sábado, 26 de diciembre de 2015

De Verlaine a Hitler: el diario de Harry Kessler


Diario (1893-1937)
Conde Harry Kessler
Edición de José Enrique Ruiz-Domènec
Traducción de Raúl Gabás
La Vanguardia Ediciones. Barcelona, 2015.

El día 10 de julio de 1895, un joven nacido en París, educado en Londres, hijo de un rico comerciante alemán, visita a Verlaine. Quiere su colaboración para la revista literaria que dirige. Llegamos con él hasta una mísera casa de la Rue Saint-Victor, subimos por unas escaleras que huelen “a gato, carbón y pañales tendidos”, llamamos a la puerta y entramos en la única habitación que constituye el piso “de uno de los más grandes poetas de Francia”. Verlaine, tumbado en la cama, vestido y con zapatillas, tarda en incorporarse.
            Los diarios, cuando lo son de verdad, nos permiten viajar en el tiempo. Harry Kessler (1868-1937) comenzó a escribir el suyo cuando tenía doce años; un mes antes de su muerte fecha la última anotación. Las docenas de cuadernos manuscritos que lo constituyen han vivido su propia novela. Parte de ellos, cuando vivía en exiliado España, los guardó en la caja de seguridad de un banco. Pasado medio siglo, en los años ochenta, allí se descubrieron. Ya se han publicado ocho tomos de unas mil páginas cada uno; queda todavía por publicar otro tomo más. Una selección de esas páginas, editadas y anotadas con muy buen criterio por José Enrique Ruiz-Domènec, se publican por primera vez en español. Todo un acontecimiento diríamos, si la palabra no estuviera gastada. Una aportación fundamental para entender desde dentro el esteticismo finisecular y el primer tercio del siglo XX.
            El esteta que en su juventud escucha a Verlaine hablarle de Rimbaud (“Ha ejercido una gran influencia sobre mí. Me ha hecho mucho bien y mucho mal. No era un demonio ni un ángel, era solo un hombre o, más bien, un niño genial”) termina su vida bajo la sombra de Hitler. Tardó, como toda la gente de su tiempo, en darse cuenta de lo que suponía el nazismo. En 1925, todavía era capaz de verlo como una pintoresca anécdota: “Una mañana lluviosa y fría. Cae una lluvia fina que vacía las calles. En la Postdamer Platz había algunos jovenzuelos llevando la svástica, con enormes estacas, rubios y tontos como tiernos terneros”.
            En julio de 1933, sentados en una terraza de París cercana a la Gare d l’Est, mientras se beben dos botellas del mejor champán, le escucha al filósofo Keyserling estas proféticas palabras, que anticipan unas memorables páginas de Borges: “Hitler forma parte de la categoría de los suicidas en potencia, es alguien que busca la muerte, y encarna así un rasgo fundamental del pueblo alemán, el que liga el amor con la muerte, el cual revive siempre en la desventura de los Nibelungos como una experiencia que se repite. Los alemanes solo se sienten enteramente alemanes en esa situación, admiran y quieren la muerte sin otro motivo que no sea su propio sacrificio. Y presienten que Hitler los lleva de nuevo a la desventura de los Nibelungos, a una grandiosa destrucción; eso es lo que encuentran fascinante en él, y por ese motivo Hitler llena su aspiración más profunda: Los franceses y los ingleses desean la victoria; los alemanes no desean más que morir”.
            Harry Kessler participó en la Gran Guerra como combatiente en el ejército alemán y las páginas que a ella le dedica, lúcidas y desapasionadas, ayudan a entender un poco mejor aquel sanguinario embrollo sin explicación racional alguna.
            Crítico de arte, libretista, junto a Hofmannsthal, de varias obras de Richard Strauss, editor de algunos de los libros más hermosos que se hayan impreso nunca, Kessler, tras la guerra, y hasta la llegada de los nazis, participó activamente en política: fue embajador en Varsovia y dirigente de un partido de la izquierda moderada. En su diario nos ofrece una minuciosa crónica de los movimientos revolucionarios que siguieron a la derrota y del interesado caos en que estuvo sumida la república de Weimar. El lector actual se pierde un poco en esa democrática jaula de grillos, en esos debates y conflictos que barrieron los nazis de un plumazo. Más le interesan algunos encuentros. Como los reiterados con Einstein, que le explica sus famosas teorías, y que se muestra sorprendido por el interés que despiertan.  Tras un triunfal viaje por América, en 1921, se sigue considerando “un loco soñador, un impostor, que no le da a la gente lo que se espera de él”.
            No trata de hacer literatura Harry Kessler en este diario, muy veladamente trasluce su relación sentimental Max Goertz, veinte años más joven que él; se limita a ser un cronista ilustrado y ejemplar del tiempo que le ha tocado vivir. Pero a veces, como cuando, en agosto del 18, cuenta el regreso a su casa de Weimar, tras los años del conflicto, alcanza la intensidad del poema en prosa. Ninguna mejor elegía de una época desaparecida para siempre que la simple enumeración de los objetos que encuentra en ella: una dedicatoria de D’Annunzio, cigarrillos persas de Isfahán, un programa del ballet ruso de 1911 con fotos de Nijinsky, el libro secreto de lord Lovelace, nieto de Byron, acerca de su incesto, obras de Oscar Wilde y Alfred Douglas con una carta de Ross, una edición de lujo, todavía sin abrir, de Robert de Montesquiou, a quien Proust convertiría en el baron de Charlus…
            Un diario, cuando es la obra de una vida, cuando se escribe a lo largo de casi sesenta años, se convierte en un maremágnum inagotable e inabarcable que necesita de un paciente editor. Ruiz-Doménec ha cumplido ese papel de la manera más inteligente posible. 

sábado, 19 de diciembre de 2015

Susana Benet, mínimas maravillas


La enredadera
Susana Benet
Renacimiento. Sevilla, 2015.

Digámoslo claramente: los libros de haikus casi siempre defraudan. Un haiku –algo más que tres versos de cinco, siete, cinco sílabas– es un chispazo, un milagro, un súbito hallazgo que bordea la nadería, el juego de palabras, la greguería –tan parecida a veces, tan distinta siempre–  y que necesita más que ningún otro poema la colaboración del lector. Un buen lector de haikus es casi tan difícil de encontrar como un buen autor de haikus.
            Como resulta bien sabido, se trata de un breve poema estrófico que procede del Japón, donde está sometido a muy estrictas reglas, temáticas y formales, que tienen tanto que ver con la estética como con la espiritualidad. Pero el haiku ya se ha extendido por todo el mundo –abunda especialmente en la lengua inglesa– y ha prescindido de las ataduras tradicionales. No escasean, sin embargo, los ortodoxos que niegan la condición de haiku a toda composición que no se someta a ellas. Un ejemplo lo encontramos en el libro de Vicente Haya Aware, tan rigurosamente informado como, en más de un capítulo, disparatado.
            Raro es el poeta actual que no haya escrito haikus, pero solo Susana Benet se ha atrevido a convertirlos en lo fundamental de su obra. La enredadera reúne sus tres libros anteriores –Faro del bosque (2006), Lluvia menuda (2007), Huellas de escarabajo (2011)– y les añade una nueva colección, Ráfagas, premiada en Colombia en 2013, y un puñado de inéditos. El resultado en un breve volumen inagotable, que se puede abrir por cualquier página sin que en ningún caso nos defraude.
            Los aficionados al haiku ya conocen a Susana Benet y no se perderán esta recopilación, pero quienes sienten reparos ante el género, quienes no acaban de verle la gracia al famoso haiku de Bashoo (“Un viejo estanque / se zambulle una rana / ruido de agua”), “tal vez la poesía más sabida y recitada de toda la poesía japonesa” en opinión de Rodríguez-Izquierdo, no tardarán en sentirse seducidos por algunos de estos breves poemas, que no necesitan de ningún excipiente doctrinal para llegar a los lectores.
            ¿Cuál es el secreto del arte prodigioso de Susana Benet? En primer lugar, saber mirar, jugar como un pintor con los colores: “Rojas cerezas. / Entre las ramas verdes / mi mano blanca”. Muy en la tradición japonesa, hay en estos haikus jardines, y otoños, sauces y montañas, nieblas y primaveras, toda la parafernalia que parece exigir el género (aunque en Susana Benet no resulta nunca convencional), pero también –y este es su segundo secreto–  un mundo doméstico y cotidiano que no duda en incurrír en el feísmo (“Al entregarme / la compra el carnicero, / sangre en las uñas”) ni en referirse a las tareas caseras: “Plancho y aliso. / Cuando toco las sábanas, / toco tu cuerpo”.
            El tercer secreto de Susana Benet tiene que ver con su capacidad para expresar una emoción con las mínimas palabras. Solo a ella le basta el cordón desatado de un zapato para escribir un poema de amor; “Junto a mi pie, / el cordón desatado / de tu zapato”. O unas colillas para referir su desgaste: “Antes dejabas / dos rosas al marcharte. / Ahora, colillas”. Solo ella es capaz de expresar, con una mirada al reloj, el egoísmo de la vida que sigue su ritmo sin atender razones: “Ante el enfermo, / consultan su reloj / los visitantes”. Y el más famoso de los suyos, que Carlos Bousoño en su Teoría de la expresión poética, podría haber citado como ejemplo de superposición temporal (tiempo futuro sobe tiempo presente): “Un niño juega / a enterrar a su padre. / Día de playa”.
            Saber mirar, saber sentir, saber decirlo en las diecisiete sílabas del haiku (ni una más, ni una menos), en eso se resume el arte de Susana Benet. En sus versos no hay pastiches orientalistas ni artificiosas iluminaciones más o menos zen, hay una jaula oxidada y silenciosa en la basura, un gorrión que vuela de mesa en mesa en la terraza de una cafetería, lavadoras que pulsan convulsas en la paz de la noche, las botas rojas de un niño bajo el paraguas, una ventana de hospital a la que se asoman los pinos llenos de pájaros, la entrada de un cine que ya no existe encontrada de pronto en un viejo bolso.
            En La enredadera, uno de esos raros libros a los que basta abrir al azar por cualquiera de sus páginas para que de inmediato entren a formar parte de nuestra vida, encontramos lo que vemos sin ver todos los días, lo que todos hemos sentido alguna vez sin ser capaces de expresarlo, la música y la magia del instante, el temblor y el misterio de la cotidianidad.

