pero son esos materiales superfluos los que convierten a lo que podría haber sido un espléndido ejemplo de crónica periodística en una presunta novela de estirpe cervantina y los que propician el prestigio crítico y el eco mediático.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Philip Levine, la simple verdad


La búsqueda de la sombra de Lorca
Philip Levine
Edición de Andrés Catalán
Visor. Madrid, 2014.

Philip Levine no es un poeta muy conocido en España, aunque él conoce bien la literatura española. Descubrió la poesía con Lorca y entre sus maestros se encuentran Antonio Machado y Miguel Hernández, protagonista del poema “El regreso: Orihuela, 1965” (“Un solitario cuervo desciende contra el sol / y los campos susurran su coraje”).
            Coetáneo de los poetas sociales españoles, Levine residió en España en los años sesenta. Su infancia y su adolescencia transcurren en los medios obreros de Detroit. La fascinación española de este poeta estadounidense no se centra solo en la literatura; se siente especialmente atraído por el movimiento anarquista, por figuras como Ascaso, Durruti o Ferrer i Guardia.
            La búsqueda de la sombra de Lorca es una antología que, de su amplia obra, rescata aquellos poemas en los que está presente la huella española. La selección y traducción es obra de Andrés Catalán, uno de los más interesantes poetas jóvenes. El título no resulta quizá demasiado afortunado. Cierto que Lorca aparece en varios de los textos, pero no hay nada epilogalmente lorquiano en estos versos realistas, autobiográficos, que cantan en sordina y cuentan la simple verdad, una verdad que nunca es simple.
            El libro representado con mayor amplitud se titula precisamente así, The Simple Truth (1994), y quizá convendría que el lector español que desconoce a este poeta comenzara por él su lectura. No teme Levine acercarse a la prosa, ni tampoco –ya lo dije– a la simple verdad de su vida, pero sus poemas, que parten de la anécdota, no se quedan en ella.
            “Acerca del encuentro entre García Lorca y Hart Crane” se titula el primero de los poemas seleccionados de The Simple Truth. A Levine le importan menos esos dos poetas, que se miran sin conocer cada uno el idioma del otro, que quien ha propiciado el encuentro: “El joven que los ha juntado / sabe tanto español como inglés, / pero le duele la cabeza de saltar / una y otra vez de un idioma / a otro. Para descansar un momento / se acerca a la ventana a mirar / el East River, que se oscurece / allí abajo según va cayendo la noche”. Ese joven, Arthur Lieberman, era su primo y su pequeña historia le interesa más que los grandes nombres.
            Capítulos de su autobiografía parecen ser buena parte de los poemas de Levine. En “Alma” se describe, con humor y precisos rasgos costumbristas, Castelldefels, el pueblo español en que residió, pero solo es un marco para tratar de lo que de verdad quiere hablarnos: su desarrollo espiritual, sus difíciles relaciones con lo que algunos llaman “alma”.
            “El trato” que da título a otro poema es el que hizo “acuclillado en medio del ruidoso ambiente matinal / de los muelles de Génova”: cambiar un ejemplar de los poemas escogidos de Eliot “por una navajita y dos magníficos limones”.
            Poesía que se acerca a la prosa, al relato minimalista, como en Carver, pero que, sin que sepamos muy bien la razón, nunca se confunde con ella. Poemas viajeros en muchos casos: “Fuera en la oscuridad” comienza en la autopista entre dos carriles entre Tetuán y Fez; “Más y más azul” en el puerto de Barcelona, un día del verano de 1965, a punto de embarcarse en el carguero Kangaroo.
            Poemas de viaje que son también historias de fantasmas: el del “hombrecillo sin afeitar, de unos cincuenta años”, anticipo del propio fantasma, que encontramos en “Polvo y memoria”; el de la hermana, cuyo “grito agudo de terror” escuchó una noche en Sevilla, a miles de kilómetros de distancia; el de su abuelo, Josef Prisckulnick, “que vino de Escocia en 1905 / en el navío Arcadia y se pasó dos meses / en la isla de Ellis porque un pasajero / enfermó de viruela dos días después de salir de Glasgow / y murió, sin que nadie le llorara, en tránsito” y que se intercambia con Troksky en “La lección de español”; el de su madre, en el verano de 1936, en el poema sorpresivamente titulado “Mi madre y su bolso en el verano en que asesinaron al poeta español”.
            En un libro de diez años después, Breath: Poems, encontramos otro poema de apariciones y desapariciones que es quizá la más conmovedora de estas elegías familiares, “Mi hermano Antonio, el panadero”.
            “Toda poema es de circunstancias”, decía Goethe. Las circunstancias que motivan estos poemas nos remiten a los años del franquismo, a las consecuencias de la guerra civil española y al revés del sueño americano, al mundo de los obreros mal pagados, bien distintos de los que sonríen en los anuncios de televisión. Un mundo, a pesar de las apariencias, no muy distinto del nuestro. Y hablan también de esas otras circunstancias (“envejecer, morir: el único argumento de la obra”, como escribió Gil de Biedma) que no cambian de un tiempo a otro.





            

sábado, 15 de noviembre de 2014

Martín López-Vega, hacer de cada día una obra maestra


La eterna cualquiercosa
Martín López-Vega
Valencia. Pre-Textos, 2014.

