viernes, 28 de abril de 2017

Francisco G. Orejas; humor y más


El calcetín de Hegel
Francisco G. Orejas
Trabe. Oviedo, 2017.

Dos son los protagonistas de El calcetín de Hegel: el humor inteligente y la caprichosa erudición. El lector resabiado puede pensar, al hojear el libro, que se encuentra ante una secuela de El hacedor borgiano o de La vuelta al día en ochenta mundos de Cortázar. Y ambos nombres mayores se mencionan y se homenajean explícitamente en alguna ocasión, pero la personalidad de Francisco G. Orejas se impone desde las primeras páginas: le gusta ahuecar la voz, ponerse pedante para reírse (o para hacernos reír) mejor.
            Hay ficción en El calcetín de Hegel, pero la minuciosa erudición de que hace gala su autor casi siempre es verdadera. “Rue Vaugirard” enumera los escritores que vivieron en esa calle de París junto al “verleniano Jardín de Luxemburgo” que aparece en poema de Miguel d’Ors; “Hotel Habana Riviera”, a quienes pasaron por ese hotel tan ligado a ilustres visitantes de la revolución cubana; “Maletas, mochilas, manuscritos” nos habla de originales perdidos; “Il est interdit d’interdire”, de las más pintorescas prohibiciones que en el mundo han sido.
            La enumeración (más enciclopédica que caótica) es un arte que domina Francisco G. Orejas. La acumulación de minucias eruditas va a menudo aliada a la parodia, como en “Dermatobia hominis”, enésima burla del disparatado conferenciante. “Onán el enano” le da todas las vueltas posibles a esas frases que se leen igual por el derecho que por el revés, los palíndromos, y que tanto han obsesionado a algunos.
            Las anécdotas autobiográficas también tienen su lugar en el libro. “En 1981, durante un par de meses, yo fui E. M. Cioran”, comienza “Metamorfosis”. Un error en la transcripción de un artículo de Cioran sobre María Zambrano en  Los Cuadernos del Norte le sirve para construir una curiosa historia sobre la doble identidad (y para homenajear a Juan Cueto, uno de sus maestros en el arte del jugueteo con la modernidad y la filosofía). Lo que hay de verdad en lo que nos cuenta “Metamorfosis” puede comprobarlo el lector hojeando los número 8 y 9 de la mítica revista asturiana.
            Dos o tres piezas de pura ficción (si es que tal cosa existe) se encuentran entre las mejores páginas del volumen. “Cada propina atrasa cinco minutos la revolución” podría formar parte de cualquier antología del relato humorístico. Otra forma de humor –de kafkiano humor negro– encontramos en “Itinerario urbano”.
            Y hay también capítulos que darían mucho juego en un taller de escritura. “Títulos equívocos”, enumeración de títulos (sin indicar autor) que sugieren un tipo de obra muy distinto de aquel al que se refieren; “Lectura comentada”, que hace intervenir en la trama las figuras del lector, el autor y el narrador; “El libro caníbal”, que entremezcla párrafos de obras bien conocidas (Don Quijote, La Regenta, Cien años de soledad).
            Los libros misceláneos tienen siempre algo de cajón de sastre y no suelen gozar de excesivo aprecio. Pero el concepto de unidad, a menudo sobrevalorado, no siempre ha sido bien entendido. La unidad de un volumen la da personalidad del autor, no el contar una única historia ni el centrarse en un único tema. La unidad la da el estilo, y el de Francisco G. Orejas resulta inconfundible, lo mismo cuando se aproxima al grado cero de la escritura que es la nota a pie de página que cuando eleva el tono para burlarse un poco de su propia pedantería.
            Tras su deslumbrante iniciación literaria con El asesinato de Clarín y otras ficciones (1981), Francisco G. Orejas pareció perderse en el mundo del guión televisivo y de los despachos periodísticos. El calcetín de Hegel –ese calcetín al que Marx decía haberle dado la vuelta para crear su filosofía materialista– demuestra que el escritor seguía vivo y que no es necesario publicar ni muchos ni gruesos libros para hacerse un lugar, si no en la historia de la literatura (que esas son palabras mayores que tardan en pronunciarse) sí en la memoria agradecida de los lectores. 

viernes, 21 de abril de 2017

Guillermo Carnero: elegía, sabiduría y desdén


Regiones devastadas
Guillermo Carnero
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2017.