sábado, 12 de diciembre de 2015

Elvira Lindo: Nueva York, Antonio y yo




Noches sin dormir
Último invierno en Nueva York
Elvira Lindo
Seix Barral. Barcelona, 2015


Nueva York, como París o Venecia, es en sí misma un género literario. De ahí que resulte tan fácil, y a la vez tan difícil, escribir sobre ella. Fácil porque el interés del público (unos aman y otros detestan Nueva York, pero a nadie deja indiferente) está garantizado; difícil porque resulta casi imposible escapar al tópico.
            Elvira Lindo lo consigue mezclando varios ingredientes. El primero, el que aparece ya en las páginas iniciales, tiene que ver con su propia historia personal. Nos cuenta una visita a una psicóloga (también lo hacía en su otro libro neoyorquino Lugares que no quiero compartir con nadie) en la que pronto se siente desbordada por las emociones reprimidas. Como un ejercicio de psicoanálisis pueden entenderse muchas de estas anotaciones: en ellas habla de su infancia, de la figura (cada vez más borrosa) de su madre, de la relación con el padre y del sentimiento de culpa por haberle abandonado al venirse a Nueva York.
            Son páginas valientes y lúcidas que impiden que el libro se convierta en un mero ejercicio de costumbrismo o en la hagiografía del escritor con el que Elvira Lindo comparte la vida, Antonio Muñoz Molina. A los admiradores (que son legión) y a los detractores (que no son pocos) del autor de El jinete polaco se les proporciona abundante munición para continuar con sus filias y sus fobios.
            Los elogios a veces producen un poco de vergüenza ajena. Tras contarnos una visita del escritor a un centro escolar del Bronx para explicar a los alumnos La flauta mágica, escribe que “debería haber un Muñoz Molina en cada instituto, en la Facultad de Historia del Arte, en la de Filología, en el Conservatorio”. Y añade: “Hay que aprender de quien siempre ha sido discreto, generoso, de quien siempre comparte sin reservas lo que sabe, huye de la pedantería y no alardea de sus logros”.
            No lo necesita, pensará seguramente el lector: convive con el más eficaz jefe de prensa. También encomia sus habilidades en la cocina y a un  paso está (pero afortunadamente se contiene a tiempo) de detallarnos sus habilidades como amante. Claro que tampoco se olvida de insinuar su tacañería, en una divertida viñeta tras ser considerado como senior por una taquillera, ni de insinuarnos que el escritor prestigioso será él, pero la verdaderamente famosa es ella: a una norteamericana, con la que se encuentran en el metro, y que ha estado trabajando en Jaén, no le dice nada el nombre de Muñoz Molina (“luego lo busco en Google”), pero pone los ojos en blanco cuando oye el de Elvira Lindo: “Oh, my God! I can’t believe it! Manolito! You!”
            El Nueva  York de Elvira Lindo no es el habitual del turista, sino el del residente que ha de sufrir los inconvenientes de una ciudad particularmente dura, sobre todo en invierno. Pero no deja de señalar lugares que no aparecen en las guías y que son precisamente los preferidos de los turistas: restaurantes, locales de copas, antros de seductora música en vivo (y no solo). 
            Y no faltan los personajes que forman el coro de la pareja protagonista. Los escritores (Norman Manea o Colm Tóibín) o los personajes conocidos que pasan por la ciudad (se asiste a un mitin de Pablo Iglesias, a un concierto de Pablo Heras-Casado, quien les presenta a su novia, Anne Igartiburu) importan menos que la señora encargada de la limpieza, la estricta Rubiela, o que el peluquero Dani.
            Las anotaciones de Noches sin dormir (el insomnio de la autora es otro de los temas recurrentes) abarcan de enero a mayo de este mismo año y constituyen una dilatada y razonada despedida. Tras más de una década de vida neoyorquina, ha decidido dejar la ciudad. Importa poco si esa decisión es o no definitiva (parece que no: Muñoz Molina sigue enviando desde Nueva York sus artículos semanales). Sirve para darle un aire de anticipada melancolía a muchas de sus páginas, que a ratos incluso se aproximan al poema (como cuando nos habla de Washington Square nevada y solitaria, “una estampa de Henry James”) o incurre directamente en él: “A veces voy por la calle y pienso en verso, en verso libre. Siento que es una intromisión en un terreno que no me pertenece y no suelo escribir los versos que paseo”. En este libro hace una excepción e incluye un largo poema, “Si yo tuviera ahora veinte años”, que entrevera humor y melancolía y se lee con más agrado que las convencionales tiradas líricas de tantos poetas profesionales.
            El libro se acompaña con fotografías de la autora (en Nueva York es difícil no ser fotógrafo), que añaden verdad a lo que se cuenta (retratan a algunos de los personajes), y que en muchos casos tienen un sugerente aire pictórico (acentuado por los retoques de Ana Zaragoza).
            Noches sin dormir, un libro más sobre Nueva York, no es un libro más sobre Nueva York. Quienes aman Nueva York no deben perdérselos. Tampoco los admiradores de Muñoz Molina o de Elvira Lindo. Ni quienes los detestan a ellos o a la ciudad: pasarán un buen rato descubriendo nuevos motivos para seguir detestándolos.

sábado, 5 de diciembre de 2015

José Luis Rey, el vuelo excede el ala


Los eruditos tienen miedo
(Espíritu y lenguaje en poesía)
José Luis Rey
La Isla de Siltolá. Sevilla, 2015.