Los poetas, salvo raras excepciones, no escriben libros de poemas, sino poemas que luego se reúnen en libro. En la última recopilación de Martín López-Vega, autor de obra abundante que no gusta de anclarse a una sola tradición, hay un puñado de espléndidos poemas y algunos prescindibles experimentos.
            Comencemos por los poemas que justifican el libro, los que acreditan que la obra poética de López-Vega, iniciada en Travesías (1996), ha logrado escapar de todas las Circes que le han tentado con sus piruetas a lo largo de su ya dilatada singladura.
            Comienza La eterna cualquiercosa con un himno a la cotidianidad, a todo lo que miramos sin ver. Detrás está la lección de Alberto Caeiro y de Álvaro de Campos, del mejor Pessoa: “Es hermoso caminar solo entre la bruma / sabiéndose tantos a la vez. / Soy una conversación de inexistentes. / Soy lo que queda de una infinidad de futuros / que viven su truncada existencia dentro de mí. / Es hermoso haber elegido tantas veces: / soy un cruce de cruces de caminos”.
            A la antología viajera que López-Vega ha ido escribiendo desde su primer libro se añade ahora “Junio”, hermoso poema en que un grupo de amigos comen pescado frente a las costas de Croacia “mientras un mirlo / picoteaba una cereza / y dejaba dentro su canción”.
            La amistad tiene un lugar central en la poesía de este autor. “Yendo a casa de Xuan Bello con unas semillas que le traigo de Portugal” se titula uno de los poemas más arriesgados del libro; podía haberse quedado en una cordial banalidad, en una anécdota más o menos bien contada, pero en él está el poeta López-Vega de cuerpo entero, con esa fórmula solo suya de mezclar cotidianidad y cultura, muy concretos datos biográficos y un vislumbre sobre esa otra realidad que hay tras la realidad. En este poema, unas palabras de Lucrecio sobre la dificultad de llevar a los versos latinos los hallazgos de los griegos “a causa de la pobreza de nuestra lengua” le sirven para ponderar la capacidad de Xuan Bello de poner “en asturiano claro” la complejidad del mundo contemporáneo, y poco después alude a su mejora de la vieja receta del “bacalhau con natas”.
            Y a la par que los amigos, la familia. A la figura de su abuelo ha dedicado López-Vega algunos de sus más conmovedores poemas. En “Esfera”, el abuelo vuelve de donde no se vuelve para revelarle “cosas que solo se intuyen en el amor y en la música”. Reaparece, esta vez bajo un prisma de humor, en “Mis influencias como científico”: “Mi abuelo era un filósofo cuya obra / se resume en un tomo que consta / apenas del título: Oír, ver y callar”. Otro conmovedor (y consolador) poema familiar: “Una manzana para Margarita”. Elegía y justificación de la poesía: “Por eso escribo poemas / para sentir la salud / para encender la luz / que una y otra vez el viento de la vida apaga”. Pero el poema que yo prefiero de estos poemas familiares lleva el título de “Reunión”. Comienza con un encuentro familiar en la terraza de un restaurante, “en Asturias, / en la Toscana o en el Carso, a la sombra de manzanos, / olivos o castaños”. Tras unos demorados versos llenos de pequeños detalles exactos, descubrimos el carácter onírico, imposible, anhelado de esa reunión “en la que estamos todos para siempre / con nuestras risas que no cesarán nunca / nuestros vasos / que una mano invisible mantendrá siempre llenos / y ninguna herida, / ningún dolor / ningún remordimiento”.
            Entre las elegías a amigos y maestros que se integran en el libro, destaca “Puerta entornada”, dedicada a Seamus Heaney, otra historia de fantasmas. Y no conviene olvidar los poemas de amor. “La corriente del golfo” se titula uno de ellos y es uno de los más originales que se hayan escrito nunca. Hasta el último verso, mejor, hasta la última palabra, parece que está hablando de otra cosa, pero basta un nombre (el mismo que encontramos en la escueta dedicatoria del volumen) para darle un nuevo sentido, el verdadero, a todo: “Siempre que algo brilla / la responsable es una planta microscópica. Llámala / felicidad, llámala calma, llámala Patricia”. El otro poema de amor, “La eterna cualquiercosa”, que cierra el libro y le da título, tiene una estructura cinematográfica. Vemos desde fuera una casa rodeada de un pequeño jardín, escuchamos el canto de los pájaros, nos acercamos a la ventana, oímos a una pareja que charla en la cocina, alguien pasa en bicicleta, entrevemos el aleteo de un colibrí: “Si entrásemos, veríamos sobre la mesa del salón / una guía de aves y un libro de poemas / con un verso subrayado: Well, / not every day can be a mastepiece. / Que no sea por no intentarlo. / Que no sea por no haber puesto atención  / que no alcancemos / el árbol de la vida, / la fuente de la juventud, / la eterna cualquiercosa”.
            Cuando llegamos al final ya nos hemos olvidado de los ejercicios de taller (“Coloquio sobre Ícaro”, “Cantar de Mío Cid”), de alguna bien intencionada obviedad (“El verdadero poeta va solo. / Los que van en manada son el coro”) o de ciertas incursiones en el divagatorio fárrago. Quizá esas presuntas caídas son deliberadas, quizá estén puestas entre los poemas más intensos para permitirnos un respiro.
            Y termino subrayando un divertido poema encontrado (la relación de reparaciones en una iglesia de Braga) y las precisas referencias –el poema “Roscoe” puede servir de ejemplo– a la realidad americana en que actualmente transcurre la vida del poeta asturiano, que fue periodista y librero y ahora es profesor en la Universidad de Iowa.


sábado, 8 de noviembre de 2014

Leila Guerriero: un decir que es un hacer


Zona de obras
Leila Guerriero
Círculo de Tiza. Madrid, 2014.

