sábado, 27 de diciembre de 2014

Benjamín Prado: Directo al corazón


Ya no es tarde
Benjamín Prado
Visor. Madrid, 2014.

La mala literatura está llena de buenos sentimientos y por eso comenzamos el nuevo libro de Benjamín Prado –tan claro, tan celebrativo– con cierta prevención. A ello se añade otro prejuicio. Del mismo modo que Ramón Gómez de la Serna transformaba cualquier género literario en una sucesión de greguerías, Benjamín Prado convierte todo lo que toca en un conjunto de ingeniosos, brillantes, contundentes aforismos. No otra cosa es el texto inicial de Ya no es tarde, “Cuestión de principios”, continuado en el que cierra el libro, “Punto final”, ambos una serie anafórica que intenta formular su poética, sus pretensiones a la hora de escribir: “Un poema que diga también lo que no dice. / Un poema que escuche a quien lo lee. / Un poema que diga que el que cierra los ojos / es cómplice de aquello que no ha querido ver”.
            ¿Hay solo anécdota sentimental e ingenio en el nuevo libro de Benjamín Prado? “Nunca es tarde para empezar de cero”, leemos en el primer verso de un poema. Y continúa: “llega María, acaba el invierno, sale el sol”. Los juegos de palabras no tardan en aparecer: “y de pronto la puerta no es un error del muro / y la calma no es cal viva en el alma”.
            En el poema “María y el fantasma” nos encontramos con un fantasma bien conocido que llega no para asustar sino para dar buenos consejos: “Existen ciertas noches en las que Ángel González / olvida que está muerto / y entra en casa, / enciende un cigarrillo, / jugamos a poner las cartas boca arriba”.
            Ya no es tarde es un libro de poemas de amor en el que se hace un sitio a la poesía social –“Poesía social” se titula uno de los poemas; otros, “Los camaradas”, “Tablón de anuncios”–, ya que “el amor se parece a las otras libertades / en que a todas les siguen los mismos enemigos”. Benjamín Prado, muy en su estilo, elogia a los poetas sociales recurriendo sorpresivamente al palíndromo: “Cuando oían que nada es verdad para siempre / que todo se transforma con decirlo al revés, / del modo en que el azar se hace la raza / o el líder el redil / o el animal la lámina, / contestaban que era posible un mundo / en que se pudiese cambiar de dirección / sin cambiar de sentido / –como aviva, / como oro, como radar, como ala…”
            Un libro de amor con preocupaciones sociales y lleno de literatura, como no podía ser de otra manera tratándose de Benjamín Prado. La familia de la que se nos habla en “Libro de familia” la forman los escritores leídos y releídos, los que nos han hecho ser lo que somos: “He aprendido a nadar en los libros de Conrad; / a huir en los poemas de Vallejo y Rimbaud. / Hablo cualquier idioma. Vivo en todas las épocas. / Me llamaban Machado: / mi tumba está en Colliure”. El largo poema se convierte así en un personal recorrido por la historia de la literatura.
            La pareja de amantes se pasea por la Lisboa de Pessoa y la Ginebra de Borges, visita la tumba de Auden y la casa de Juan Ramón Jiménez en Coral Gables. Los poemas son gratos de leer, pero bordean la circunstancial poesía viajera. No ocurre eso con “Tu nombre quemará mis labios para siempre”, el poema dedicado a Jerusalén, uno de los más destacados del libro.
            Se lee con gusto esta celebración de un amor tardío, siempre en un agradable tono medio y de vez en cuando –entre aforismos y alguna greguería: “los calcetines como liebres suaves; / las tijeras / que son / dos ríos amarrados”– con un chispazo de punzante e inédita verdad. Pero de pronto –el libro está a punto de terminar con la habitual hipérbole sobre la eternidad del amor (“Cuando África amanezca / cubierta por la nieve / y en los cuadros de Goya luzca el sol. / El día en que las águilas se vuelen de los dólares, / y Pompeya despierte / de su sueño a la sombra del volcán, entonces, / solo entonces, / dejaré de quererte”)– nos encontramos con un poema distinto, el poema más extenso del libro, que nos golpea directamente en el corazón.
            Se trata de una elegía. El tema resulta propicio a la falacia patética: habla de la muerte de la madre. Y lo hace, sin desdeñar la anécdota, los pequeños detalles, con palabras sencillas: “Le gustaban, la nieve, los gatos, la familia; / el fuego, / cocinar, / los cumpleaños, / llorar con las películas románticas; / encender velas en las catedrales. / Le asustaban los médicos, / las llamadas nocturnas, / las tormentas, / el frío, / los reptiles…”
            “Su viva imagen” es un poema memorable y conmovedor, inesperado en este cancionero amoroso, en esta celebración de un amor tardío.
            No bastan los buenos sentimientos para hacer buena literatura, cierto, como tampoco bastan las buenas intenciones. Pero no es el ingenio ni el artificio retórico –en los que Benjamín Prado resulta consumado maestro– lo que salva a un libro de poemas, sino la verdad y la emoción de sus palabras. Las de Ya no es tarde comienzan como un juego y acaban llegándonos directamente al corazón. 