Un centenar de semblanzas de poetas (con dos excepciones: Dickens y Calvino), centradas la mayoría en comentar alguno de sus poemas, reúne José Luis Rey en un libro de título irónico Los eruditos tienen miedo en el que defiende la tesis de que la poesía no es cuestión de lenguaje sino de espíritu y que la más alta poesía es la que habla de la poesía misma.
            Las semblanzas de poetas están escritas en un tono lírico, deudor quizá de ciertas semblanzas juanramonianas (recordemos sus Españoles de tres mundos), que a menudo resulta enfadoso. A Juan Ramón Jiménez –presencia constante en el libro, “el deseante único entre las mariposas de tela detenidas en el viento” le llama– se le dedica precisamente el primero de los capítulos; basten unas líneas para ejemplificar el tono:: “Engatusado, engatusado, dime. ¿Es aquello Moguer, es la muerte, es la casa de la pobre loca que te mandaba naranjas? Ay, pero todo es lo mismo. La vida y la muerte. La ilusión y la pérdida. El amor y el destierro. El azul y el verde y el azul. Azul y verde. ¿Pero lo mismo? ¿Espíritu y lenguaje lo mismo?”
            La mayoría de los capítulos se dedican a glosar un poema concreto, que solo se reproduce en unos pocos casos. De hacerlo en todos, como parecería esperable, el libro podría haber constituido una sugerente y caprichosa antología, un canon personal, en el que los nombres inevitables  y esperados, Eliot o Cernuda, Baudelaire o Coleridge, alternan con otros más desconocidos e intercambiables.
            José Luis Rey comenta los poemas siempre en la misma dirección, sin detenerse en los valores formales del texto. Da la impresión de que para él lo importante es lo que el poema dice –el espíritu, no la letra– y que siempre dice lo mismo, lo haya escrito Mallarmé o Quevedo, Rilke o Borges.
            Esa coincidente interpretación suya a menudo resulta tan forzada que nos hace sonreír. En el conocido soneto de Quevedo “Miré los muros de la patria mía” no se nos habla, como algunos ingenuos pretenden creer, de la decadencia del imperio español o de la cercanía de la vejez, sino del lenguaje y la poesía. “Entré en mi casa” comienza el primer terceto y en ella encuentra su “báculo más corvo y menos fuerte”. Esa casa, para José Luis Rey, es “el lenguaje, el poema” y el báculo es “el cetro del verbo”.
            Del mismo modo Borges, en el soneto que dedica a Spinoza, no habla del filósofo judío, sino “de la figura del poeta entregado a labrar su palabra mientras lo cerca una realidad enemiga y anodina”. Verso a verso se comenta el poema desentendiéndose del poema, mero pretexto para que Rey nos exponga sus ideas sobre la poesía. El rebuscamiento de la explicación resulta a veces excesivo. “Las translúcidas manos del judío”, el primer verso del soneto, se glosa de la siguiente manera: “Ahora bien, aunque nada nos quede de ese largo trabajo de pulir palabras, sabemos al menos que, en el sucederse oscuro de las horas, nuestras manos se volvieron traslúcidas. ¿Por qué? Porque la misma vocación poética es ya un don y las manos de quien escribe el camino hacia la diosa, de quien traza el mapa, se han iluminado ya para siempre”.
            ¿Las manos traslúcidas son manos iluminadas o manos quejan pasar la luz? No le pidamos precisión a José Luis Rey, quien escribe su prosa con el mismo estilo vagamente asociativo que sus poemas.
            “Amor fou”, el conocido poema de Luis Alberto de Cuenca, se interpreta del mismo modo. “Los reyes se enamoran de sus hijas más jóvenes. / Lo deciden un día, mientras los cortesanos / discuten sobre el rito de alguna ceremonia / que se olvidó y que debe regresar al olvido”, comienza. José Luis Rey interpreta que el poeta-padre se enamora de la poesía-hija y todas las referencias del poema irían en ese sentido. Por ejemplo, la ceremonia sobre cuyo rito discuten los cortesanos no es otra que “la de la creación, la de la epifanía del canto”.
            No escasean las ingenuidades entre tanta lírica vaguedad. La semblanza de Maiakovski comienza con esta afirmación: “Lo siento, Vladimir, pero la democracia es mejor que la revolución”.. Y más adelante le pregunta o se pregunta: “¿Qué habrías escrito tú, que habría escrito nuestro Blas de Otero en una democracia asentada?”
            El rechazo de Rey hacia la poesía social le lleva a pensar que es mejor la poesía que se escribe en una democracia que en una dictadura o en un período revolucionario, Y sería mejor porque en una democracia no habría motivo para la protesta y el poeta podía dedicarse a hablar de la poesía, el único tema en su opinión digno de la poesía.
            No vamos a discutir las ideas teóricas de José Luis Rey (a menudo escapan al campo de los racional), pero sí señalar algunos errores de apreciación. Rubén Darío es algo más que pura “música verbal”, como él pretende: en su poesía hay denuncia, desolación existencial, compromiso. Y Góngora, continuamente aludido, tampoco es “pura música” ni las Soledades han surgido de la nada. Para José Luis Rey, en los grandes poemas de Góngora, “el asunto es que no hay asunto, porque el asunto es la poesía”; Góngora sería así “el mayor poeta del silencio”, “el Moisés que nos condujo hasta aquí, hasta la tierra en blanco del verbo”.
            Pero al minimizar la historia, al no cantar la cólera de Aquiles sino los pasos de un peregrino en una isla, no se elimina el argumento (y ahí está su “Fábula de Polifemo y Galatea”), ni tampoco supone partir de la nada, prescindir de la tradición: Góngora pone en juego en cada verso toda la mitología y toda la erudición clásica. En los primeros versos de las Soledades ya nos entramos a Júpiter transformado en toro para raptar a una joven: “Era del año la estación florida / cuando el mentido robador de Europa”.
            Los prejuicios estéticos de José Luis Rey quedan patentes acá y allá, en cuando se deja de líricos alardes y vaguedades teóricas. Así comienza su comentario de un poema de Charles Simic: “De no ser por su cualidad imaginativa y su capacidad irónica, los poemas de este conocido autor caerían de pleno en el realismo y, por tanto, carecerían de interés”. ¿No tiene interés la literatura realista, carecen de cualidades imaginativas Flaubert o Henry James, falta capacidad irónica a poetas como Nicanor Parra o Ángel González?
            Y no entremos en lo limitada y tópica que resulta su lectura de la poesía de Bécquer, al que considera un poeta solo apto para adolescentes. Da la impresión de que a José Luis Rey los poemas no le interesan en sí mismos, sino en tanto se acomodan a sus prejuicios sobre lo que es o debe ser la poesía. Pero tiene la suerte de haber encontrado un procedimiento, la glosa acrítica que utiliza el texto como pretexto, con el que no hay poema que no se acomode a ella.  

sábado, 28 de noviembre de 2015

La fortuna póstuma de Basilio Fernández


Poesía completa (1927-1987)
Basilio Fernández
Edición de Emiliano Fernández
Impronta. Gijón, 2015.

Basilio Fernández (1909-1987) fue un poeta con suerte en sus inicios, cuando todavía adolescente Gerardo Diego le puso en el centro mismo de la renovación poética de los años veinte, y en la publicación póstuma de su obra, que ha contado con un editor ejemplar, Emiliano Fernández.
            Emiliano Fernández dio a conocer en 1991 una obra poética escrita a lo largo de sesenta años y completamente inédita, salvo tres o cuatro poemas juveniles. Gracias a la eficaz intervención de Antonio Gamoneda ese libro obtuvo al año siguiente el Premio Nacional de Literatura, lo que contribuyó a llamar la atención de todos sobre un poeta secreto de elusiva biografía, casi de ficción heteronímica.
            Un cuarto de siglo después, y a cargo del mismo estudioso, aparece su Poesía completa, que no añade demasiados poemas a los ya conocidos, pero que reorganiza el conjunto, incorpora las adecuadas notas y un extenso prólogo biográfico y crítico que no disipa del todo el misterio del poeta, pero que no los hace más cercano.
            Acostumbrados como estamos a disparatadas ediciones supuestamente críticas en las que el texto queda ahogado por vacua erudición, esta Poesía completa debería ser utilizada en las universidades como modelo para la edición de un autor contemporáneo.
            No lo tenía fácil el editor. La obra de Basilio Fernández estaba desordenada en cuadernos y carpetas, con múltiples correcciones, con muchas dudas sobre qué versión podría considerarse definitiva. Han hecho falta décadas para poner orden en ese caos. El editor ha tenido que tomar continuas decisiones, pero todas nos las explica adecuadamente y siempre ha optado por intervenir solo lo imprescindible.
            Los poemas aparecen limpios en la página, con clara tipografía, sin ser interrumpidos por ninguna nota, pertinente o no (la mayoría de las ediciones académicas –se exceptúan las que coordina Francisco Rico– están llenas de superfluas notas que nos informan, por ejemplo, de que en el borrador ponía “pero” donde ahora pone “mas” o de que tal metáfora al editor le recuerda tal pasaje de otro poeta). Todas las notas, y los poemas que quedaron en borrador, aparecen al final de cada sección, en letra de un cuerpo menor, a disposición del estudioso o del curioso.
            Los poemas, antes de ser analizados o comentados, deben ser simplemente leídos, escuchados diríamos mejor (aunque solo hagamos de ellos una lectura mental), y para ese elemental operación muchos estudiosos de la literatura parecen paradójicamente negados. Un poema no admite interrupciones; su valor estético desaparece cuando se entremezcla con él la voz del crítico. La intimidad de poema y lector, de obra literaria y lector, debe ser respetada. Los intermediarios, una vez que han conseguido que ese encuentro se produzca, han de quedar fuera.
            Estas cosas las sabe bien Emiliano Fernández y no estaría mal que diera lecciones de buen hacer a los doctorandos de la universidad española (y a más de un doctor: quien lo dude que hojee la reciente edición de Las cosas del campo, de Muños Rojas, a cargo de Juan Luis Hernández Mirón y con prólogo de Luis Landero).
            Una edición ejemplar, sin ninguna duda, la que han preparado Impronta y Emiliano Fernández. ¿Pero es Basilio Fernández un gran poeta o solo una figura menor? Una figura menor, sin duda alguna, si lo comparamos con los grandes nombres del 27, de los que puede considerarse un epígono, como en su momento lo fue Miguel Hernández.
            Una figura menor, pero un poeta verdadero. Renunció muy pronto a la carrera literaria, se refugió en la dorada mediocridad provinciana, quiso renunciar también a la poesía, pero no fue capaz: una y otra vez, aunque con grandes períodos de silencio, volvía a los poemas. Emiliano Fernández no se engaña ni nos engaña. Nunca pierde el sentido crítico y no disimula cuando el fuego de la poesía se convierte en ceniza en las manos del poeta, cuando el poema pierde tensión al final, cuando las correcciones emborronan los versos. Por eso debemos creerle también cuando subraya los aciertos.
            Es un buen guía de lectura Emiliano Fernández. Sus notas críticas nunca condescienden con la subjetiva divagación; solo relacionan los versos con los textos que le consta que leyó el poeta (en la bibliografía final se enumeran los libros de su biblioteca).
            Lo más característico de la poesía de Basilio Fernández está escrito en un verso libre de raíz surrealista, pero comenzó tentado por la emulación gongorina (sus primeros poemas son de 1927) y por el juguetero creacionista, no en vano su mentor fue Gerardo Diego. Siempre prescindió de la anécdota, biográfica o no (herencia de la poesía pura juanramoniana), y no se dejó contagiar por el realismo crítico de los poetas del cincuenta. Emiliano Fernández destaca el interés de sus poemas finales, los de los años ochenta, asordinadamente reflexivos, sin renunciar a la imagen insólita..
            El libro en el que puso más empeño se titula Solitude, opcional Abril y lo comenzó a escribir en Italia a finales de los años veinte. Si ese libro se hubiera publicado en su momento, otra habría sido la trayectoria literaria de Basilio Fernández.
            Él mismo llegó a pensar que escribía para nadie y que amarillear entre olvidados papeles familiares sería el destino más probable de sus manuscritos, a los que no parecía dar demasiada importancia. Pero tuvo la suerte de encontrar el más inteligente y dedicado albacea. Gracias a él Basilio Fernández ha encontrado su sitio en la literatura española y en el corazón de un puñado de fieles y exigentes lectores.

sábado, 21 de noviembre de 2015

José Cereijo, celebración y elegía


Los dones del otoño
José Cereijo
Pre-Textos. Valencia, 2015.