¿Se imaginan un libro de recetas de cocina en el que cada capítulo fuera comestible? Pues eso es lo que es esta Zona de obras: un libro sobre periodismo en el que no hay página que no sea un ejemplo del mejor periodismo.
            “Periodismo” es una palabra ambigua, como todas las palabras de algún interés. El periódico –el impreso periódico– es un contenedor, al igual que el libro, y lo que contiene tanto puede ser lo que en sentido estricto se entiende por periodismo como lo que suele denominarse literatura: poemas, relatos, novelas por entregas.
            ¿Y qué se entiende habitualmente por periodismo? El reflejo efímero de la actualidad: la noticia del día, las declaraciones del político de turno, el comentario sobre un libro recién publicado o una película que se acaba de estrenar.
            El periodismo, en sentido estricto, pierde interés cuando pierde actualidad, por lo general al día siguiente de ser publicado, y solo lo vuelve a tener, macerado en la hemerotecas, cuando se convierte en fuente de información para la pequeña y para la gran historia del mundo.
            La literatura, se publique o no en el periódico, aspira a permanecer, a no tener fecha de caducidad, y por eso acostumbra a saltar de las perecederas páginas del diario a las más duraderas del libro, hasta ahora lo más adecuado para mantenerse a flote sobre la efímera actualidad.
            Pero hay periodismo que, sin dejar de serlo, sin dejar de atenerse al dato exacto y a la comprobación de las fuentes, es también literatura, gran literatura: aspira a permanecer en la memoria de los lectores, a ser leído y releído, no solo a ser consultado por los historiadores o los curiosos, cuando el tiempo pase, en las hemerotecas.
            El género estrella de ese periodismo literario es la crónica, que tuvo su primer auge con el modernismo –Rubén Darío, José Martí, Gómez-Carrillo–, pero que los cultivadores actuales prefieren emparentar con el nuevo periodismo de Tom Wolfe.
            La crónica cuenta hechos verdaderos con las herramientas de la ficción. Necesita, como la literatura, tiempo y también espacio; por eso, aunque tiene cabida en los diarios, su lugar natural son las revistas o directamente el libro. Leila Guerriero se refiere con frecuencia a algunas de las grandes revistas latinoamericanas en las que se publicaron muchos de sus textos, como El Malpensante o Etiqueta negra; también a una obra maestra del género, Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, que apareció directamente como libro.
            Zona de obras reúne artículos o conferencias en los que la autora reflexiona sobre su trabajo. Podían ser textos menores, apresuradas páginas para salir al paso de algún encargo, curiosidades para los estudiosos del periodismo. Leila Guerriero nunca se pone estupenda, nunca eleva el tono para intentar darnos una clase magistral, pero a menudo consigue pequeñas obras maestras. Un ejemplo: “El bobarismo, dos mujeres y un pueblo de La Pampa”, perfecto ejemplo de crónica sobre la literatura y la vida, la vida y la literatura, y de cómo las personas no siempre son lo que parecen. Otro ejemplo: “Lista” que es, como tantos poemas, una enumeración caótica, en esta ocasión de las cosas que ayudan a escribir. “Aterrador” es un ejemplo más, casi un poema: “Hay días así. / Los largos días en los que no sucede nada”.
            Textos breves, autobiografía y poesía; textos más largos, ejemplo y lección, colección de precisas citas, recuerdo constante de los maestros más cercanos, como el ya citado Rodolfo Walsh o Martín Caparrós. Y mucho cine, mucha novela, mucha poesía: el buen periodismo, el que ahonda en la realidad, el que no se queda en la superficie, se nutre sobre todo de lo que no es periodismo: el gran arte, la memoria personal.
            Cierto que alguna vez, como no podía ser de otra manera, discrepamos de sus afirmaciones. Apoyándose en Javier Marías, afirma que “no hay ponzoña peor que el barro fofo donde chapotean el eufemismo y la corrección política”. Pero lo mismo que, según afirma en otro lugar, conviene evitar “los comentarios ofensivos disfrazados de comentarios ingeniosos”, debería tenerse en cuenta que el eufemismo puede ser una forma de delicadeza y la corrección política una manifestación de respeto hacia las minorías.
            De grandes temas y pequeñas minucias, habla Leila Guerriero en este vademecum, en este breviario que todo aprendiz de periodista debería llevar consigo, pero que no interesa solo a los que se van a dedicar ese oficio al parecer en riesgo de extinción, sino a todos los que nos dedicamos a otro igualmente hermoso e igualmente arriesgado: el oficio de vivir.

sábado, 1 de noviembre de 2014

José Luis Piquero, crónicas del lado oscuro


Cincuenta poemas. Antología personal (1989-2014)
José Luis Piquero
La Isla de Siltolá. Sevilla, 2014.