sábado, 20 de diciembre de 2014

Publio López Mondéjar, técnica y magia


El rostro de las letras
Publio López Mondéjar
Ediciones del Azar. Madrid, 2014.

Publio López Mondéjar es un historiador de la fotografía que es algo más que el mejor historiador de la fotografía española. Su libro El rostro de las letras –editado con motivo de la exposición que actualmente se celebra en la sala Alcála-31 de la Comunidad de Madrid– no se limita a reproducir una hipnótica serie de fotografías, algunas bien conocidas, otras prácticamente inéditas, sino que también nos ofrece la síntesis panorámica de un siglo de literatura y de vida españolas, el que va desde 1839 hasta la guerra civil.
            Cuando en 1839 se divulgó el inventó el daguerrotipo, “aún humeaba la pistola con la que Larra puso fin a su breve existencia en su casa madrileña de la calle de Santa Clara”, comienza López Mondéjar un volumen que, a pesar de su carga erudita (con algún disculpable lapsus: Gómez Carrillo no se casó con la viuda del autor de El principito, sino al revés) está escrito para ser leído como se lee una novela, no solo para ser consultado.
            Los retratos fotográficos de los escritores se acompañan de una antología en la que ellos mismos se retratan con palabras unos a otros (a veces con crueldad, como hace Juan Ramón Jiménez con Gómez de la Serna) o se autorretratan (el caso de Manuel Machado), pero no menor interés, ni menos calidad literaria, tienen las semblanzas que López Mondéjar va dejando acá y allá y con las que podría formarse otra antología. Así comienza su presentación de Felipe Trigo: “Aquel médico militar, que gustaba de subrayar las historias de la guerra de Filipinas con su mano izquierda, siempre embutida en una guanteleta de cabritilla, escribía unos libros llenos de cierta brutalidad licenciosa, que cautivaban a sus lectores, que se miraban en aquellos amores quebrados, de un erotismo de cuartel y casino de pueblo”.
            La fotografía que más le interesa a López Mondéjar no es la fotografía artística, sino la que trata de reproducir la vida, por eso buena parte de su libro está dedicado al encuentro feliz de la fotografía con el periodismo. Un encuentro que tardó en producirse. Durante décadas en la prensa periódica no se publicaban fotografías, debido a la imposibilidad técnica de su reproducción, sino grabados, muchos de ellos hechos a partir de fotografías.
            Las fotografías comenzaron a aparecer tímidamente en Blanco y Negro y su rival Nuevo Mundo muy a finales del siglo XIX. Se mostraron en todo su esplendor a partir de 1914 en la lujosa revista La Esfera, muy a menudo acompañando a las entrevistas de El Caballero Audaz, un olvidado tarambana que fue el creador de la entrevista moderna, y llegaron a alcanzar su máximo esplendor en los años de la República con revistas como Crónica o Estampa y fotógrafos como Alfonso (y su hijo Alfonsito) o Campúa.
            Al contrario de lo que ocurría en Francia, la fotografía siempre fue vista en España como un arte menor, o más bien como un oficio, por eso los primeros fotógrafos de nuestro país fueron extranjeros y por eso los escritores mostraron tan poco interés por ella, aunque hubo excepciones, como la de Azorín.
            La prensa no solo hizo famoso la efigie de los escritores (divulgada también en la portada de revistas como El cuento semanal), sino que nos adentró en su intimidad. “El escritor mientras hace su obra” se titulaba una sección que el semanario Estampa comenzó a publicar a partir de enero de 1929. La entrega inicial se dedica a Baroja. Le vemos escribiendo, leyendo, en la imprenta, en automóvil con su hermano Ricardo, paseando: “Solo, con las manos en los bolsillos del abrigo, la cabeza un poco inclinada, don Pío vaga por las calles y los paseos de Madrid, como un oscuro y tranquilo burgués”. Bien conocidas son las fotos de Valle-Inclán –uno de los escritores por los que los fotógrafos mostraron mayor predilección– leyendo en la cama o rodeado de sus hijos.
            El ególatra Unamuno, que siempre quiso hacer oír su voz, contra este y aquel, en cualquier acontecimiento histórico, y Galdós, a quien le habría gustado desaparecer tras de su obra, son junto con Valle-Inclán las estrellas del volumen. Pero no menor interés presentan las fotografías de grupo –tertulias en los cafés, redacciones de periódicos– en las que aún parece escucharse, entre el humo de los cigarrillos, las apasionadas polémicas de entonces. O las de tantos nombres menores, la legión de los olvidados, cada uno de ellos con su novelería a cuestas.
            Un libro para mirar y remirar, leer y releer, una prodigiosa máquina de viajar en el tiempo.