Como Eloy Sánchez Rosillo, con quien tanto tiene en común, José Cereijo es poeta que no le teme a la reiteración ni a la insistencia, que gusta de darles vuelta a unos pocos temas, mostrando todos sus perfiles, ahondando cada vez más en ellos. Su técnica es la de las variaciones musicales, un ir y venir sobre unas pocas y siempre bien reconocibles melodías a las que, sin embargo, nunca nos cansamos de escuchar.
            Una elegía en la muerte de un ser querido, una meditación sobre las postrimerías, una celebración de la vida que pasa casi de puntillas y una reflexión sobre la escritura son los principales temas que se entrelazan en Los dones del otoño.
            El tono es a menudo sapiencial y en algunas ocasiones se inclina incluso a lo didáctico. Es el caso del poema “Poesía de la experiencia”, que quizá podría haberse desarrollado mejor en un texto ensayístico, pero que no sobra porque ayuda a distender el tono del libro con su toque de ironía: “Lo demás es asunto de la crítica, / a la que no hay que hacer demasiado caso; salvo que uno prefiera / escuchar no a las sirenas, sino al guía del museo, que va explicándonos / lo que son las sirenas, según las últimas y más acreditadas teorías”.
            Antonio Machado, otro poeta muy afín a Cereijo (especialmente el Machado de Soledades) definió la poesía como “unas pocas palabras verdaderas”. Del mismo modo Cereijo habla de “unas pocas palabras / en la frontera misma del silencio / como las que se retiran, discretas, cuando es hora / de que los cuerpos hablen”.
            De frente le miran estos poemas de otoño a la muerte, no le tienen miedo, en la mejor tradición estoica: “Así, / lo mismo que la hoja se desprende del árbol, / tan desnuda, tan leve, / como quien cumple un íntimo destino. / Así, sencillamente, a la hora justa, / sin miedo ni esperanza”. Y en otro poema, el que cierra el libro, los primeros versos formulan un deseo: “Que la muerte te sea / persuasiva, no hostil, / como una compañía largo tiempo esperada”.
            Y junto a la serena meditación sobre las postrimerías, la continua celebración de la vida, de la “pura perfección” de la realidad cotidiana, de las cosas “lentas y fieles”, que vuelven a su sitio con cada amanecer.
            El momento de la escritura forma a veces parte del poema: “Lector, estas palabras / que ahora miran tus ojos / fueron escritas en una mañana / de agosto, ligeramente fresca”. Otros poemas, la mayoría, están escritos por la tarde, escuchando música, frente a la ventana, y alguno de ellos se limita a dejarnos constancia de lo que en ese momento ve. Es el caso del que comienza con una interrogación (“¿Habrá en verdad quien tenga / en cuenta cada una de las cosas / que muestra tu ventana?”) y que continúa con una serie de interrogaciones que nos recuerdan, sin ningún mimetismo formal, a alguna de las odas de Fray Luis. Los versos finales formulan la poética, una de las poéticas, del libro: “Así vas anotando cada una de las cosas / que muestra tu ventana, / no vaya a ser que Dios, finalmente, no exista, / o por si se distrae”.
            Quien busque novedades, rupturas, disonancias, no debe acercarse a la poesía de José Cereijo. Él se sabe parte de una tradición, no duda en mostrar sus maestros. Uno de los poemas menciona a Pessoa. Y un doble magisterio pessoano, el de Alberto Caeiro y el de Ricardo Reis, está muy presente en estos versos. De Caeiro ha aprendido que el misterio de la realidad es no tener misterio ninguno. Preguntarse que hay detrás de lo que vemos es “una pregunta inútil: lo real / –así lo quiso un dios, o su vacío–, / no conoce reversos; / tampoco le hacen falta”.
            Del horaciano Ricardo Reis toma Cereijo el tono de consejo sapiencial que a veces adoptan sus poemas: “Sé paciente. La vida / no entrega su secreto / a los que la tratan con brutalidad, a los que se jactan, / a los que no saben escucharla, / demasiado ocupados de sí mismos”. Un tono que corre el riesgo de aproximarse al de los libros de autoayuda.
            Los dones del otoño es un libro que solo podía haberse escrito a cierta altura de la vida, cuando lo leído y lo vivido forman un todo inextricable, lo mismo que la claridad y el misterio, la elegía y la celebración.

sábado, 14 de noviembre de 2015

Jaime Gil de Biedma contra Jaime Gil de Biedma


Diarios 1956-1985
Jaime Gil de Biedma
Edición de Andreu Jaume
Lumen. Barcelona, 2015.

Ningún escritor es de una pieza y Jaime Gil de Biedma menos que ninguno. Su vida se divide en dos mitades. Durante la primera, escribió su obra literaria y se construyó un personaje al que acabó suicidando en uno de sus Poemas póstumos; durante la segunda, se dedicó fundamentalmente a escribir o reescribir un diario con la intención de que la posteridad no tuviera ninguna duda sobre lo que con tanto esfuerzo e ingenio había tratado antes de ocultar.
            La doble vida de Jaime Gil de Biedma fue siempre un secreto a voces, lo mismo que la leyenda sobre sus escandalosos textos inéditos que algún día saldrían a la luz. Incluso Francisco Brines, tan ponderado, se refirió a ella en uno de los epigramas de Aún no: “Viejo poeta amigo, ya los tiempos / serán tan diferentes cuando editen / tus versos censurados, que leídos / serán tan solo ya banalidades, / como banales son esos sucesos / que ahora cuentan de ti tus enemigos / con prosa no mejor que tus poemas”.
            Cuando por fin aparecen en un volumen todos los diarios de Gil de Biedma, los ya conocidos y los que seguían inéditos, no hay ningún motivo para el escándalo: Miguel Dalmau se ha ocupado previamente de poner “en prosa bastante peor que sus poemas” todos los cuentos y todos los chismes que corrían sobre la vida privada de Gil de Biedma.
            Pero no por ello dejamos de sentir a ratos algo de vergüenza ajena. En su diario de 1965 (una de las novedades del volumen), escribió Gil de Biedma: “Siempre que escucho de alguien que pasó los treinta años el relato de una noche de amor tengo la impresión de que me está contando cómo va su vientre o cómo logró expulsar las piedras de la vejiga”. En el diario de 1978, en cambio, cree necesario anotar sobre su pareja de los últimos años: “Josep es el único amante al que he podido encular sintiendo efectiva ternura”. Y como se trata de uno de los diarios que releyó y corrigió y dejó listos para editar en el momento oportuno, no cabe ninguna duda de que quería dejar constancia de ese detalle para la posteridad..
            Jaime Gil de Biedma solo publicó en vida el Diario del artista seriamente enfermo, que en la edición definitiva aparece como la tercera parte de Diario del artista en 1956. Son poco más de cien páginas de las casi setecientas que componen este volumen; siguen siendo las mejores y quizá el lector no se pierda gran cosa si prescinde de las demás.
            No por ello, para el curioso y el estudioso, resultan menos interesantes sus diarios de 1959 a 1965, que el editor denomina “Diario de Moralidades”. Se trata de anotaciones fechadas (cuando Gil de Biedma reescribía sus diarios eliminaba las fechas) en las que abundan las referencias al trabajo de composición de los poemas de ese libro. Pocas veces se desarrollan literariamente, pero aún así están llenas de interés, si no para el lector común, sí para el especialista en la literatura de la época y en la poesía de Gil de Biedma. Sonreímos al verle referirse a la reseña que Valente hizo de su monografía guilleniana como “un artículo feroz”, como una auténtica embestida contra él; solo encuentra una explicación: “mi silencio –incluso epistolar– acerca de sus Poemas a Lázaro, a propósito del cual me insinuó una vez –en una visita suya hace dos años, cuando estaba ya para salir– que le gustaría que yo escribiese y publicase algo”. Nimiedades y vanidades de la vida literaria, a las que Gil de Biedma no se mostraba ajeno. Lo que Valente dice en su reseña, titulada “De la lectura a la crítica y otras metamorfosis”, es lo más sensato que se ha escrito sobre Cántico: el mundo y la poesía de Jorge Guillén y lo que el propio autor pensaba de ese libro, comenzado a escribir cuando le entusiasmaba el poeta y terminado cuando se sentía muy lejos de él.
            Retrato del artista en 1956, publicado póstumamente en 1991, consta de tres partes. La primera de ellas (a la tercera ya nos hemos referido y la segunda es enteramente prescindible) fue la que más escándalo causó en su momento y aquella cuya lectura nos sigue causando mayor incomodidad. Nada tienen que ver en ello las preferencias eróticas del poeta, sino ciertos comportamientos con los que hoy se tiende a tener tolerancia cero.
            Y la incomodidad se acrecienta cuando sabemos que lo que que leemos no es lo que escribió el joven que vivió, con la mentalidad de la época, aquellas abusivas experiencias. En el diario de 1965 leemos: “He recordado mi diario de  Manila, hace nueve años, en el que aparecen consignados con la misma candidez notarial y con el mismo entusiasmo detalles muy parecidos, y he caído en la cuenta de cómo la edad modifica nuestra actitud con respecto a las actividades eróticas. A los veinticinco años consideraba casi obligatorio decir lo que uno tiene gusto en hacer, llamando al pan pan y vino al vino; ahora pienso que para qué contar lo que a uno le gusta, si a todos nos gusta hacer lo mismo y con medias palabras nos entendemos”.
            Lo que leemos hoy de su diario filipino no es lo escrito en 1956 sino lo reescrito en 1987 o 1988, durante una tregua de su enfermedad mortal, y con la firme decisión de decir todo lo que había callado. La estética que le había permitido escribir Las personas del verbo –“el eufemismo, la figuración, la transposición de acciones y cosas en significaciones”– ya no la considera válida.
            El diario de 1978 termina con estas lapidarias palabras: “Nada más triste que saber que uno sabe escribir, pero que no necesita decir nada de particular, nada en particular, ni a los demás ni a sí mismo”.
            Todavía tuvo tiempo de escribir algo más durante su primera semana ingresado en un hospital de París poco después de que se le detectaran los síntomas del sida. “Esta noche tengo el miedo metido en el cuerpo” anota un día; “tarde de profundo desánimo”, otro. El valor documental supera al literario, como en buena parte de este volumen híbrido, que nos produce a la vez admiración y rechazo.