En poesía, como en tantas otras cosas, menos es más. Un centenar de poemas, escritos a lo largo de casi treinta años, no parece una cosecha excesiva. Suficiente, sin embargo, para otorgarle a José Luis Piquero un lugar de excepción en la poesía contemporánea.
            Lo acredita la antología que con el título deliberadamente poco imaginativo de Cincuenta poemas acaba de publicar. Apenas hay en ella poemas inéditos, pero eso importa poco; la mayoría de los poemas nos vuelven a golpear como si los leyéramos por primera vez.
            Porque hay poetas que acarician y poetas que golpean, y Piquero es de los segundos. Le gusta hacer sangre, volver del revés nuestras confortables expectativas. En el prólogo, breve y sustancioso, nos dice que para él escribir no es un fin en sí mismo, sino solo una etapa de un proceso “en el cual lo más importante es lo que sucede antes y después del poema: la búsqueda a ciegas, el encuentro con la sorpresa, el poso que queda en la conciencia tras haber atisbado una porción de realidad”.
            Lo que sucede antes del poema: pocos poetas nos dan como José Luis Piquero la impresión de directo autobiografismo; no ahorra los nombres propios, las anécdotas reconocibles; a veces el lector tiene la impresión de que le dan a comer carne cruda, sanguinolentas vísceras.
            Pero es solo una impresión. No hay más que comparar la poesía de José Luis Piquero con la de tantos poetas en la estela de Bukowski o de Roger Wolfe para darse cuenta de que él no se conforma con hacernos partícipe de sus puntuales ocurrencias más menos escatológicas o de sus excesos etílicos.
            José Luis Piquero no busca, o no solo busca, confesarse, rebelarse, exhibir su mala conciencia: busca conocimiento, entender el mundo sin caer en las trampas que nos tienden la ideología y las falsas evidencias. Utiliza para ello el método inductivo, va de lo particular a lo general, y practica la vivisección: emplea el bisturí sobre sí mismo, y sin anestesia, para analizar cómo funciona un ser humano por dentro.
            En los primeros poemas son patentes los maestros –Cernuda, Cavafis, Gil de Biedma– a los que homenajea en algún título o en algún pasaje concreto, pero muy pronto se evidencia su personalidad, que no se confunde con la de ninguno de ellos, que le distancia ya desde su primer libro, Las ruinas, de la legión de los epígonos.
            Gusta Piquero, como tantos poetas de su generación, de hablar de sí mismo, y de todos nosotros, utilizando la máscara de un personaje. La elección de esas máscaras le define: Caín, Judas, el Golem, el Cíclope, los traidores, los monstruos (Monstruos perfectos titula uno de sus libros).
            Pero no todos los poemas nos muestran el envés de la condición humana, no todos nos dejan sin aliento. También hay espacio para la promiscua felicidad. “Romeo en el internado” nos cuenta un amor adolescente con trampantojo y comedia. Una historia de tres narra “Iván y Arancha en Praga”, elegía y oda a la juventud y a la felicidad representadas por una pareja de amigos. “Cuatro”, con sus rimas asonantes, tiene un aire de canción y de guilleniano canto a la felicidad (aunque al puritano Jorge Guillén le habría espantado el acorde sexual que se canta en el poema): “Esta noche los cuatro / nos damos libremente, como obsequios. / Ya no somos parejas y formamos / un círculo perfecto”.
            Abundan más, sin embargo, los poemas en los que el protagonista hace daño y se hace daño, los que dan consejos que escandalizan a los bienpensantes (léase “Mensaje a los adolescentes”), los que no nos permiten mirar hacia otro lado y entretenernos con consoladoras fantasías. “Llegó a ser adictivo, y ahora entiendo a los santos y a los mártires”, nos dice al comienzo del poema “Quemaduras”, que trata de las autolesiones. “Amenazando con hacerlo” se ocupa del chantaje emocional de los falsos suicidas. Al melodramatismo de esos textos quizá sea preferible la sordina de “Abrigo azul”, que vale por un cuento de Chejov o de Gógol.
            El amor, como la amistad, como todo lo que vale la pena en este mundo, está lleno de trampas. José Luis Piquero nos las muestra todas, nos hace caer en ellas, nos ayuda a levantarnos. Quienes prefieren la maldad inteligente a la bondadosa bobería no deben dejar de leer a este poeta de la hiriente lucidez, al que le bastan un puñado de poemas –ni él ni nosotros soportaríamos más– para hacerse un sitio de excepción en la poesía contemporánea.

domingo, 26 de octubre de 2014

Aurora Luque: Corre, ven, vive, vuela


Fabricación de las islas (Poesía y metapoesía)
Aurora Luque
Valencia. Pretextos, 2014.