Ahora que la poesía parece que se ha puesto de moda, que inunda las redes sociales y llena teatros y locales nocturnos; ahora que hay poetas –Marwan, Elvira Sastre, Ajo, Karmelo C. Iribarren– que venden miles y miles de ejemplares, resulta especialmente ilustrativo leer un libro como Regiones devastadas.
            Guillermo Carnero, desde sus inicios a finales de los sesenta, buscó deliberadamente darle la espalda al gran público, que en aquel tiempo era seguidor de los poetas sociales, de Celaya y de Otero y de quienes querían derribar la dictadura a golpe de endecasílabo y sobreentendidos. Quiso hacer de la cultura una máscara con la que encubrirse para descubrirse mejor; una máscara y una muralla que lo separara del vulgo “municipal y espeso”, de la multitud de los iletrados.
            Tras Dibujo de la muerte –que ya forma parte de la historia de la literatura–, el culturalismo, el hermetismo y la reflexión sobre los límites del lenguaje se acentuó en los libros de los setenta: El sueño de Escipión, Variaciones y figuras sobre un tema de La Bruyère y El azar objetivo. Luego vinieron largos años de silencio en los que el poeta “novísimo” parecía haber sido sustituido por el estudioso universitario al que debemos estudios fundamentales sobre la literatura de los siglos XVIII y XIX, sobre el barroco y sobre las vanguardias. Eran los años de la llamada poesía de la experiencia, de “la musa con vaqueros”, de una poesía confesional y comunicativa sobre la que Guillermo Carnero mostró siempre abierto desdén.
            En 1999 volvió a la poesía con el que quizá sea su mejor libro, Verano inglés, más directamente comunicativo y emotivo que ningún otro de los suyos, aunque sin renunciar a los referentes culturales que son parte de su vida tanto o más que las concretas anécdotas biográficas. A continuación, y como si se arrepintiera de lo mucho que de su intimidad había dejado traslucir en ese libro (una reescritura, en cierto modo, de La voz a ti debida, de Pedro Salinas), publicó tres largos poemas reflexivos sobre la inutilidad de la vida y la finalmente frustrada consolación del arte: Espejo de gran niebla, Fuente de Médicis y Cuatro noches romanas.
            Regiones devastadas reúne los poemas breves que fue escribiendo durante casi dos décadas a la par que esos textos más ambiciosos. Pero no es una obra menor, ni mucho menos. El poeta se siente un superviviente, los bárbaros del poema de Cavafis ya han entrado en Roma y convertido en caballerizas (o en plató para sus reality show) los museos y bibliotecas.
            La lección del poeta de Alejandría está muy presente en este libro, también la del Cernuda que supo adaptar el monólogo dramático de la poesía inglesa, no para llenar su poesía de personajes diversos, como Browning, sino para decirse mejor. El poema “Lección magistral de Himerio, maestro en Atenas (368 A. D.)” podía ir al frente del libro y expresa la antipoética del mismo, cómo debe escribir quien quiera llegar a los iletrados lectores de hoy: “Mencionad solo aquello que conocen, / con estilo patético y humilde: / anécdotas comunes del mercado. / la cocina, el corral o el dormitorio. / Los ignorantes toman por verdad / el grado más pueril de la retórica”.