                         

sábado, 13 de diciembre de 2014

Gregorio Morán, los intelectuales y el poder


El cura y los mandarines
Gregorio Morán
Akal. Madrid, 2014.

Por una vez, y sin que sirva de precedente, habría que dar la razón a editorial Planeta en su rechazo a publicar un libro, El cura y los mandarines, que pretende analizar las relaciones de los intelectuales con el poder entre los años 1962 y 1996, tomando como hilo conductor a Jesús Aguirre.
            De las casi ochocientas páginas que forman el volumen –792 para ser exactos, más las que componen el índice onomástico–, solo son catorce las que al parecer molestaron a la editorial. El autor se negó a retirarlas y aprovechó el rechazo consiguiente para buscar un rentable escándalo periodístico.
            Pero ese capítulo, “¡Todos académicos!”, no es ninguna excepción, ejemplifica muy bien el tono del volumen. De Emilio Alarcos, por ejemplo, nos dice que era “respetuoso y cobarde, muy inclinado a charlar con alumnos y alumnas sobre todo” y además “indolente, sobre todo, indolente” (los dos “sobre todo” están en la misma frase). Del presunto gusto de Alarcos por charlar con las alumnas no se nos dice nada más, pero sí se encuentra culpable para su indolencia: “Siguiendo las pautas de Clarín, Oviedo, en cuya Universidad ejercía, no favorece la creatividad ni la producción, pero es una ciudad magnífica para vivir en estado de mandarinato permanente”. ¿Clarín un ejemplo de limitada creatividad y escasa producción?
            Pero la estrella de ese capítulo es, sin duda, Víctor de la Concha, a quien se le reprocha de todo, comenzando por falsear su pasado: “Quien tenga la humorada de leer en Wikipedia el perfil biográfico de Víctor García de la Concha se encontrará con uno de esos divertidos trampantojos que imitan fachadas dieciochescas, con la pretensión de que parezca antiguo lo que no es más que pasado miserable”. Ignora Morán que la Wikipedia es una obra colectiva y revisable; si encontraba algún error en ella, en su mano estaba –está– subsanarlo. Pero en la Wikipedia no tendrían cabida las insinuaciones maliciosas que aparecen en sus páginas (léase lo que dice sobre las razones del “trato de favor” que recibía en el seminario) ni las directas descalificaciones: le compara con los pícaros clericales del siglo de Oro “que habían leído apenas y estudiado muy poco”.
            Para descalificar a un personaje, a Morán nada le gusta más que insistir en sus orígenes humildes. De Lázaro Carreter nos dice: “Él fue quien detectó el talento servicial, adaptable y desvergonzado de ese antiguo curilla que sabía lo que era el hambre y el frío de Asturias, más que él mismo, pues dada su condición de hijo de carbonero, frío no pasó nunca”.
            Ilustra la decadencia del PSOE señalando que el sucesor de Semprún, de tan ilustre familia, “habría de ser Jordi Solé Tura, catalán del Mollet del Vallés, menestral de procedencia –panadero– que con grandes esfuerzos, exilios y dificultades habría alcanzado la categoría de catedrático”.