No todos los libros comienzan en la primera página. La nueva antología de Aurora Luque lo hace exactamente en la 54. Antes encontramos un prefacio de Caballero Bonald que no es más que una prolongación de la página de cortesía; un largo estudio de Josefa Álvarez Valadés, responsable también de la selección, sin interés fuera de los círculos académicos, y un poema, “Los cantos de Eurídice”, correspondiente a un libro previo, Hiperiónida, en el que la autora ya mostraba su interés por el mundo clásico, pero en el que aún estaba lejos de encontrar su lenguaje. Copio la glosa “metapoética” de la antóloga a unos versos (“Recuérdame como uno de esos seres / que no pude asumir: / la rosa abierta al día / sin deseos azules”) de ese poema: “la rosa desde la antigüedad ha servido como símbolo de la belleza, de la creación y de la obra poética y al mencionarse de ella que no tiene ‘deseos azules’ la voz poética la aparta radicalmente de tendencias literarias como el modernismo de Rubén Darío, para quien el azul era el color por excelencia y la escritura poética el misterio de hacer ‘rosas artificiales que huelen a primavera’. De esta concepción creadora se aparta una Eurídice, ahora ya lo intuimos, aspirante a poeta, al querer ser evocada como una rosa real abierta al día y vincularse con ello a una forma de crear inseparable de la vida”.
            Nada pierde el libro si prescindimos de ese medio centenar páginas, todo lo contrario. Aurora Luque ha sabido aunar en sus versos hedonismo y cultura, una atenta mirada al mundo contemporáneo y los ecos mejores del mundo clásico. Nadie como ella puede volver a contarnos un mito (el de Pandora, por ejemplo, en “Aviso de Correos”) sin que suene a arqueología, a ejercicio de erudición; nadie como ella conversa con los clásicos con tanta naturalidad: “Deja de hacer locuras, desgraciado Catulo”.
            De la poesía, de la literatura en general, hablan muchos de estos poemas. En “La isla de Kirrin” evoca las primeras lecturas adolescentes, quizá todavía no gran literatura, pero ya plataforma perfecta para el ensueño y la invitación al viaje. “Tópico” le da una enésima vuelta al “Carpe diem” horaciano. “Ya no atrapes el día –no se deja, / no es tan fácil ser dueño del presente”, comienza; y concluye: “Si no lo acosas puede / que se tienda sumiso / de noche en tu regazo”. Los limones fulgentes entrevistos en unos versos de Montale le sirven para definir al amor. “Nota a Emily Dickinson” titula uno de los poemas.
            “Cócteles” ejemplifica bien la manera de hacer de Aurora Luque. En ese poema nos da la receta de su combinado alcohólico preferido a la hora de escribir: “Entibiaba la hoja poco a poco / ginebra con limón, arias del dieciocho, / martinis rojos, tangos, bourbon, mornas, / copla vieja con vino de Mollina, / Sabicas con Sanlúcar, / Rossini, Billie Holiday”. Para el final quedan los ingredientes más importantes: “Y algún trozo de cáscara / del corazón. Añádase la vida / con su amargor oscuro, indefinido, / su hielo que no quiso derretirse”.
            Los poemas de Aurora Luque se paladean, se saborean como esos figurados cócteles suyos; tienen siempre olor, color y sabor; embriagan, pero no adormecen; aunque a veces parecen contraponer vida y literatura, saben que la literatura es parte de la vida, y con frecuencia la mejor parte. Las notas de sus cuadernos añadidas al final (bajo el equívoco título de “Aforismos”) apuntan, como no podía ser de otra manera, en la misma dirección.
            Intenta a veces el epigrama satírico, pero acierta sobre todo en el fulgor celebrativo. Más dionisíaca que apolínea, sabe que el regalo mayor de los dioses son “los feroces racimos del deseo, / su pulpa ensangrentada”. Lo arriesga todo “por la cima / del amor o del arte”, como nos dice en “Hybris”, aunque no ignore que en la cima está la nada.
            Poemas intensos siempre, aunque a veces parezcan distenderse en la anécdota lectora o viajera (“La Habana multifrutas”, “La linterna”), nunca vacuos ni imprecisos, nunca seca flor de erudito herbolario. De ellos no podrán decirse las palabras de “El fantasma de Evergreens”: “Sabrás más de lo eterno y de lo bello / si tus dedos comprimen esta hoja roja y fresca / o sigues a ese pájaro en su vuelo / travieso en la ciudad / que si escarbas mis versos / buscando vuelo y savia. / Corre, sal, vive, vuela. / Los poemas son solamente cápsulas, / aditivos, morfinas, antibióticos”.
            No los de Aurora Luque, concentrado de vida cien por cien natural, fruta del tiempo, jardín y biblioteca.

            

lunes, 20 de octubre de 2014

Frédéric Gros: Un arte de vida


Andar. Una filosofía
Frédéric Gros
Taurus. Madrid, 2014.