            

sábado, 7 de noviembre de 2015

José Mateos: Silencio, se vive


José Mateos
Un año en la otra vida
Pre-Textos. Valencia, 2015.

Pocos libros tan hermosos, tan distintos, tan conmovedores como el último de José Mateos, un diario, ese género de moda, pero un diario hecho solo de silencios y asombros, en el que conviven armoniosamente los vivos con los muertos.
            Entre octubre de 2013 y octubre de 2014, se fechan estas anotaciones, que nada tienen que ver con la historia externa. Un año en la otra vida trata de ser lo contrario de esos diarios, memorias o autobiografía que “parecen solo escaparates donde una vida, que es siempre recato, perplejidad y misterio, se desvanece en pura futilidad”.
            Dos son los maestros que ayudan a José Mateos a encontrar su personal estilo: César Simón, que escribió su diario En nombre de nada “al filo de la muerte, casi del otro lado”, y Ramón Gaya, al que se dirige, sin nombrarle, en una de las anotaciones: “Gracias porque con sus dibujos y sus óleos, con sus ensayos y poemas me señaló usted un camino que quizá sea el único: el de la atención y la paciencia en soledad, el de la exigencia”.
            Atención, paciencia y exigencia, tres claves en la manera de escribir de José Mateos. Atención “porque basta fijarse un poco en cualquier cosa para sentir que todo es siempre más de lo que es”. Por ejemplo, los tres membrillos que un día le trae su madre y que él pone en una bandeja de metal sobre la mesa de la cocina: “Entro por un vaso de agua o por unas tijeras y, cuando los veo, convierten mi casa, de pronto y casi sin darme cuenta, en la casa de mi abuela, y son mi abuela trajinando entre cacharros y poniéndolos a hervir. Son también todos los gratos mediodías de otoño y son una huerta de la infancia, con sus jilgueros y su alberca, que es en mi cerebro el arquetipo de todas las huertas. Son los cajones perfumados de una cómoda antigua, y un cuadro de Zurbarán y una película de Víctor Erice”.
            A esos membrillos los veremos  irse marchitando a lo largo de estas páginas con el paso de los días. Junto a ellos, otro es el leitmotiv del libro: una antigua novia, Luisa, que aparece una y otra vez, en vida y en muerte, con su sonrisa continua, como el símbolo más claro de la felicidad.
            Con los familiares, con los amigos muertos, habla a menudo José Mateos. No hay ninguna parafernalia lúgubre en estas historias de fantasmas, que se mueven entre el sueño y los resquicios por los que la realidad nos deja entrever los misterios del otro lado de la vida. Baste un ejemplo. Como no puede dormir, el narrador se pone a contar los ruidos de la noche (“el zumbido del viejo frigorífico, la tos de un vecino, una alarma lejana, el repentino petardeo de un tubo de escape, el rumor de una radio insomne”) y de pronto escucha algo en el interior de la casa: “Crucé el pasillo y me lo encontré en el salón, con la luz encendida. Estaba en pijama, revolviendo cajones y armarios, y parecía inquieto no se sorprendió al verme”. Tampoco el narrador se sorprende, simplemente le toma del brazo y le ayuda a sentarse. Los muertos no se asustan de los vivos ni los vivos de los muertos en las páginas de José Mateos, en su vigilia o en sus sueños, que a veces no acertamos a distinguir.
            No escasean los aforismos en estas anotaciones, aunque José Mateos  no condesciende nunca con el mero ingenio, ni los fragmentos que podrían entrar en cualquier antología del poema en prosa. Muestra de lo primero: “Una de las cualidades de las grandes obras es que tienen defectos. Y que esos defectos no las hacen peores”.  De lo segundo, la enumeración de líricas greguerías que encontramos en las páginas 97 y 98: “El ruiseñor, que con su canto le roba a la noche unas ascuas de eternidad. El estornino, pieza minúscula de un pájaro innumerable. El vencejo, ese acróbata del aire que se emborracha con los infinitos colores de la tarde. El cuervo, que vuela igual por la vida y por la muerte…”
            Como a las grandes obras, como al Quijote o a Moby Dick, sus defectos, que también los tienen, no hacen peor a Un año en la otra vida. De vez en cuando, afortunadamente muy de vez en cuando, cambia el tono y el ensimismado paseante, el coleccionista de silencios y asombros, se convierte en censor de la sociedad contemporánea. Y entonces incurre en los habituales tópicos de los articulistas sin demasiadas ideas. ¿La desaparición de las pequeñas librerías, de las librerías de barrio, limita la libertad de elección de los lectores? ¿No será más bien que solo en las grandes librerías, formen o no parte de una cadena, es posible encontrar algo más que los best seller y los libros de textos que las pequeñas librerías se ven obligadas a vender para subsistir?
            Detractor de las redes sociales, como no podía ser de otra manera, José Mateos fue publicando sus notas de diario en Facebook –una buena manera de llegar a desconocidos amigos y perdidos en cualquier parte del mundo–, a pesar de que en la pantalla, según su opinión, dicen la mitad de lo que dirían en un libro: “Se difuminan, se vacían, parpadean un momento y se apagan sin dejar rastro dentro de ninguno”. Pero la pantalla, como antes el papiro, como luego el papel, es solo un medio que para nada condiciona el que lo que a su través nos llegue deje o no rastro en nuestra memoria.
            No falta tampoco el consabido rechazo a los que fotografían un paisaje en lugar de admirarlo en silencio, como si ambas cosas no pudieran ser compatibles y como si no se pudiera criticar del mismo modo a quienes, como el autor, se dedican a describirlo..
            Pero esas tópicas jeremiadas, con las que muchos lectores coincidirán, ocupan el mínimo espacio en un libro breve e inagotable que se adentra, como pocos, en la magia y el misterio de lo cotidiano.
           
           


sábado, 31 de octubre de 2015

Eduardo Chirinos y los artefactos poéticos


Rosa polipétala
Eduardo Chirinos
Centro Cultural de la Generación del 27. Málaga, 2915


El poeta peruano Eduardo Chirinos, bien conocido entre nosotros, ha preparado una antología de la poesía española de vanguardia que vale, sobre todo, por los raros poemas que rescata. La teoría que la acompaña resulta, en cambio, confusa y poco clarificadora.
            “Artefactos modernos en la poesía española de vanguardia (1918-1936)” leemos en el subtítulo del libro. Y en el prólogo se nos aclara que está hecho “desde la perspectiva de un hispanoamericano cuya formación en poesía española había omitido siempre (o casi siempre) la breve aventura vanguardista: tanto los currículos escolares como los universitarios suelen dar un salto inexplicable de Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado a la Generación del 27 sin tomarse la molestia de seguir adelante”. Ello se debería “a la forma tan sesgada con que se diseñó el canon poético español”.
            Eduardo Chirinos, en esas pocas líneas, confunde demasiadas cosas. Pero de su no excesivo conocimiento de la materia que trata ya estaba advertido el lector: unas pocas líneas antes había situado a Antonio Machado entre los escritores que se sienten atraídos “por la vieja tradición católica castellana”.
            La aventura vanguardista española, “breve”, como la califica Chirinos, no abarca hasta 1936: ya a mediados de los años veinte el ultraísmo es historia y como tal es estudiado por uno de sus principales promotores, Guillermo de Torre. La guerra civil no acabó con la vanguardia ni con la poesía pura juanramoniana; el compromiso en el arte ya venía de comienzos de los años treinta. Y tampoco, para hablar de la poesía de vanguardia, deberían los manuales “tomarse la molestia de seguir adelante” tras la Generación del 27. En esa poesía (que en todo caso estaría antes o al comienzo de la generación y no después del 27), la mayoría de sus poetas participaron muy activamente (y por eso Chirinos antologa a Gerardo Diego, a Larrea, a Salinas, a Lorca, incluso a Guillén).
            No selecciona, en realidad, Chirinos solo a la poesía de vanguardia, sino a todos los poetas, independientemente de su calidad, que escriben entre unos determinados años y se refieren a los que el llama “artefactos de la modernidad”.
            Esos “artefactos” serían, para decirlo con los títulos de las seis partes del libro: “Automóviles”, “Ferrocarriles, tranvías, camiones”, “Aeroplanos”, “Alumbrado público y artefactos” (en el prólogo nos aclara que se trata de “artefactos de comunicación”), “Cinematógrafo”, “Los deportes, la música”.
            El escaso rigor clasificatorio va acompañado de un no mayor rigor conceptual. En el estudio preliminar a “Alumbrado público y artefactos”, ejemplifica el desdén de Antonio Machado por la electricidad con unos versos del “Poema de un día (Meditaciones rurales)”: “Anochece; / el hilo de la bombilla / se enrojece, / luego brilla, / resplandece / poco más que una cerilla”. De esos versos, meramente descriptivos de la deficiente iluminación “en un pueblo húmedo y frío, / destartalado y sombrío, /entre andaluz y manchego”, deduce Chirinos que Machado tal vez vio “los nuevos riesgos que acarreaba la electrificación generalizada”. Y no se limita a eso: considera que no es casual que a ese poema antecedan otros “que hablan de la primavera como una etapa benéfica del horario natural de un envejecido y humilde profesor de lenguas” (suponemos que se refiere al poema “A José María Palacio”; si es así: el bueno de Chirinos no ha entendido nada).
            En la selección poética abundan los poemas ultraístas que juegan con la tipografía y la metáfora ingeniosa, siempre muy cercana a la greguería. A veces tan cercana que la coincidencia es total. “Con el fusil al hombro los tranvías / patrullan las avenidas”, comienza un poema de Jorge Luis Borges publicado en la revista Ultra en 1921; “Pasan los tranvías con su fusil al hombro”, dice una de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna incluidas en el libro. Ese es uno de los aciertos del volumen: reproducir abundantes  greguerías en cada una de sus secciones. Su humor nos compensa de la envejecida modernidad de tantos de estos poemas: “Prefiero las máquinas de escribir usadas porque ya tienen experiencia y ortografía”.
            Los nombres bien conocidos (no podía faltar el Salinas ingenioso de Fábula y signo, que tanto irritaba a Cernuda) alternan con otros que el lector oirá sin duda por primera y quizá por última vez: Pedro Raída, Luis Mosquera, Ovidio Gondi. No faltan poetas que poco tienen de vanguardistas (como Agustín de Foxá) o incluso escritores que poco tienen de poetas (como Concha Espina), pero que alguna vez hablaron de “artefactos modernos”.
            Si el rigor no es excesivo, si el complemento ensayístico resulta confuso y prescindible, ¿qué interés tiene este libro hermosamente ilustrado y algo descuidadamente editado (al poema “Aviograma” de Guillermo de Torre se le añade la mitad de otro poema, “Paisaje plástico”)? El placer de viajar en el tiempo y descubrir el aire de otro tiempo, el de una envejecida y entrañable modernidad, más patente en los nombres menores que en los poetas mayores, siempre más intemporales. Y descubrir, entre tanta quincallería bien adjudicada al olvido, el humor inteligente de Antonio Espina, la versatilidad de Rafael Lasso de la Vega, los ocasionales aciertos en el verso de algún prosista de la época, como Eugenio Montes o Antonio de Obregón.