            Se podría hacer una antología de descalificaciones (Lledó, “miedoso emboscado”; Mainer, “conocido por su especial capacidad para dorar la píldora a todo aquel que le facilite su carrera académica”; Juan Cueto, “avezado plumilla de la adulación high class”), todas ellas sin mayor justificación ni explicación. Y mejor así porque cuando da razones resulta peor. “Eminente imbécil” llama a un profesor asturiano, discípulo de Martínez Cachero, y luego se pregunta: “¿De qué garito habrán sacado a estos profesores de literatura con derecho a pernada? ¿Habrá cobrado por el delito cual sicario de la literatura?”. El delito de ese profesor es haber publicado una guía de lectura de Tiempo de silencio en la que su nombre figura en letras más grandes que el del autor de la novela y haber resumido la vida de Luis Martín-Santos de una manera que no gusta a Gregorio Morán.
            Abierto al azar por cualquier página, El cura y los mandarines podría servir de ejemplo de lo que no debe ser jamás el periodismo de investigación. En el primer párrafo de la página 644, se nos dice que existió “el rumor de una cierta relación entre Jesús Aguirre y la hermana de la reina”. En el párrafo siguiente ese rumor (al parecer inventado por García Hortelano) ya se da por cierto: “Lo suyo eran las princesas, lo tenía decidido. Ser Director General de la Música y de la Danza le consentía palcos principescos en el Real. Tanteó primero a la hermana de la reina Sofía; soltera de pasable ver pero muy menguada economía. Pero era un salto. Y de envergadura. ¡Entraba en la Familia Real!, qué carajo importaba el escaso peculio de la doncella, y a saber si todavía conservaba la doncellez”. El rumor se ha convertido en una certeza y no tiene inconveniente Gregorio Morán en describirnos el escándalo que produjeron en “las más altas esferas” –pido disculpas por citar textualmente– los avances de “aquel gañán medio santanderino, excura, maricón con toques de exhibicionista, pedante y vanidoso”.
            Pero si en el arte del agresivo libelo, Gregorio Morán es un maestro, no se puede decir lo mismo de sus capacidades como crítico literario. Abundan las alusiones despectivas a un “Dámaso Alonso acojonado” –culpable de darle nombre a la generación del 27–, y las descalificaciones de un plumazo (Pérez de Ayala, Azorín). Especialmente llamativo resulta el comentario a la antología Nueve novísimos (páginas 456-458). Encuentra en ella fuera de lugar a Gimferrer, de quien le bastan tres versos para encontrarse “con el colegio, los curas, las pajas, las teresianas señoritas y el olor a churro de la Barcelona reprimida de antes de la divinidad izquierdista” y además una simpleza sentimental que habría escandalizado a Bécquer. Termina su juicio negativo del libro con las palabras de un filólogo “poco dado al reproche público”, Emilio Alarcos: “Es posible que dentro de veinte años estos poetas cambien radicalmente y consigan comunicarnos algo más poético y vital. Por el momento, me dejan frío…”
            Ya han pasado más de cuarenta años, ¿no cree Morán que para descalificar a los poetas de la antología de Castellet habría que leer algo más de lo que publicaron en ella? Las palabras de Alarcos, por cierto, no sabemos de dónde están tomadas. Esa falta de apoyo documental caracteriza una obra que se pretende de investigación y abunda en afirmaciones contundentes (alguien diría injuriosas) sin fundamento alguno.
            El cura y los mandarines, gracias a Planeta, se ha asegurado el éxito periodístico, aunque pocos tendrán la paciencia de leerlo completo. Yo lo he hecho y les aseguro que no vale la pena. Demasiadas páginas para un divagatorio libelo.