El paseo, esa actividad cotidiana en la que apenas reparamos. resulta tan artificioso y cultural como una representación de ópera o un partido de fútbol. A los griegos de la época clásica les gustaba pasear y charlar. ¿Cuántos siglos tuvieron que pasar para que los ciudadanos le volvieran a coger el gusto a la calle? Las calles eran de los que no tenían casa, de los pilluelos y las busconas. Los caballeros las cruzaban rápidamente y en coche o en litera. Cierto que muy pronto se habilitaron lugares como el madrileño Paseo del Prado, pero eran lugares donde se iba a determinadas horas, a verse y a dejarse ver, a establecer contacto, aunque solo fuera visual, con el otro sexo. El paseo urbano tal como hoy lo entendemos, el salir a dar una vuelta sin ir a ninguna parte, es una actividad tan natural como un poema de Baudelaire. Y de hecho se inventó en el París de Baudelaire, cuando la ciudad, después de las reformas de Haussmann, se convirtió en el mayor espectáculo del mundo.
            Damos por sentado que pasear, salir a ver escaparates, tomar un café, respirar el aire de la calle, es una actividad cotidiana que no necesita justificación, pero nos basta abandonar la civilizada Europa e irnos a ciudades como Lima o Bogotá para que la gente se lleve las manos a la cabeza cuando pretendemos hacer algo tan sencillo. De los límites bien vigilados de la urbanización solo se puede salir en coche. Para poder pasear tranquilamente hacen falta calles urbanizadas, un servicio de limpieza, policía que no se parezca a la de Iguala, México, o Cartagena, España.
            “Un ensayo sobre el paseo en la historia y en la literatura universales” subtitula Javier Mina su libro El dilema de Proust (Berenice), en el que la erudición nunca abruma y no escasean los rasgos de humor. Andar, de Frédéric Gros, se subtitula “Una filosofía”, y se lee de otra manera: es, antes que nada, espléndida literatura, con pasajes que se aproximan al poema en prosa.
            Unos cuantos andarines ejemplares son estudiados en el libro de Gros. Comienza con Nietsche, cuya alacridad filosófica, tiene mucho que ver con el gusto por los largos paseos; termina con Gandhi, que convierte las marchas en parte esencial de su acción política. En medio quedan Rimbaud y su ansia de huir; Rousseau y las ensoñaciones de un paseante solitario; el vagabundeo melancólico de Nerval, la higiénica rutina de Kant y “la conquista de lo salvaje” de Thoreau.
            Henry David Thoreau es quizá la figura central del volumen, la que está vista con más admiración. Un gran caminante es a menudo lo contrario de un gran viajero. Thoreau caminaba varias horas al día, todos los días, pero lo hacía por los alrededores de su casa. Y sin embargo su libro Walden ha fascinado a más lectores que cualquier libro de viajes. “No hace falta ir muy lejos para andar”, explica Gros. El verdadero sentido de la marcha no es ir hacia otros lugares, “sino estar al margen de los mundos civilizados, sean los que sean”.
            Por eso dedica un capítulo a la filosofía cínica de la antigua Grecia, al denostado Diógenes y sus compañeros: “Rico es aquel que no carece de nada. Y el cínico no carece de nada, pues ha hallado el gozo de lo necesario: la tierra para descansar el cuerpo, el alimento que encuentra en su vagabundear, el cielo estrellado como techo, las fuentes para saciar su sed”.
            Lo que Gros nos ofrece en su libro es una filosofía y una poética del andar sin rumbo fijo: “Caminar es ponerse a un lado: al margen de los que trabajan, al margen de los productores de provecho y de miseria, de los explotadores y de los laboriosos, al margen de la gente seria que siempre tiene algo mejor que hacer que acoger el tenue resplandor del sol en invierno o el frescor de la brisa en primavera”.
            Los capítulos biográficos alternan con otros que tratan temas como la soledad, el silencio, la eternidad; en ellos la vivaz prosa ensayística –ejemplo siempre de la celebrada claridad francesa– se acerca con frecuencia a las fronteras de la poesía, como cuando enumera los distintos tipos de silencio: “Está el silencio del alba. Hay que partir muy temprano en otoño cuando la etapa es larga. Fuera todo es violeta, la luz repta bajo las hojas amarillas y rojas. Es un silencio atento. Caminamos sin ruido entre los grandes árboles oscuros, envueltos aún en una tenue noche azul. Casi nos da miedo despertarlos. Todo susurra en voz baja”.
            Frédéric Gros nos ofrece, junto a una sugerente filosofía del andar, todo un arte de vida.  
           
           


sábado, 18 de octubre de 2014

Un secreto, dos amigas, doscientos epigramas


El secreto de Raffles Haw
Arthur Conan Doyle
Espuela de Plata. Sevilla, 2014.

Hay escritores, quizá no de primera fila, que dominan, mejor que los grandes nombres, el arte de contar. Uno de ellos es Arthur Conan Doyle. Lo saben bien los muchos admiradores, que no decrecen con los años, de Sherlock Holmes. Imposible leer las primeras líneas de cualquiera de sus aventuras y no sentir el deseo de seguir leyendo. Menos conocido resulta que ese arte se manifiesta con igual maestría en el resto de su obra, no demasiado conocida. Un buen ejemplo lo encontramos en El secreto de Raffles Haw, novela protagonizada por un excéntrico millonario que anticipa al gran Gatsby. Aunque nos encontramos con un prodigioso palacio, propio de Las mil y una noches, y continuas y extrañas maravillas, todo trata de explicarse racionalmente al final. No lo consigue del todo y nos quedamos con la sensación de haber leído, bajo la apariencia de novela realista, un fascinante cuento de hadas que encubre un apólogo moral, bastante pesimista, sobre el ser humano.


Antología de epigramas
Marco Valerio Marcial
Traducción y nota preliminar de Pedro Conde Parrado
Trea. Gijón, 2014

Los clásicos que lo son de verdad siguen siendo nuestros contemporáneos. Los desenfadados epigramas de Marcial, de no haber sido escritos en la Roma imperial, solo podrían haber sido escritos en nuestra malhablada modernidad. Pero el tiempo no perdona ni siquiera a los clásicos y emborrona, lima, hace perder gracia a buena parte de su obra, que queda solo para pasto de filólogos. Por eso resultan tan necesarios estudiosos como Pedro Conde Parrado que ha sabido espigar de su extensa obra lo más vivo, punzante y emocionante. Porque Marcial no fue solo el maestro del epigrama mordaz, el maestro de Quevedo y de cuantos poetas satíricos vinieron después; también sabe conmovernos con poemas como el epitafio tan magistralmente traducido por Víctor Botas en Segunda mano: “Os encomiendo, padres, a la pequeña Erotion / que iluminó mis horas con su risa / para que sin temor avance hacia las negras sombras / y las monstruosas fauces del tartáreo can. / Seis días le faltaban para su sexto invierno. / Que juegue dichosa entre tan dulces protectores / balbuciendo mi nombre con ceceantes labios. / No cubras, tierra, con duro manto sus blandos huesos / ni le seas pesada; no lo fue ella para ti”.