            La verdad que busca Guillermo Carnero nada tiene que ver con el sentimentalismo directo ni con el infantilismo expresivo; tampoco con la sabiduría banal de los libros de autoayuda. Pero nos encontramos lejos del rebuscamiento conceptual y de la oscuridad deliberada de los primeros libros. La máscara que le proporciona el monólogo dramático le permite aproximarse a la lengua hablada y usar una primera persona que no es la suya y sí lo es. Ningún ejemplo mejor de ello que el poema “Última oración de Severino Boecio (Pavía, 524 A. D.)”, sátira y autorretrato indirecto, uno de los grandes poemas del autor, aunque él quizá lo considere una de sus “obrecillas menores”, uno de los textos que “se le cayeron de las manos” mientras estaba en labores de mayor empeño: “No me diste paciencia ni humildad; / tampoco astucia para parecer / plácido y obediente en un rincón, / feliz en la renuncia y el servicio”.
            Abundan también en el libro los poemas que describen obras de arte (“el arte es una forma superior de pensamiento” ha declarado), un poco a la manera del Manuel Machado de Museo, pero son también una forma de reflexión sobre el mundo, nunca mero decorativismo. “Estancia de Heliodoro”, uno de los poemas más elusivos del libro, lleva el subtítulo de “Sobibor”. El título se refiere a uno de los frescos pintados por Rafael en el Vaticano; el subtítulo, a un campo de concentración. Pocas veces el Holocausto ha sido referido de tan elusiva manera (“Más tarde llegarán, enfundados en negro / y bordados en plata, los pomposos verdugos”) como en esta denuncia sobre lo lejos que está de la realidad cualquier utopía basada en la bondad y en la justicia. El arte como encubrimiento de las mezquindades de la vida y de la falacia de los ideales políticos también lo encontramos en “Vejez de Juan Bautista Tiépolo”.
            No es un libro monocorde Regiones devastadas. El sobrio tono epigramático del primer poema, “Yacimiento”, contrasta con la ironía de “Remedia amoris”  (recuerda las “Composiciones de lugar” que Francisco Brines incluye en Aún no); los poemas que nos hablan de la intrahistoria del imperio romano a partir de restos arqueológicos con el jugueteo rococó de “En Viena, ante una tarta (Café de la Ópera)”.
            Un libro lleno de vida inteligente y de cultura al servicio de la vida Regiones devastadas, un libro quizá no para todos los lectores (desde luego no para el lector acostumbrado a la lectura apresurada en la pequeña pantalla del móvil), un libro solo para aquellos que estén dispuestos a dedicarle algo de lo mejor de su tiempo y su atención. Vale la pena: saldrán de sus páginas más lúcidos y con esa extraña forma de felicidad que dan los enigmas y las desdichas del mundo transformados en arte.