(Para los curiosos, copio sin comentarios la respuesta del autor a la anterior reseña. Aparece en una entrevista del diario El Comercio realizada por Alberto Piquero y publicada el 16-12-2014.)


sábado, 6 de diciembre de 2014

Xaime Martínez, entre Batman y Baudelaire


Fuego cruzado
Xaime Martínez
Hiperión. Madrid, 2014.

Antes de hacer poemas, los poetas tienen que hacer dedos, como los pianistas antes del concierto. Xaime Martínez, que es también músico, lo sabe y en su segundo libro, lo mismo que en el primero, El tango de Penélope, hay mucho de cuaderno de ejercicios, de homenaje “a la madera de”. Pero eso que a partir de determinada edad sería garantía cierta de epigonismo, a los veinte años es una virtud, quizá la que más necesaria en un poeta joven junto con la omnívora curiosidad.
            Xaime Martínez parece haberlo leído todo, interesarse por todo. Comienza con un espléndido soneto que acredita que el poeta ha hecho los deberes, que conoce bien las herramientas de su oficio: “No sé si en este oscuro barroquismo / habrá alguna verdad, pero sí intuyo / que encontraré el cuchillo del que huyo / oculto en mis poemas y en mí mismo / y que habré de rendirme al postrer día / y decir lo que hoy calla la ironía”.
            La ironía le lleva al juego erudito de reconstruir, en la sección final del libro, los poemas del llamado “Corpus Batman”, los restos de una antigua epopeya protagonizada por el héroe de Gotham. Comienza parafraseando a Homero, termina con ecos del poema de Mío Cid: “Los murciélagos, testigos / ciegos del sordo dolor, / como un coro de tragedia / repetían su canción: / ¡Dios mío, qué buen vasallo / si hubiera buen señor!”
            Xaime Martínez ha leído con provecho a los clásicos y también a sus contemporáneos: parafrasea un poema de Víctor Botas que reescribía otro de Miguel d’Ors; parodia la ironía declamatoria de Manuel Vilas en “A un poeta de Twitter”.
            Nada resulta ajeno a la voracidad lectora de Xaime Martínez –también están muy presente Yeats y la poesía tradicional irlandesa y la poesía árabe…–  en un libro en el que abundan igualmente las referencias musicales –de Bob Dylan a Leonard Cohen: “Take this waltz”– y en el que no faltan epigramas que no habría desdeñado firmar Ángel González, como el titulado “Petronio”.
            A un poeta joven le sienta bien la mezcla de pedantería y desparpajo que caracteriza Fuego cruzado, un libro al que el continuo ejercicio de intertextualidad  (“Inteligencia, dame / el nombre exacto de las cosas” escribió Juan Ramón Jiménez; “el silencio es el nombre / exacto de las cosas”, le responde Xaime Martínez) no le quita verdad ni emoción.
            El polvo de las bibliotecas (y de las discotecas) se mezcla en Xaime Martínez con el polvo de la calle. Sus poemas hablan de amor y desamor, como tantos otros, pero nunca se confunden con el desahogo sentimental. Recurre con frecuencia al mito para explicar el mundo, pero sabe que los dioses y los semidioses de Homero hoy habitan también en las viñetas del cómic y las novelas gráficas, que Batman no es menos digno de admiración que Aquiles, y quizá más oscuramente complejo.
            Xaime Martínez cultiva la punzante brevedad del epigrama y también el poema de cierta extensión que canta y cuenta historias. En “La búsqueda”, que cierra el libro, recrea una leyenda iniciática con la atmósfera del cuento gótico tradicional.
            Inevitable resulta algún que otro descosido conceptual y que al poeta se le vaya alguna vez la mano en la ironía. El poema “A un poeta de Twiter”, escrito “a la maniera de M. V.”, según leemos en la dedicatoria, es un monólogo dramático protagonizado por el emérito papa Ratzinger, súbitamente enamorado de un poeta argentino –Carlos Salem– que declama en los cafés de Madrid. La inverosimilitud también tiene sus límites y ese papa que cita a Gimferrer o que se dirige a su presunto amado con un “Garcilaso, que eres un Garcilaso” los supera ampliamente; incluso el disparate requiere una cierta coherencia interna.
            Los buenos poetas no suelen destacar por su brillante expediente académico, aunque siempre ha habido poetas (Guillermo Carnero, Jaime Siles, el caso reciente de Rodrigo Olay, a quien precisamente está dedicado “La búsqueda”) que saltan a la poesía desde el banco del primero de la clase. Xaime Martínez pertenece y no pertenece a esa estirpe. Como ellos parece haberlo leído todo, pero es consciente, o eso creo, de que no lo sabe todo. Y esa es su mayor virtud.