Las deudas del cuerpo
Elena Ferrante
Traducción de Celia Filipetto
Lumen. Barcelona, 2014.

La portada más o menos insinuante, el prolijo índice de personajes que aparecen al comienzo, el enigma que rodea al autor (del que no se sabe nada, ni siquiera si es hombre o mujer), la indicación de que se trata de la tercera parte de una saga que se ignora si tendrá continuación, todo esto es más que suficiente para alejar de esta espléndida novela al lector que se acerca a una obra de Elena Ferrante por primera vez (si conoce ya alguno de sus libros no necesita de recomendaciones). Pero quien se deje llevar por todas esas señales desalentadoras, se perdería una obra maestra que se basta y se sobra a sí misma. La historia de dos amigas, nacidas en 1944 en un suburbio de Nápoles, nos recuerda a la gran narrativa decimonónica, y el lector agradece encontrarse con el aliento de los grandes maestros, pero su manera de contar, de entremezclar la pequeña con la gran historia, es absolutamente contemporánea. Las deudas del cuerpo (el título original, más hermoso, es Storia di chi fugge e di chi resta) comienza en los años sesenta, los años de la revuelta estudiantil. Una absorbente novela, como las de antes, escrita con minuciosa inteligencia. 

sábado, 11 de octubre de 2014

Luis García Montero: Defensa de la literatura



Un velero bergantín
Luis García Montero
Visor. Madrid, 2014.

Las defensas de la literatura, o de las librerías, tan frecuentes en estos últimos tiempos, suelen ser sospechosas. Cuando cerraron la última sala de cine de Segovia, hubo muchas protestas; el propietario respondió con una frase: “Si los que lamentan que no haya cine en su ciudad, hubieran ido al cine, no ya una vez a la semana, sino una vez al mes, yo no habría tenido que cerrar”. Lo mismo se les podría decir a los que se lamentan de que cada vez haya menos librerías.
            Luis García Montero en Un velero bergantín prefiere recurrir a la autobiografía en lugar de al quejumbroso tópico a la hora de defender la literatura. El título alude al conocido poema de Espronceda, “La canción del pirata”, del que se habla en el primero de los breves capítulos. El amor a la literatura rara vez tiene su origen en las aulas; el amor se aprende, pero no se enseña, y no admite el imperativo. García Montero descubrió la poesía en la voz de su padre, que gustaba de leerle poemas con teatralizada entonación y entre ellos, junto a la canción de Espronceda, uno muy famoso en su tiempo, ridiculizado después, “El tren expreso”, de Campoamor. Todos esos poemas los tomaba de una antología popular, Las mil mejores poesías de la lengua castellana.
            Memoria de lector agradecido es Un velero bergantín y en él se comentan, junto a los que escuchó de niño, poemas de Cernuda, Lorca, Salinas, Gil de Biedma o Brines. El comentario quizá más sugerente se dedica a un poema propio, “Mujeres”, incluido en Habitaciones separadas. Pocos poetas saben hablar de su obra con la lucidez con que lo hace García Montero, tan excelente poeta como perspicaz estudioso de la literatura. En “Mujeres” la anécdota biográfica se entremezcla con la tradición literaria –la “albada” medieval– para dar concluir en una reflexión crítica sobre la sociedad contemporánea.
            La poesía se entrelaza con la vida del autor, pero no se explica solo por ella, no es nunca la directa emanación de unos hechos biográficos. Los poemas que Juan Ramón Jiménez escribió a su llegada a Cádiz, tras el viaje americano que dio lugar a Diario de un poeta recién casado, le sirven para ejemplificarlo. En ellos todo es silencio y paz, cielo estrellado, unos gatos en la sombra, el centelleo de la luz del faro. Pero la realidad fue muy distinta. Uno de los baúles del poeta al parecer se había deteriorado durante la travesía, el poeta protestó indignado, puso una reclamación, tuvo que quedarse varios días en la ciudad. Todas esas minucias del “irascible vate” las analizó Juan Ignacio Varela Gilabert en una monografía y García Montero las resume con gracia. La poesía es verdad, pero su verdad no es la de la anécdota biográfica. Incluso puede que el poeta quiera hablar de una cosa y en realidad esté hablando de otra. En “Sonata triste para la luna de Granada”, de El jardín extranjero, se nos cuenta un paseo por la Granada de los años veinte; el poeta se imagina, aunque no lo menciona expresamente, que va de la mano de su abuelo, pianista que tuvo gran importancia  en su formación estética. Pero los lectores entendieron que hablaba de García Lorca y era Lorca quien en realidad estaba en el poema, fueran cuales fueran las intenciones del autor.
            La defensa de la literatura que hace García Montero no es solo una defensa de la literatura. Sus intenciones no son únicamente estéticas, sino también éticas. A la literatura en general, y a la poesía en particular, las considera elementos esenciales en la educación ciudadana.
            Este breve libro, que se lee de un agradecido tirón, acierta a eludir los riesgos de la clase magistral y del sermón cívico, gracias a un estilo sincopado y ágil que gusta de compendiar la reflexión en un aforismo: “La mejor forma de estar al día es leer cuatro clásicos por cada novedad”, “Hágase en mí según tu palabra, le dice el lector a sus libros favoritos”, “Cualquier profesor sabe que buena parte de sus conocimientos los aprendió mientras enseñaba”. Por eso el libro termina con un decálogo, con los diez mandamientos que el poeta ha ido descubriendo a lo largo de su trayectoria literaria. “Los dos peligros principales de la poesía –nos dice en uno de ellos– son el patetismo y la pedantería”.
            En ninguno de los dos incurre García Montero. Otro escollo no menos peligroso acierta a sortear Un velero bergantín: el de las buenas intenciones, de las que el infierno está lleno. El resultado es un ejercicio de inteligencia, la memoria agradecida de un lector con solo la dosis imprescindible de cívica moralina.

