sábado, 11 de febrero de 2017

Luis Landero, novela y menos

J

La vida negociable
Luis Landero
Tusquets. Barcelona, 2017.

El interés por escuchar una buena historia no se pierde cuando dejamos atrás la infancia, nos acompaña toda la vida. El lector de novelas es la versión adulta del niño que abre los ojos asombrados en cuanto oye las palabras mágicas “Érase una vez…”, palabras que abren una puerta a otros mundos más apasionantes que el de todos los días.
            Luis Landero sabe contar, no necesita referir milagros ni complejos crímenes para atrapar al lector desde las primeras líneas y no soltarle hasta el final del relato. Es lo que hace en La vida negociable. Pero con una salvedad: la historia que nos quiere contar, la historia de la pérdida de la inocencia, termina en la página 169 y el libro tiene 333.
            Un escritor de éxito ha de publicar cada cierto tiempo novelas, esto es, narraciones de una cierta extensión que puedan ser comercializadas adecuadamente. Los cuentos, los textos autobiográficos, los poemas, los ensayos, tienen su lugar en las revistas y en los suplementos literarios. Si se reúnen en volumen, la promoción editorial, aunque se trate de un autor conocido, es menor o inexistente.
            Tras El balcón en invierno, un texto autobiográfico, a Luis Landero le tocaba publicar una novela, un producto vendible en cantidades suficientes para que el negocio de editoriales y librerías pueda resultar rentable.
            Y él escribió una espléndida novela. Para captar nuestra atención, le bastan las dos primeras frases. En una parece apelarnos directamente: “Señores, amigos, cierren sus periódicos y sus revistas ilustradas, apaguen sus móviles, póngase cómodos y escuchen con atención lo que voy a contarles”. Y de inmediato comienza una historia de iniciación: “Cuando yo era adolescente, cuando apenas sabía nada del mundo de los mayores ni tenía clara conciencia del bien y del mal, e ignoraba por tanto de qué manera prodigiosa puede llegar uno a convertirse en un momento, quizá sin advertirlo, como en un cara o cruz, en un canalla o en un santo, un día mi madre me llevó con ella a un lugar secreto…”
            Con una rara mezcla de Galdós y Henry James, Luis Landero nos cuenta una historia de pérdida de la inocencia, de corrupción moral. La opción que elige el adolescente es la de ser un canalla y la maestría del autor consiste en hacernos ver que eso no le convierte en un ser distinto de los demás, que su voluntad apenas interviene en su progresivo deslizamiento hacia el lado oscuro de la vida.
            Leemos de un tirón, pero con creciente incomodidad, la primera parte de La vida negociable, una novela corta perfecta en sí misma que sin embargo Luis Landero se ha visto en la necesidad de continuar. ¿Por razones literarias? Cierto que el final es abierto. El protagonista vuelve al piso de sus padres y lo encuentra limpio, sin muebles ni objetos personales: “Era como si no hubieran existido y todo hubiera sido un sueño y ahora empezara una nueva vida para mí”.
            Esa nueva vida es la que se nos narra en la segunda parte. Pero la “suspensión de la incredulidad” que se produce en la primera desde las líneas iniciales desaparece casi de inmediato. Ahora se nos cuenta otra historia, la de una especie de “peluquero a palos”, la de un joven, sin estudios ni actitudes especiales para nada, que en la mili descubre que tiene una habilidad especial para cortar el pelo. Hace todo lo que puede para huir de su destino y siempre acaba recayendo en ese oficio que detesta. Landero nos cuenta alguna anécdota de burlón erotismo, como las relaciones entre el joven y la mujer de un coronel, y nos ofrece costumbristas reflexiones sobre el oficio de peluquero y su relación con los clientes (que él llama “pelucandos”, un neologismo que le gusta repetir). Pero aunque el protagonista de esta segunda parte se llame igual que el de la primera no nos acabamos de creer que sea el mismo. En la primera parte, golpea a un amigo con el que mantiene una turbia relación erótica, con una piedra en la cabeza y lo deja desangrándose en un descampado, no sabe si vivo o muerto, y no volverá a tener noticias de él. En la segunda, veinte años después, descuelga el teléfono para invitarlo a su boda. La primera parte termina con la muerte del padre; en la segunda, resulta que el padre no ha muerto, que todo fue una mentira de la madre para castigarlo. Pero él recibió la herencia. ¿No tuvo que firmar papeles para ello? ¿No tuvo que presentar un certificado de defunción?
            Si en la primera parte, nos creíamos todo; en esta segunda, apenas si nos creemos nada de lo que se nos cuenta. El narrador ha perdido su magia, los oyentes miran hacia otra parte, encienden el móvil, adivinan que son absurdos intereses comerciales los que le llevan a amontonar páginas hasta conseguir la extensión adecuada. Y la frustración llega al máximo en el capítulo final, que pretende redondear el relato y resulta el más falso de todos. El protagonista, después de reencontrar a sus padres, se sienta con su mujer en el banco de una plaza y allí se queda toda la noche rememorando su vida (lo que acabamos de leer). ¿Y por qué pasan la noche al raso? ¿No tienen casa? Han ido a comprar una finca, les gustó, el capataz dijo que se lo diría al dueño y que este les llamaría y ellos se van al pueblo a esperar la llamada y, como no llega, allí se quedan toda la noche, sin volver a Madrid (donde por cierto vive el dueño, donde tendrían que ir para firmar papeles, para preparar el traslado). Luis Landero, en este final absurdo, se cree en la obligación de explicar el comienzo. El protagonista, sin sueño, sentado en el banco, se dedica a contarse su vida y, para mejor hacerlo, “con orden y rigor”, imagina dirigirse “a un auditorio fiel de pelucandos: Señores, amigos, cierren sus periódicos y sus revistas ilustradas…”
            O sea, que cuando el narrador nos hablaba, en la primera parte, de la muerte de su padre, ya sabía que era falsa. ¿Y no deja escapar ningún indicio de ello? Sorprende autocontrol. Sospechamos que él, en la ficción, lo sabía, pero que el autor no tenía ni idea: esa vuelta de tuerca al argumento se le ocurrió después. Y el lector lo nota.
            Yo aconsejaría dejar el libro en la página 169. La historia que hasta ahí se nos cuenta no necesita de segundas partes. Como ocurre a menudo, más es menos. Bastante menos en este caso.

5 comentarios:

  1. O sea, una telenovela hollywoodiana.

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  2. Cada vez tengo más claro que una novela es un cuento estirado. Comprendo que Borges no se prestase a.

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    Respuestas
    1. ¿De veras que el Quijote le parece no más que "un cuento estirado"? ¿O "La cartuja de Parma", o "El Gatopardo", o "Pedro Páramo", o "Crimen y castigo", o "Robinson Crusoe", o tantas otras? Pues, si la literatura le interesa algo, aprenda a leer un poco mejor; saldrá usted ganando.

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    2. Divierte ver a dos anónimos discutiendo entre sí. ¿Cómo quieren que distingamos a uno de otro? ¿No se dan cuenta de que toda intervención debe ir firmada, aunque sea con un pseudónimo, para que luego podamos distinguir a cada interlocutor? ¿Cómo tomar en serio las opiniones de quien no se ha percatado de algo tan elemental?
      (Naturalmente, no todas las novelas, ni siquiera la mayoría, son un cuento estirado.)

      JLGM

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