            

sábado, 24 de octubre de 2015

Leonardo Padura, ser y estar de un escritor cubano


Yo quisiera ser Paul Auster. Ensayos selectos
Leonardo Padura
Verbum. Madrid, 2015.

Lamenta Leonardo Padura, en “Yo quisiera ser Paul Auster”, el artículo que da título a su último libro de ensayos, que “por ser un escritor cubano que decidió, libre y personalmente, y a  pesar de todos los pesares, seguir viviendo en Cuba”, tenga que contestar siempre a las mismas preguntas sobre la situación de la isla. A Paul Auster, en cambio, no le interrogan continuamente “sobre los rumbos posibles de la economía norteamericana o por qué se quedó viviendo en su país durante los años horribles del gobierno de Bush”.
            Pero lo cierto es que Cuba para Padura es algo más que una circunstancia biográfica más o menos favorable para su desarrollo literario: constituye el núcleo central de su literatura y es lo que lleva a buena parte de los lectores a interesarse por ella.
            Ya El viaje más largo, su primera recopilación de crónicas periodísticas (Padura fue periodista antes que novelista), llevaba el subtítulo de “En busca de una cubanía extraviada”.
            Con una descripción de La Habana  vista desde la fortaleza del Morro, comienza precisamente Yo quisiera ser Paul Auster y a esa ciudad y a uno de sus barrios (Mantilla, donde nació y vive el autor), se dedican sus mejores páginas, unas páginas que quieren ir más allá de los habituales tópicos: “la revolución, la pobreza, la alegría o el cansancio de sus gentes, sus edificios derruidos, su Malecón (amable o agresivo) o sus niños uniformados y felices asistiendo a las escuelas”.
            Los escritores estudiados con más atención son también cubanos: Alejo Carpentier, al que se le dedica la más minuciosa atención, José María de Heredia, que para él ocupa un lugar central (quizá más central que el de Martí) en la formulación de la “cubanía”, Virgilio Piñera; o han tenido una relación especial con Cuba, como Hemingway. La excepción la constituyen algunos escritores de novela policíaca, especialmente Manuel Vázquez Montalbán, su maestro en el género.
            A Montalbán lo conoció Padura en Gijón el año 1988, cuando asistió como periodista a la primera Semana Negra. La lectura de una de sus novelas le ocasionó una impresión tan profunda que salió de ella con la convicción de que, si alguna vez escribía una novela policíaca, “tendría que escribirla como aquel español había escrito Los mares del sur” y su detective tendría que ser “tan vital como aquel Carvalho, tipo escéptico y cínico”.
            A la creación y evolución del protagonista de sus novelas policíacas, Mario Conde (cuando se le ocurrió ese nombre aún no se había hecho famoso el otro Mario Conde, el banquero español), dedica uno de los capítulos más sugestivos del libro, “El soplo divino: crear un personaje”. Si al principio tenía un carácter meramente funcional, pronto evolucionaría hasta convertirse en casi en un “alter ego” del autor, en el portador de sus “obsesiones y preocupaciones a lo largo de veinte años de convivencia humana y literaria”.
            “La pelota en Cuba” es otro de los capítulos más sugerentes, nos interese o no el béisbol. ¿A qué se debió la introducción de ese deporte, tan típicamente norteamericano, en Cuba y su gran arraigo? Pues fue una manera de crear una identidad nacional cubana distinta de la española. Cuando luego, un siglo después de su introducción, vino la ruptura con Estados Unidos ya formaba parte de las señas nacionales cubanas, no se veía como algo ajeno. A propósito de este hecho, Padura cita a Sholmo Sand: “El nacimiento de una nación es sin duda un acontecimiento histórico real, pero no es un acontecimiento completamente espontáneo. Para reforzar una abstracta lealtad de grupo, la nación, igual que las comunidades religiosas precedentes, necesitaba rituales, festivales, ceremonias y mitos. Para forjarse a sí misma en una sólida entidad única, tenía que realizar continuas actividades culturales públicas e inventar una memoria colectiva unificadora”.
            En otras palabras, no hay nación sin nacionalismo “y una de las expresiones de las que mejor se nutriría el nacionalismo cubano –cito ahora ya directamente a Padura– fue, precisamente, el juego de pelota, cuyo primer club oficial, el Habana Béisbol Club, es fundado, ni más ni menos, en el propio año de 1868” (el año en que los revolucionarios cubanos abolen la esclavitud e incorporan así los negros a la lucha independentista).
            Tiene y no tiene razón Leonardo Padura cuando se queja de que los críticos y, sobre todo, los periodistas no le traten como a Paul Auter, se ocupen menos de su obra literaria que de los alrededores sociopolíticos. Tiene razón: él ha sabido, como Carpentier o Lezama Lima, “hallar lo universal en las entrañas de lo local”. Y no la tiene de todo: Cuba es algo más que un país y La Habana algo más que una ciudad, son casi un género literario; Leonardo Padura les debe buena parte de su capacidad de seducción.
           


sábado, 17 de octubre de 2015

Eloy Sánchez Rosillo, inexplicable maravilla


Quién lo diría
Eloy Sánchez Rosillo
Tusquets. Barcelona, 2015.