viernes, 14 de abril de 2017

Miguel d'Ors, memoria y misterio


Manzanas robadas
Miguel d’Ors
Renacimiento, Sevilla, 2017.

A Miguel d’Ors, como a todo verdadero poeta, no le importa repetirse en lo fundamental, sabe que esa es la más exacta manera de ser fiel a sí mismo. Pero cuando Miguel d’Ors dice lo que ya se ha dicho antes –por él mismo o por otros– procura decirlo de una manera mejor o con un matiz inédito. No hay por eso en Manzanas robadas –publicado casi medio siglo después de su primer libro– nada de epilogal ni de redundante: la tensión expresiva sigue siendo la misma que en sus obras mayores, idéntica la mezcla de cotidianidad y misterio.
            La poesía de Miguel d’Ors, de tan contagiosa emotividad y tan manifiestamente ideológica en ocasiones, engaña al lector apresurado. Está escrita siempre con la cabeza fría, tiene mucho de deliberado ejercicio de taller. Miguel d’Ors juega con el lenguaje y la estructura del poema tanto como el más audaz poeta vanguardista, pero no hace alarde de ello. Sabe que la emoción poética no se consigue con el desahogo sentimental, dejando simplemente expresarse al corazón –el corazón no versifica–, sino con muy precisa artesanía.
            Manzanas robadas nos habla de una infancia gallega, de la emoción del paisaje, del paso de las estaciones. Y lo hace con un lenguaje aparentemente directo, que no elude el localismo ni el coloquialismo: las flores amarillas de las “sextas”, de la retama, aparecen en más de un poema y a la “villavesa” (que es como llaman en Pamplona a los autobuses) se refiere en otro .
            Pero en seguida nos sorprenden los desplazamientos calificativos, las transgresiones gramaticales: ese “tractor adormilado”, esa “dulzura verdidorada” de las ciruelas, esas mañanas “tan ásperas, tan negras, tan pamplona” o el “azul frayangélico” de otra mañana; esos gallos que son “muecines de la luz resucitada”. Una constante creatividad, un ir de sorpresa en sorpresa, que nunca añade oscuridad al poema, que no condesciende con el sinsentido.
            Los poemas de Miguel d’Ors nos emocionan o nos hacen sonreír (pocos poetas con tanto y tan personal sentido del humor) en una primera lectura y nos admiran cada vez más en las sucesivas relecturas, cuando nos fijamos en los pequeños detalles y vamos poco a poco descubriendo su precisa estructura, los secretos de taller.
            Miguel d’Ors es un poeta no solo religioso, sino directamente confesional, y eso, que le ha deparado tantos lectores fieles, le ha alejado de otros. Pero el Miguel d’Ors de Manzanas robadas acierta a prescindir del doctrinarismo ideológico que lastraba otros textos suyos (el poema “Lecciones de Historia”, de Es cielo y es azul, tantas páginas de Virutas de taller) y nos habla del misterio, de la realidad que se esconde tras la realidad, de lo que no tiene nombre y algunos llaman Dios. No oculta sus creencias, pero no las exhibe tan agresivamente como en otras ocasiones. Con el poema “La misma partitura”, que habla de una misa en una capilla aldeana,  consigue un poema que no habría desdeñado firmar Francis Jammes (o, mejor quizá, Thomas Hardy), que tiene el encanto de las viejas estampas y la precisión verbal marca de la casa.