sábado, 4 de octubre de 2014

Juan Bonilla, caricias y puñetazos


Hecho en falta (Poesía reunida)
Juan Bonilla
Visor. Madrid, 2014.

Juan Bonilla, que se inició como poeta allá por 1988 con el cuaderno Cuestiones personales, pronto destacó como un prosista excepcional. Autobiografismo y sátira, enciclopédica curiosidad e insólita capacidad de darle la vuelta al lugar común, caracterizan sus artículos y relatos, y despertaron la admiración generalizada desde la aparición del primero de sus libros, Veinticinco años de éxitos. El poeta pareció a muchos quedar devorado por el prosista. De hecho, ciertos poemas no eran más que la versificación de pasajes de sus novelas o de algún artículo, como él mismo señala en la nota final a El Belvedere.
            Los que pensaban así, los que pensábamos así, estábamos equivocados, como Hecho en falta, su poesía reunida, demuestra cumplidamente. No ha querido seguir el habitual criterio cronológico. Ha barajado una muestra representativa, pero ni mucho menos exhaustiva, de los textos escritos a lo largo de un cuarto de siglo y les ha dado una cierta estructura puntuando el conjunto con haikus y colocado al final un poema que parece responder al que inicia el libro, del que copia algunos versos.
            El resultado es un volumen que se puede abrir por cualquier parte seguro de que no nos vamos a encontrar, como tantas veces ocurre en los libros de poesía, con una edulcorada banalidad o con una hermética nadería.
            Los versos de Juan Bonilla tienen muy a menudo la contundencia de un buen eslogan publicitario, nos provocan una sonrisa o nos parten el alma de un puñetazo.
            A Juan Bonilla le gustan los juegos de palabras, los chistes con o sin gracia, variar una frase hecha –“La Verdad es un periódico de Murcia”, “Dios es uno y estress”, “los maiakovskis de las discogrescas”, “tarde o temprano a la rutina se le cae la t”–, pero su poesía es mucho más que ese ramonear por los alrededores de la greguería, en contra de lo que algunos pudieron pensar, o pudimos pensar, en un primer momento.
            La parodia de conocidos poemas ajenos es una de sus especialidades. “No volverás a ser joven (Ni falta que te hace)” le da la vuelta a un poema de Gil de Biedma: “Que la vida no va en serio / lo empezamos a comprender muy pronto. / Como todos los jóvenes vinimos / fundamentalmente a hacer el tonto”; “De todos y de nadie”, a otro de Juan Ramón Jiménez: “Vino primero oscura, / vestida de impotencia”.
            Las habilidades que Bonilla muestra en los poemas, casi ejercicios de taller, y que le convierten en un ingenioso poeta menor son las mismas que hacen de él un poeta mayor. Ingenio hay en “El combate del siglo”, minuciosa crónica de un combate de boxeo en el que los púgiles son la tristeza y la alegría, o en “Filosofía”, erótico repaso a la historia de la metafísica, o en “Poemas míos que otros te escribieron”, del que adivinamos el punto de partida (la frase de Ortega “todo gran poeta nos plagia”), pero eso no le resta valor, todo lo contrario; lo mismo que ocurre con los versos de Alberto Caeiro en “Epitafio del enamorado”, uno de los más breves e intensos poemas de amor que se hayan escrito nunca: merece hacerse popular y perder el nombre del autor, como quería Manuel Machado.
            Conocer el modelo de algún poema de Bonilla no lo hace desmerecer, igual que ocurre con Garcilaso o San Juan de la Cruz. Leemos “Misión a las estrellas”, ese personal recuento de lo bueno y lo malo de este mundo, y recordar el borgiano poema de los dones no disminuye nuestra sorpresa ni nuestra admiración.
            Añade interés al libro un puñado de traducciones (“poemas míos que otros escribieron” diría Bonilla), entre las que destacan las resignadas e impactantes líneas sobre el suicidio de Dorothy Parker.
            Un poeta es un gran poeta cuando es capaz de escribir media docena de poemas que nos dejan sin aliento. Juan Bonilla, en un cuarto de siglo de cultivar intermitentemente la poesía, ha escrito esa media docena y tres o cuatro más. El resto son juegos de manos, juegos de palabras (quizá por eso sus textos dan tanto juego en los talleres de literatura), que no le reprochamos en absoluto porque nos permiten recobrar el aliento y olvidar que “se vive dentro del visor del arma / de un francotirador / apostado en quién sabe qué tejado, / el dedo colocado en el gatillo”.