Algo que sin demasiada hipérbole podríamos calificar de milagroso hay en la poesía de Eloy Sánchez Rosillo. A partir de 2005, en que publica La certeza, abandona la elegía del tiempo que huye por la celebración del instante, el asombro ante lo cotidiano, y sus libros se vuelven más extensos y más próximos en la fecha de la publicación, como si el caudal de la creación se hubiera ido acrecentando con la edad. Una y otra vez, además, vuelve sobre los mismos temas, según él mismo reconoce en los versos iniciales de “Insistencias”: “He hablado con frecuencia / de la luna, del alba y de la lluvia, / de las tardes de agosto o de febrero, / de las muchachas y de tantas cosas”.
            De tantas cosas no, de muy pocas cosas: un vaso de agua, un paseo por la orilla del mar, el mirlo o las cigarras. Y lo hace en un lenguaje que huye de florituras, con palabras tan comunes que casi se vuelven transparentes. Y sin embargo, y ahí está la inexplicable maravilla, sus poemas nunca suenan banales, nunca resultan reiterativos, siempre nos producen un emocionado deslumbramiento.
            Si los miramos más de cerca, vemos que no todo es tan sencillo en estos poemas como a primera vista pudiera parecer; hay en ellos mucha maestría, pero de la que gusta de ocultarse, no exhibirse.
            Fijémonos, por ejemplo, en los finales. El poema inicial comienza con una paradoja: “Qué suceso increíble: / llené un vaso de agua y lo alcé hasta mi boca”. Nada hay de increíble en un acto tan trivial, piensa el lector. Tampoco aparentemente hay nada increíble en lo que viene a continuación: lo traviesa un rayo de luz del sol poniente. La prodigiosa metamorfosis que ocurre a continuación se resume en los dos versos últimos: “Oro licuado y tembloroso el mundo, / astilla viva yo de un súbito diamante”.
            En un súbito diamante convierte los sucesos más cotidianos Sánchez Rosillo, un poeta que sabe comenzar en voz baja, como hablándole al oído al lector, sin ningún énfasis retórico, para luego cerrar la confidencia con una imagen memorable. Así, los tres versos finales de “No hacer nada”, que casi podrían aislarse en un poema independiente: “Sobre el mar que dormita, / el sol de mayo labra minucioso / el escudo de Aquiles”. O los de “En lo suyo”, donde se nos habla de un estornino que revolotea de un árbol a otro “mientras el sol le pulsa algunas notas / de oro encendido a au plumaje negro”.
            La personificación es otro recurso frecuente. “La realidad desvalida”, “la esbelta luz de marzo”, el otoño que llega “sin hacerse notar” protagonizan algunos poemas; en otros, el invierno pliega “sus desoladas intemperies / y escapa a hurtadillas”, a las estrellas “se les va la noche, / despreocupadamente, / en dimes y diretes de unas y de otras / y en muy vivos y alegres cuchicheos”, a agosto se le ve alejarse: “parecía cansado y arrastraba los pies, / llevaba al hombro un hato de ajadas maravillas / que aún relucían allí como luciérnagas”.
            No pasa nada en estos poemas, salvo el tiempo, que a menudo semeja no pasar: “Un día pleno no es un solo día, / sino el vivir entero. Y más incluso: / es lo eterno colmado y expandiéndose, / sin un punto inicial ni un fin que aguarde”. Lo que estos poemas, siempre iguales y nunca repetidos, es “la rosa infinita del instante”.
            Pero hay algunas excepciones: tres o cuatro poemas de mayor extensión, que desarrollan una anécdota autobiográfica y nos remiten al Sánchez Rosillo anterior: es el caso de “La libertad”, que recrea un pasaje de la infancia; “En la luz de la vida”, que nos narra un sueño en el que vuelve a la vida una amiga muerta, o “Crónica”, minucioso relato de un día cualquiera. “Nada ha pasado hoy, y, sin embargo, cuánto”, comienza. Ese día es un 5 de febrero y en la nota final, donde se nos indica cuándo fue escrito cada poema, encontramos efectivamente la fecha del 5 de febrero. No participa Sánchez Rosillo de la concepción pessoana del poeta como fingidor. Su poesía parte de la estricta verdad biográfica para trascenderla, no necesita de fingimientos ni de la objetivación culturalista del poema histórico.
            Hay otra excepción, al final del libro, dos o tres poemas abandonan el tono celebrativo para anticipar “El último día” (así se titula uno de ellos), que se acepta con resignación y a la vez se niega: “No habrá ocasión ninguna de morir. / Punto final no cabe en el comienzo”.
            Realismo místico, ajeno a cualquier confesión religiosa, el de Sánchez Rosillo. “La muerte es nacimiento” afirma rotundamente en un poema, y la imagina así: “Una madre te mece en sus brazos y canta / mientras te lloran quienes te quisieron”.
            Aunque a ratos Sánchez Rosillo nos puede resultar en exceso beatífico y no acabemos de creérnoslo del todo, es imposible no rendirse a su capacidad de seducción. Mientras dura la música del poema, el tiempo se detiene y el mundo está bien hecho. 

                        

sábado, 10 de octubre de 2015

Fernando Beltrán, técnica y llanto


Hotel Vivir
Fernando Beltrán
Hiperión. Madrid, 2015.

Dos rasgos caracterizan a la poesía de Fernando Beltrán: de un lado, su contagiosa emotividad; de otro, su brillantez expresiva. No es un poeta que guste de guardar distancias con el lector; nos da la impresión, ya desde sus primeros libros, de que se lo juega todo en cada poema, muchos de los cuales podrían calificarse como al “Canto a Teresa” Espronceda: “un desahogo de mi corazón”.
            Pero lo que su poesía tiene de confidencia queda contrarrestado por su originalidad expresiva, por su capacidad de darle la vuelta al lenguaje común sin perder capacidad de comunicación. De la mejor poesía vanguardista, de un César Vallejo, por ejemplo, ha aprendido el arte de evitar el lugar común. Su sintaxis, siempre novedosa, acrecienta la expresividad sin incurrir en el hermetismo.
            Hotel Vivir contiene algunos de los poemas más impactantes de Fernando Beltrán, un poeta que gusta de moverse al borde de la falacia patética y al que no parece molestarle demasiado incurrir alguna vez en ella. No lo hace en un tema particularmente proclive. Evita así  mencionar la palabra “muerte” en el poema “Madre”, que insiste una y otra vez en que “hay cosas que no pueden suceder”. El lector adivina que eso que no puede suceder ha sucedido. No hace falta más para conseguir una de las más escuetas y memorables elegías de la literatura contemporánea.
            Un recurso muy frecuente en Fernando Beltrán es el de tomar una anécdota de la vida cotidiana y sin dejar de referirse a ella con minucia casi costumbrista trascenderla y convertirla en símbolo de otra cosa. Un ejemplo, “Los lápices de Ikea”, donde la pregunta sobre cuánto “mide nuestro cuarto / aproximadamente” se transforma en “cuánto mide una vida / aproximadamente”. Otro, “La mano de Petrus”, en que una boda sirve para expresar cierta mala conciencia burguesa y la distancia entre clases sociales (es un poema que, sin duda, le habría gustado a Jaime Gil de Biedma).
            Fernando Beltrán es un maestro en el arte de conjugar claridad y misterio, en darle al poema la dosis necesaria de enigma y emoción. Solo alguna vez se le va la mano. Es lo que ocurre en el poema “Campo de exterminio”. Ese doble monólogo de un matrimonio culto y feliz no necesita de la explicitud del título para ser contextualizado; basta con la referencia “al frío invierno de Polonia” y al “frío / de muerte que atraviesa de cuando en cuando / las rendijas de puertas y ventanas”.
            Un reparo menor sería la presencia de algunos poemas de circunstancias (el dedicado a la muerte de Gabriel García Márquez, por ejemplo). Hotel Vivir es un libro amplio y ello hace inevitable que no todos los poemas puedan tener la misma intensidad.
            Cito algunos de los que yo destacaría, pero cada lector tendrá los suyos: “Los ojos de los perros”, tan lleno de porqués (“Por qué nos aman tanto / si saben de nosotros tantas cosas / que es mejor no saber”); “Balance”, tan escueto; “Las palabras del tacto”, una nueva vuelta de tuerca a la inextricable unión de amor y desamor; “Hotel Belleza”, con los otros que forman con él una trilogía, “Hotel Vivir” y “Hotel Decir”, la vida de hotel como símbolo de nuestro estar de paso en el mundo; “El cajón de los cuchillos”, con su estremecedor “silencio cortado poco a poco / en lágrimas muy finas” (Fernando Beltrán gusta de la paranomasia “in absentia” –lágrimas / láminas–, un recurso muy frecuente en Ángel González). Podría seguir citando poemas. Me limitaré a uno más, “Volcanes y caricias”, que prescinde de la anécdota y se limita a identificar la “belleza convulsa” de la isla volcánica y la de la mujer amada o soñada.
            En la poesía de Fernando Beltrán son muy importantes las pausas, el decir sincopado. Los espacios en blanco que separan un verso de otro, que aíslan a veces una palabra, deben ser muy tenidos en cuenta (aunque también hay algún raro poema en que faltan, como “La orilla izquierda”, y esa ausencia no resulta casual).
            El poema es una partitura, no puede ser leído como prosa. Fernando Beltrán lee los suyos de manera magistral. Para que conserven toda su magia debemos leerlos, en voz alta o para nosotros mismos, pausadamente, dejando que sus silencios se llenen de significado. Sabia y conmovedora melodía la que resuena en cada uno de los cuartos, en cada uno de los poemas de este Hotel Vivir.

sábado, 3 de octubre de 2015

José María Micó, asombro y maravilla


Para entender a Góngora
José María Micó
Acantilado. Barcelona, 2015.