            No rehúye Miguel d’Ors el tópico, gusta de enfrentarse a él, ofrecernos nuevas variaciones: “Nocturno de la Caeira” y “Crepúsculo de otoño en Linza” vuelven al tema de microcosmos y el macrocosmos, al pequeño mundo del hombre que encierra no menos abismos que el espacio sideral; “Pájaros de antaño” recrea a Félix Grande (“Donde fuiste feliz alguna vez / no debieras volver”) y a Joaquín Sabina (“Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”); “Materiales de construcción” recrea de manera humorística un poema de Porfirio Barba Jacob, a su vez continuado por Cernuda y Brines; “Literatura fantástica” se aproxima al mundo de Luis Alberto de Cuenca; la idea que está detrás de “Ory” (imprescindible en cualquier antología dedicada al perro) ya la desarrolló Julio Camba en un artículo.
            Y no rehúye Miguel d’Ors acercarse a temas muy trillados porque sabe que todos los grandes temas lo son y porque esa es la manera de que destaque su originalidad (es fácil ser original tratando un asunto trivial del que nadie se ha ocupado antes, quizá porque no interesa a nadie). Gusta también de entreverar versos ajenos con los suyos propios, versos por lo general muy reconocibles, como el manriqueño “que es el morir” o “huyendo el mundanal ruido”, de Fray Luis (algo de “menosprecio de corte y alabanza de aldea” hay en este libro de d’Ors, según expresa la cita inicial de Ronsard).
            El mundo rural gallego, el de su infancia, está muy presente en este libro, que contiene un puñado de poemas que forman parte (como tantos otros suyos) de lo mejor de la literatura gallega, aunque estén escritos en un castellano entreverado del idioma de Rosalía: “Los aperos”, “La feria de Cuspedriños”, “Pero algo hay”.
            También el montañismo, como no extrañarán los fieles lectores (una inmensa minoría) de Miguel d’Ors. Al comienzo del libro coloca una cita de San Juan (“Mi Amado: las montañas, / los valles solitarios nemorosos…”), que ha utilizado más de una vez) y que se corresponde bien con poemas como “El reino”, tan lleno de pequeños detalles exactos como todos los suyos, que nos habla de una ascensión a la vez real y mística.
            ¿Algún reparo a este libro admirable, que puede ser gustado a la vez por el lector común, que no sabe de hipálages ni de intertextualidades, y por el especialista que se las sabe todas? Dos, quizás. Miguel d’Ors es un poeta tan cordial como conceptual. Sus poemas, muy a menudo, a la vez que expresan un sentimiento desarrollan una idea. Y esa idea es falsa –o eso me parece a mí– en “Primavera en el monte da Tomba” y en “Ser o no ser”. En el primero, el poeta se lamenta de haber sido infiel a su destino por no haber escrito un solo verso en dos semanas, por haber perdido el tiempo con actividades cotidianas (lavar y tender la ropa, escribir cartas). Pero de su propia poética (léase “La feria de Cuspedriños” o “Las ranas de Ciudad Rodrigo”)) se deduce que el poema no comienza a escribir cuando se escriben sus versos, sino mucho antes.
            “Ser o no ser” contrapone su “biografía como de triángulo escaleno” a la de la gente común que se apellida Fernández y son “farmacéuticos o fiscales” y se casan con la “correspondiente gordita” y tienen hijos, etc. Pero también los fiscales y los farmacéuticos y quienes se apellidan Fernández y se casan con “gorditas” puedes pasarse la vida “maquinando versos”, exactamente igual que los profesores por oposición que igualmente se casan y tienen hijos “que ya se sabe la juventud de hoy”.
            Pero son más los poemas en que razón y corazón, artificio y verdad, se aúnan inextricablemente para dar lugar a poemas tan minuciosamente memorables como “Aguas estancadas”, “Sabiduría del ciruelo” o el ya citado “Las ranas de Ciudad Rodrigo”, que tan bien ejemplifica la manera que d’Ors tiene de convertir una anécdota banal en poesía y metapoesía.
            Manzanas robadas se sitúa así entre las obras mayores de un clásico contemporáneo, de un poeta intemporal y de ahora mismo.

