sábado, 14 de mayo de 2016

Refutación y elogio de Juan Bonilla


Biblioteca en llamas
Poemas pequeñoburgueses
Juan Bonilla
Renacimiento. Sevilla, 2016.

Mucho de juego de ingenio hay en todo lo que escribe Juan Bonilla, lo mismo da que sean poemas, artículos periodísticos o relatos. Como Ramón Gómez de la Serna,  como  Unamuno, cultiva un único género literario, aunque disfrazado de muchos. Por eso no resulta un error que dos libros suyos aparezcan a la vez en idéntica editorial: no se hacen la competencia, se complementan. El lector que disfruta con Biblioteca en llamas, aunque no sea lector de poesía, no puede dejar perderse Poemas pequeñoburgueses, que le emocionarán y entretendrán –y en algún caso le defraudarán– de la misma manera.
            Biblioteca en llamas no empieza del mejor modo posible, aunque sí termina de la mejor manera, y quizá el lector debería comenzar ese libro por el epílogo, que puede considerar también un prólogo a los Poemas pequeñoburgueses. Se trata de una espléndida pieza autobiográfica en la que el autor, a la vez que nos cuenta el azaroso encuentro con “la casa de su vida”, para decirlo con la afortunada expresión de Mario Pratz, nos traza un autorretrato de madurez cuando, a punto de cumplir cincuenta años, importan más un gato y un naranjo que las ambiciones de otro tiempo.
            Los artículos de Juan Bonilla no siempre son lo que parecen, y el lector debería tenerlo bien en cuenta si no quiere hacer el ridículo como ciertos eruditos (es el caso de Rodolfo Costa, editor de Borges) o escritores más o menos posmodernos (es el caso de Juan Francisco Ferré), según se nos refiere en “Matilde Urbach revisitada”.  
            Entre las necrológicas de “Gente que ya no está” (una de las secciones de Biblioteca en llamas), se incluyen dos relatos, “El librero Castillo” y “Una librería en Bogotá”, además de otra notable pieza autobiográfica, “Primer libro”, que se refiere a su primer libro de cuentos, El que apaga la luz, pero no de su verdadero primer libro, Veinticinco años de éxitos, que sigue conservando todo su atractivo y quizá sigue siendo el mejor de los suyos.
            “Una librería en Bogotá” nos habla de un poeta modernista colombiano, Mario Andrés Trujillo, cuya casa acabó convirtiéndose en un burdel y en una librería de viejo. Se publicó anteriormente, con el título de “Un cisne patinando sobre un lago”, en el volumen colectivo Bogotá contada 2.0. Nada nos extrañaría que, como ocurrió con Matilde Urbach (el misterioso personaje borgiano cuyo origen fingió descubrir), algún profesor distraído acabara citando a Mario Andrés Trujillo entre los poetas modernistas que merecen ser rescatados del olvido.
            Pero no se conforma Juan Bonilla con ser un humorista y un narrador que juguetea con la erudición y la autobiografía. A veces se pone serio, demasiado serio, y entonces acierta menos. Un ejemplo: el primer capítulo de Biblioteca en llamas, que no anima a seguir leyendo. “¿Por qué no considerar literatura a la literatura que nunca pasa por literatura? ¿Por qué no devolver a la literatura su concepción antigua”, se pregunta al comienzo. Cierto que en el siglo XVIII la palabra “literatura” se refería a todos los textos escritos (tratados de medicina, de matemática, lo que todavía se llama a veces “literatura científica”), pero no se rescata ese uso cuando se incorporan a la literatura epistolarios o diarios escritos con otro fin. Juan Bonilla, al pedir que se incorpore a la literatura un libro como Diario de un estudiante en París de Gaziel, del que nadie ha dudado nunca que sea literatura (como no nadie ha dudado de que lo sean los artículos de Larra), parece que está confundiendo, como un periodista apresurado y desinformado, literatura con literatura de ficción.
            En lo bueno y en lo malo, la poesía de Juan Bonilla tiene que ver mucho con su prosa. “Un día de regalo”, el más extenso e impactante de los Poemas pequeñoburgueses podría incluirse en cualquiera de sus libros de cuentos sin más que cambiar la disposición tipográfica (o sin cambiarla). Y “Mateos, 14, 24” es un microrrelato con final abierto que no perdería nada (solo ocuparía menos espacio) si se dispusiera en prosa. A la inversa, la larga enumeración con que concluye “Pedro y el lobo o la responsabilidad de los lectores” fácilmente podría convertirse en un poema al estilo de “Desiderata” (y mucho más convincente). Por su parte, “Beberse un árbol” y “Propiedades” glosan pasaje del epilogo a Biblioteca en llamas.
            Un libro se salva por los mejores poemas y en Poemas pequeñoburgueses los hay conmovedoramente magistrales, pero también hay otros que incurren en la nadería o que se basan en una ocurrencia poco afortunada, como la serie “Apuntes de bachillerato”. ¿Vale siquiera como chiste el titulado “Historia del arte”: “Belleza es aquello / que te la ponga dura”? Poca belleza hay en la mayoría de las películas pornográficas; mucha en el Partenón. A veces Juan Bonilla da la impresión de ser uno de esos becarios que trabajan como guionistas en “El intermedio” y de los que se burla el Wyoming. En Biblioteca en llamas leemos: “Todo el que imita a Proust acaba con problemas de proustata” (debería disculparse tras escribir eso como el Gran Wyoming tras algún juego de palabras). También nos encontramos entre la prosa con la reescritura del famoso dístico de Catulo: “Parodio y amo, tal vez preguntes por qué lo hago; no sé, pero es así, y me lo paso bomba”.
            Poemas memorables: “El río”, que da la vuelta a la metáfora tradicional; “Por regresar”, con su intento de evitar la falacia patética; todos los incluidos en la sección final, “Cincuenta años de éxitos”, que juega con el título de su primera obra. También en esos poemas hay ingenio (véase, por ejemplo, “La gala” donde celebra su cumpleaños a la manera de los Oscars), pero no un ingenio que chisporrotea y se queda en nada. “La secta de los viles” reescribe un pasaje de la Divina comedia sustituyendo como guía a Virgilio por Maiakovski.
            A su libro sobre Maiakoski le debe Juan Bonilla su mayor fortuna: uno de esos galardones por el estilo del Premio Mastodonte de Novela de los que se burlaba en Veinticinco años de éxitos. Algo de mala conciencia por haber dejado de ser el que era entonces, y haber condescendido con el mercado editorial, encontramos en algunos capítulos de Biblioteca en llamas. Imperfecto (como todos) e imprescindible (como pocos), Juan Bonilla sigue conservando buena parte de la desenfadada agudeza de sus irreverentes comienzos y le ha añadido una verdad humana que en aquellos años, por pudor juvenil, nos escamoteaba.

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3 comentarios:

  1. En su día traté de leer "Nadie conoce a nadie". ;-)

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  2. Lo están leyendo actualmente alumnos míos de segundo de Bachillerato. No habían leído con anterioridad un libro de ensayos. Alguno me ha dicho que le está gustando, porque aprende sobre cuestiones que desconocía y porque no se le hace pesado dada la extensión de cada ensayo. Personalmente lo recomendé porque leí hace años "El que apaga la luz" y "El arte del yo-yo" y conservaba un grato recuerdo.

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