No es frecuente que el prólogo a un conjunto de estudios literarios, de espléndidos estudios literarios comience con palabras como estas: “Dentro de unas horas acompañaré con mi guitarra a una bella cantante en El Boliche de Roberto, un local histórico del tango popular en Buenos Aires”. Pero si quien firma esos estudios se llama José María Micó todo es posible. Rara vez se han dado tantas cualidades juntas. Nacido en 1961, se trata de uno de los más destacados poetas de su generación, de un traductor excepcional –ahí están su Ausias March y, sobre todo, su “enorme y delicado” Ariosto–, de un riguroso erudito y de uno de los integrantes del grupo Marta y Micó que ha recorrido los más diversos escenarios con Caleidoscopio, “un espectáculo de poesía y canción en el que el poeta José María Micó recita algunos de sus textos y en el que Marta canta poemas escritos y musicados por el propio Micó, además de incluir algunos tangos clásicos que ofrecen la mejor poesía del género”.
            “Aprendiz de todo, maestro de nada” dice la sabiduría popular. José María Micó la desmiente. Él es maestro en todo lo que toca.
            Para entender a Góngora reedita sus estudios gongorinos, que no desmerecen junto a los de Alfonso Reyes o Dámaso Alonso, por citar a dos de los primeros especialistas. El volumen  marca un punto y aparte en su trayectoria: “Ahora la música y Dante ocupan en mi vida el espacio que en el pasado, y especialmente entre mis veinte y mis cuarenta años, ocupó el estudio de la poesía de Luis de Góngora”.
            Aunque los trabajos reunidos en Para entender a Góngora están escritos con el mayor rigor académico, no pretende ser una obra para especialistas, sino para el buen lector de poesía: “Góngora, como todos los creadores verdaderamente grandes, no requiere erudición, sino algo mucho más elemental: atención”.
            A la más afinada y actualizada erudición, se añade en estas páginas algo que no siempre la acompaña: sensibilidad literaria y rigor intelectual. Hay capítulos, como “Un verso de Góngora y las razones de la filología”, que nadie que se dedique a la edición de clásicos debería perderse y que para el lector común ofrecen un placer semejante al de una investigación detectivesca o una buena partida de ajedrez:  ver a la inteligencia en acción.
            No menos admirable resulta su comentario a uno de los más misteriosos sonetos de Góngora, en el que ya se adivina, compendiado en prodigiosa miniatura, lo que luego sería el gran fresco de las Soledades: “Descaminado, enfermo, peregrino, / en tenebrosa noche, con pie incierto / la confusión pisando del desierto, / voces en vano dio, pasos sin tino”.
            El Góngora de las obras mayores, las Soledades y la Fábula de Polifemo y Galatea, fue largamente preparado por su obra anterior, en la que una y otra vez vuelve sobre sus temas y obsesiones fundamentales: ”el náufrago desamorado, la exaltación de la felicidad ajena, la mezcla de estilos y géneros, el distanciamiento vital y narrativo, la convivencia de burlas y veras, el imperio de la palabra sobre la realidad, el peso de la tradición…”
            “Lectura del Polifemo”, que ya tuvo una edición independiente, es otro de los núcleos del libro. Al contrario que en tantos poetas, en los que la erudición estorba, en Góngora puede ser un aliciente más. Por eso desde el principio, mucho antes de que sus obras fueran impresas, cuando circulaban manuscritas, contó con una legión de comentaristas, a menudo enfrentados entre sí. A veces, leer a Góngora es como resolver un crucigrama, y ese no es el menor de sus encantos.
            La vanguardia de los años veinte nos enseñó a leer a Góngora, pero Góngora no es un poeta vanguardista a la manera contemporánea: nunca prescinde de la tradición ni deja a las palabras en libertad; nada más ajeno a la suya que la escritura automática de los surrealistas.
            Un poeta exigente Góngora, sin duda alguna, al menos en sus obras mayores, pero un poeta que sabe compensar cualquier esfuerzo. Muchos de sus  versos se nos quedan para siempre en la memoria: “Oh bella Galatea, más suave / que los claveles que tronchó la aurora, / blanca más que las plumas de aquel ave / que dulce muere y en las aguas mora”.
            A pesar de sus continuas referencias culturalistas, ningún poeta más sensual ni sensorial ni más capaz de darle la vuelta a cualquier tópico; no se demora menos en la descripción de la belleza de Acis –“en lo viril desata de su vulto / lo más dulce el Amor de su veneno”– que en la de Galatea.
            Cerramos el libro y nos imaginamos a José María Micó consultando un viejo códice en una biblioteca napolitana o acompañando con su guitarra a una hermosa cantante en cualquier boliche porteño, descifrando una recóndita referencia teológica de Dante o escribiendo unos versos: “Yo sé que estuve aquí, / amigos de una noche o de una vida, / que el día se pudrió para nosotros / y floreció otra luz más necesaria, / la luz de una amistad bella y absurda, / sembrada por capricho / en la ceniza de las ilusiones”.
            También José María Micó, como el inagotable Góngora, es asombro y maravilla para sus contemporáneos.

Ángel González, periodista. Seguido de tres aclaraciones



La construcción de la identidad literaria
De Bercelius a Ángel González
Fernando Valverde
Visor. Madrid, 2015.

La primera vocación de Ángel González, como es bien sabido, fue la de periodista. Antes de publicar ningún poema, antes de soñar siquiera con ser poeta, trabajó durante cinco años en un diario asturiano. Comenzó como crítico musical, pero acabó haciendo de todo, incluida la crítica deportiva y la crónica municipal.
            Un cursillo en la Escuela Oficial de Periodismo le permite, en 1953, obtener el carnet de periodista, un carnet que llevaba al dorso un juramento muy representativo de cómo se entendía la libertad de prensa en aquellos tiempos: “Juro ante Dios, por España y su caudillo, servir a la Unidad, a la Grandeza y a la Libertad de la Patria con fidelidad íntegra y total a los Principios del Estado español, sin permitir jamás que la falsedad, la insidia o la ambición tuerza mi pluma en la labor diaria”.
            Trasladado a Madrid, ya con el carnet en el bolsillo, visita para pedirle trabajo a quien lo era todo en el periodismo de aquellos tiempos, Juan Aparicio, Este le ofrece colaborar en La Estafeta Literaria. Hace también crítica de discos en La Gaceta Ilustrada  y reportajes de más empeño en Blanco y Negro, el semanario más leído entonces.
            En los años sesenta, Ángel González se desentiende del periodismo, quizá porque no veía compatible su colaboración en las revistas oficialistas con un papel de poeta crítico. Hasta que se convierte en profesor, malvive de su trabajo como funcionario. Volverá al periodismo en los años ochenta, ya convertido en uno de los poetas más notables de su tiempo, pero ahora no es él quien tiene que ofrecerse, sino todo lo contrario.
            Tras reiterada solicitud de los editores, Ángel González reunió en libro una selección de esa labor con el título de 50 años de periodismo a ratos y otras prosas (Ediciones Nobel, 1998). El prólogo, bien informado y orientador, es de Susana Rivera.
            Fernando Valverde, uno de los poetas jóvenes más conocidos, doctor en Filología, profesor universitario en Estados Unidos, ha querido completar el estudio de la obra periodista con el libro, de título algo desorientador, La construcción de la identidad literaria. Se nos presenta como “fruto de un riguroso trabajo de investigación”, pero pronto nos damos cuenta de que la edición no ha sido precisamente rigurosa.
            En una nota de la página 15, como ejemplo de la utilización propagandística del periodismo por parte del franquismo, se comenta una noticia “que se ofrece como anexo en este trabajo”, pero ese anexo no se encuentra por ninguna parte. Unas páginas más allá, leemos: “En este trabajo hemos recuperado todas sus publicaciones en el periódico ovetense, más de ciento cincuenta, de las que no hemos podido obtener una autorización de la heredera para obtener una muestra. Sin embargo, la “Selección de artículos” publicados en La voz de Asturias que completa el volumen lleva la siguiente “nota del autor”: “Quiero agradecer a Susana Rivera su generosidad al cederlos de manera gratuita para completar esta monografía”.
            Un editor no es un mero impresor, si quiere ser digno de ese nombre, si quiere recibir la confianza de los lectores. La construcción de la identidad literaria parece proceder de un trabajo mayor, quizá incluso de una tesis doctoral, pero al acortarlo nadie se tomó la molestia de eliminar la referencia a las páginas desaparecidas, así una de las notas remite a la página 251 del apéndice, otra a la página 361, otra a la 377  (el libro tiene 160 páginas). El editor no ha revisado el texto que el autor le envió para publicar y el autor no ha revisado el texto que envió (en el “índice de artículos”, donde da cuenta de 187 publicados por Ángel González se le olvida señalar el periódico o revista en que aparecieron). Y entre los pocos libros en prosa de Ángel González se olvida de incluir el último: La poesía y sus circunstancias.
            Pero esos descuidos quizá sean lo de menos cuando nos percatamos de los errores de la investigación. No es ya que el autor confunda el semanario Blanco y Negro con el diario ABC (solo en 1988 desapareció como revista independiente y se convirtió en suplemento dominical del diario), sino que ni siquiera ha leído con mínima atención el volumen prologado por Susana Rivera. Un ejemplo: indica que su primer artículo publicado en La Estafeta Literaria, un texto sobre el Ateneo de Madrid, “sería el último”, pero en 50 años de periodismo a ratos se incluye una entrevista (y no fue la única)  a Gerardo Diego publicada en esa revista. También deja fuera de su investigación y de la bibliografía, no solo trabajos en revistas que no se ha tomado la molestia de consultar, como El Urogallo, sino otros, publicados en La Voz de Asturias o El País, recogidos por Susana Rivera en su antología.
            El conocimiento de la realidad histórica en que se desenvuelve la vida de Ángel González no parece mayor. Baste un apunte: en julio de 1936, cuando comienza la guerra civil española, “Oviedo queda en tierra de nadie”.
            Cómo se puede publicar un libro así es un misterio, cómo se puede hacer una investigación así, un misterio mayor, sobre todo si se tiene en cuenta que su autor es profesor universitario y recurre con frecuencia a la autoridad de Luis García Montero, uno de los mejores conocedores de la obra de Ángel González, pero que sin duda, como autor y editor, tampoco ha sentido de tener la curiosidad de leer previamente un libro para el que ofreció el material inédito de sus entrevistas con el poeta.


PRIMERA ACLARACIÓN: Según me informó su autor, el libro La construcción de la identidad literaria ha sido retirado por la editorial a petición suya. Por esa razón se eliminó de este blog la reseña que le había dedicado.

SEGUNDA ACLARACIÓN: Ante la indicación de los lectores de que el libro La construcción de la identidad literia  seguía a la venta, he comprobado su veracidad comprando un ejemplar --su precio es de 16 euros-- en la librería Cervantes de Oviedo. Es la misma edición defectuosa (de forma y de fondo) que yo reseñé en su momento por lo que restituyo mi comentario para advertencia de los lectores. Si el autor no fue veraz conmigo o la editorial le engañó a él, es cuestión que no me compete verificar.

TERCERA ACLARACIÓN: He preferido eliminar todos los comentarios, porque la mayoría eran anónimos y algunos me parecían que se debían a enquistadas querellas universitarias que no me parecen propias de este lugar. Quedémonos con una moraleja: hay que tener cuidado con lo que uno publica (aunque sea una aburrido trabajo académico, lo que yo llamo "basura curricular") porque siempre se corre el riesgo de que alguien lo lea.