            

sábado, 8 de abril de 2017

Trieste y una sombra


La antivida de Italo Svevo
Maurizio Serra
Fórcola. Madrid, 2017.

“Vidas y leyendas” era el subtítulo de la espléndida biografía que Maurizio Serra dedicó a Curzio Malaparte; ahora, en el título de la dedicada a Italo Svevo aparece muy sorprendente y significativamente la palabra “antivida”. No hay dos escritores más opuestos: brillante, contradictorio, aventurero el uno; un buen burgués, un escritor secreto, o ni siquiera un escritor durante la mayor parte de su vida, el otro.
            Opuesta la trayectoria vital, opuesta también la obra: al lirismo efectista de Malaparte, a su literatura profusa e inagotable, se contrapone la escritura seca, y en la que no escasean solecismos y dialectalismos, de Svevo (hubo incluso quien dijo de él, como se repitió a menudo de Baroja, que escribía mal).
            Pero todo lo que le falta a Ettore Schmitz –ese era el nombre civil del escritor– de novelesco le sobra a su ciudad, Trieste, un enclave italiano (y eslavo) en el imperio austrohúngaro.
            La ciudad de Trieste, a la vez cosmopolita y provinciana, es casi por sí misma un género literario. En el epílogo a su biografía incluye Serra una entrevista con Claudio Magris, el autor de Danubio, quizá el mejor conocedor, y uno de sus mayores representantes, de esa literatura triestina.
            Tanto como Ettore Schmitz –empleado bancario, comerciante, próspero empresario–, o quizá más, nos interesan las figuras que le rodean: el poeta Umberto Saba, que nunca le quiso demasiado, y al que visitaba casi cada tarde en su librería (cuentan que fue el único cliente habitual a que jamás hizo descuento); el novelista James Joyce, por entonces un joven profesor de inglés que llevaba una vida bohemia que a Ettore –que fue su alumno– le repelía y le fascinaba al mismo tiempo.
            Pero poco a poco el arte de Maurizio Serra  –escritor italiano, nacido en Londres y que ha escrito algunos de sus libros directamente en francés– va haciendo que nos interesemos por el gris personaje que publica en la juventud dos novelas a su costa que no despiertan ningún éxito y que durante la mayor parte de su vida adulta parece solo dedicado al negocio familiar. En realidad, se trataba del negocio de la familia de su mujer, los Veneziani, que se dedicaban a la fabricación de pintura para cascos de barco y que debían su prosperidad al descubrimiento de una pintura que resistía la acción del agua del mar mejor que ningún otra (la fórmula se mantenía secreta). Los Venezini eran judíos conversos al catolicismo; Ettore Schmitz, judío no practicante, tuvo que convertirse para casarse con su mujer y entrar en el negocio. Nunca en su obra aludió a su judaísmo y esa es quizá una de las razones de la antipatía que por él sentía Saba.
            Ettore Schmitz, el próspero empresario, ni siquiera llegó a tener casa propia: vivió con su mujer, Livia, en el caserón de los Veneziani, frente a la fábrica, en una especie de comuna familiar presidida por su suegra Olga, una matriarca que siempre gustó de llevar las riendas (custodiaba la fórmula secreta de la pintura que había traído la prosperidad a la familia escondida en un colgante que llevaba al cuello y del que jamás se desprendía).
            Solo a partir de 1923, tras la publicación de La conciencia de Zeno, Ettore Schmitz se convertiría definitivamente en Italo Svevo. Al principio parecía que ese libro iba a tener tan poco éxito como sus dos novelas anteriores, pero el apoyo de James Joyce, ya convertido en escritor famoso tras el escándalo del Ulises, resultaría decisivo. El éxito de Svevo comenzó en Francia y pronto sería europeo.
            No tuvo mucho tiempo el escritor para disfrutar de su nombradía. Moriría en 1928, a los sesenta y siete años, mientras preparaba una nueva obra, la incompleta Confesiones de un anciano.
            La conciencia de Zeno es la primera novela psicoanalítica y eso no resulta casual: tras la Viena de Freud, fue Trieste –con sus varias almas nunca bien avenidas– la ciudad en la que el psicoanálisis se desarrolló más tempranamente.
            Italo Svevo murió en 1928, pero la historia que Maurizio Serra nos cuenta llega más allá, hasta la proclamación de las leyes raciales, la segunda guerra mundial y las peripecias de la posguerra en la atormentada Trieste. Porque La antivida de Italo Svevo es algo más que la vida de un hombre que nunca quiso enfrentarse a su destino y que el minucioso análisis de su obra (Maurizio Serra se acredita como uno de los mejores conocedores de la literatura europea de entreguerras), es la historia de una ciudad única que cambió varias veces de manos y a la que en más de una ocasión se trató de aplicar la limpieza étnica, el genocidio cultural.
            Un libro para leer sin prisa, que interesa no solo, ni fundamentalmente, a los lectores de Svevo, sino a todos los que se preocupan por el destino de un continente menos geográfico que cultural, la cuestionada Europa, del que Trieste es cifra y símbolo.   

sábado, 1 de abril de 2017

Eduardo García y su realismo visionario


La lluvia en el desierto
(Poesía completa 1995-2016)
Eduardo García
Prólogo de Andrés Neuman
Epílogo de Vicente Luis Mora