            

martes, 2 de diciembre de 2014

Rubén Darío, el Islam y la poesía asturiana


Peregrinaciones
Rubén Darío
Edición de Francisco Fuster
Sevilla. Renacimiento, 2014.
  
Rubén Darío no fue solo uno de los mayores poetas de la lengua española. También ocupa un lugar de excepción en el periodismo literario. En 1900, el año que marca el tránsito de un siglo a otro, viaja a la Exposición Universal de París y luego recorre Italia de norte a sur. Las crónicas que fue enviaNdo al diario argentino La Nación las reunió en volumen al año siguiente con un título que indicaba que aquellos viajes eran algo más que meros viajes: peregrinaciones a los santuarios de la gran cultura. Leídas hoy estas páginas nos permiten, a la vez que volver a recorrer lugares que no han perdido nada de su prestigio, viajar en el tiempo, entrever al poeta D’Annunzio rodeado de su corte de admiradores, asistir a una audiencia de Leon XIII, recorrer el París que se esconde tras las bambalinas de la Exposición. Al efímero periodismo le suele sentar mejor el paso del tiempo que a mucha de la literatura que nace con vocación de eternidad.


Suroeste
Revista de literaturas ibéricas
Antonio Sáez Delgado
Badajoz, 2014. 

Todas las lenguas de la península se dan cita en Suroeste, una de esas revistas enciclopédicas que se publican una vez al año y que parecen hechas para servir de lectura durante todo el año. Hay relatos, ensayos (Arnaldo Saraiva se ocupa, por ejemplo, de “Eugénio de Andrade e a Espanha”) y, sobre todo, poemas. En esta última entrega, la cuarta, junto al español, el portugués o el catalán, representados por algunos de sus mejores escritores actuales, sorprende encontrarse con la lengua asturiana, por lo general olvidada. Los poemas de Chechu García, que hablan de un pozo minero o de las esquelas colocadas en un poste de la luz, nos demuestran que no hay fronteras entre lo local y lo universal o que, si las hay, para traspasarlas solo hace falta el pasaporte del talento. “Teselas” –como él nos dice en “Maravíes” de las maravillas del mundo– son todos los poemas, estén escritos en la lengua en que estén escritos, “na rara flor del tiempu”.


El Islam ante la democracia
Philippe d’Iribarne
Pasos perdidos. Madrid, 2014.
  
Lo que el sociólogo francés Philippe d’Iribarne, nacido en Casablanca en 1937, nos dice en este libre es posible que no contente a nadie, ni a los islamófobos que consideran al mundo musulmán incompatible con los derechos humanos y la democracia ni a los que consideran que es un mundo plural y contradictorio que no puede confundirse con sus representantes más radicales. También el cristianismo se opuso durante siglos a los derechos humanos y a la democracia (“el liberalismo es pecado” dictaminó una encíclica papal), pero su relación con la verdad y el conocimiento es distinta de la que se da en el Islam. El Coram ha sido dictado directamente por Dios, ninguna de sus palabras puede ser alterada o discutida; los Evangelios, en cambio, no son un único texto, sino cuatro, y a veces contradictorios, por eso pueden ser discutidos o interpretados. También pueden discutirse las tesis bien documentadas y bien razonadas de Philippe d’Iribarne, pero lo que resulta indiscutible es que hacen pensar y que ayudan a entender mejor uno de los más graves problemas de hoy: la convivencia con el mundo musulmán, la integración del Islam en las sociedades occidentales.