Eduardo García (1965-2016) se inició en la poesía en una línea deudora del Luis Alberto de Cuenca que aunaba rigor formal con frivolidad y del Luis García Mantero que había bajado la poesía a la calle para cantar a la musa con vaqueros. “Musa de a pie” titulaba precisamente uno de sus sonetos: “Despeinada me gustas, ojerosa, / con el rimmel corrido y con desgana / asomada al pavor de la semana / y no como en el búcaro la rosa”.
            El título de su segundo libro, No se trata de un juego, parece una declaración de intenciones. No abandona Eduardo García su componente realista ni su dicción coloquial (siempre ha sido un poeta más de “lo que pasa en la calle” que de “los eventos consuetudinarios que aconteces en la rúa), pero ahora su poesía –como su visión de la realidad– se va volviendo más compleja. El poema se aproxima al relato fantástico para adentrarse en el mundo de los sueños y del subconsciente. También la metapoesía hace acto de presencia, pero sin el componente teórico y pedante que tenía en la generación anterior, la de Guillermo Carnero y Jenaro Talens.
            La cita de Yeats que aparece al frente de Horizonte o frontera, su siguiente libro, resulta muy significativa del ensanchamiento del realismo que busca Eduardo García: “He sido llevado, en momentos de la más honda introspección, hasta aquellas cosas que están más acá y más allá de la vida despierta”.
            El abandono del realismo más convencional trae consigo, como no podía ser de otra manera, un cambio estilístico. Los correctos endecasílabos, el ritmo consabido, la frase corta y precisa, se abandona por un versolibrismo que gusta de la enumeración caótica y de la compleja subordinación, que parece avanzar a tientas en una única frase que se ramifica y se extiende a tientas por un territorio desconocido.
            Eduardo García se aprovecha de los logros del surrealismo, pero no es un poeta surrealista. Él mismo –autor de dos excelentes libros sobre poesía– lo ha expresado lúcidamente: “Busco más allá de la apariencia de las cosas, más siempre para generar sentido, excavar más allá de la corteza lo que se oculta al otro lado. Aquello que se abre paso en las palabras deviene al fin un mensaje en la botella del poema, navegando hacia el lector. Un acto de conocimiento, sí, pero también de comunicación”.
            En sus primeros y en sus últimos poemas gusta Eduardo García de partir de una situación cotidiana. “Sentado en un café miro la calle”, comienza uno de los poemas de No se trata de un juego; “Miré por la ventana: diluviaba”, otro de La vida nueva, su penúltimo libro. Esa es quizá su lección mejor: que el poema, para buscar trascendencia, no necesita abandonar lo concreto, que hay suficiente enigma en el vivir de todos los días.
            Pero no todo, ni mucho menos, es bucear en la sombra e indagación metafísica en la obra de Eduardo García. También puede considerársele un poeta del amor y de la alegría de vivir que en ocasiones, en raras ocasiones, se aproxima peligrosamente al manual de autoayuda. Difícil, sin embargo, resulta resistirse al encanto de alguno de esos poemas llenos de buenos sentimientos. Uno de mis preferidos es el borgiano “Aniversario”, con su técnica enumerativa y anafórica (“te regalo la música”, “te regalo mi llanto y mi torpeza”, “te regalo mi asombro”), un poema de amor a la vez novedoso e inevitablemente tópico.
            Duermevela, el último libro que publicó Eduardo García, termina con un poema titulado “Rescatar la alegría”. El poeta ha conocido los sótanos de la realidad, se ha perdido en sus extrarradios, se ha hundido en las arenas movedizas del insomnio y del absurdo de vivir, pero su lección final es que hay que “rescatar la alegría, / desarraigar del corazón la ceguera del ojo de la aguja, el injerto del lodo, las turbias excrecencias, / bajo el tumulto del agua desbocada lavar el cuenco roto, coserle los pedazos, dejarlo reposar, / agradecer cada sonrisa que nos tiende al azar un día cualquiera”.
            No sabía entonces que lo peor estaba por llegar: el mazazo de un diagnóstico sin apelación, los días de hospital, la desesperación y la aceptación (algo de esto cuenta el prólogo de Andrés Neuman). En esos pocos meses escribió dos series de poemas --“La hora de la ira” y “Bailando con la muerte”-- que es difícil leer con la objetividad necesaria, aunque nos atrevemos a afirmar que en la segunda de ellas se encuentran quizá algunos de sus más escuetos e impactantes poemas. Especialmente memorable resulta el dístico con que concluye el poema final, la personal versión del “carpe diem” con que termina su obra: “Si todo ha de acabar, muerde muy fuerte / cada hora que le robas a la muerte”.