sábado, 24 de junio de 2017

Arthur Koestler: una vida, cien novelas


Arthur Koestler. Nuestro hombre en España
Jorge Freire
Editorial Alrevés. Barcelona, 2017.

El siglo XX cuanta con pocos personajes tan apasionantes como Arthur Koestler. Su vida da, no para una, sino para muchas novelas. Jorge Freire se centra en el episodio de su detención en Málaga el año 1937, su traslado a Sevilla, su condena a muerte, la imprevista liberación final al ser intercambiado por la mujer del capitán Carlos Haya, una de las figuras más destacadas de los sublevados. Antes de esa aventura, Koestler ya había sido protagonista de otra durante la guerra civil. A poco de comenzada, logró disimular su militancia comunista y entrevistar en Sevilla a Queipo de Llano haciéndose pasar por corresponsal de un diario británico conservador.
            Con criterio muy cinematográfico, Jorge Freire alterna en cada capítulo el episodio de 1937, reconstruido casi hora a hora, con amplios resúmenes de los antecedentes.
            A sus treinta y dos años, Arthur Koestler había tenido tiempo para conocer de primera mano el derrumbe del imperio austrohúngaro –había nacido en Budapest, de familia judía–, participar en la revolución comunista de Béla Kun, abandonar sus estudios de ingeniería para ir a Palestina a trabajar en un kibutz, renunciar pronto para llevar allí una vida casi de mendigo, ser nombrado corresponsal en Oriente Medio de la más importante cadena de periódicos alemanes, convertirse luego en director de la sección científica de la más importante cadena de periódicos alemana, cambiar el sionismo por el comunismo, ser un activo agente del konmintern, apasionarse con incontables aventuras amorosas… Esto último sería, la causa de que empezara “a escribir novelas mucho más tarde que lo normal” si hemos de hacer caso a sus palabras: “Mis amores durante estos años fueron tantos y tan intensos que mataron el ansia creadora. Las calorías que gasté en ellos habrían bastado para escribir media docena de novelas. Pero habrían sido malas novelas, y en cambio como vida fue excelente”.
            Con su primera novela, Oscuridad a mediodía (en España titulada El cero y el infinito), de 1941, alcanzó de inmediato un éxito mundial. Al denunciar los procesos de Moscú, Koestler sabía bien de qué hablaba: ahora defendía a las víctimas, pero poco antes había sido uno de los fanáticos inquisidores.
            El libro de Jorge Freire nos deja con ganas de saber más cosas de este personaje fascinante. Lo cerramos y abrimos de inmediato el primer tomo de la autobiografía de Koestler, Flecha en el azul. Arthur Koestler no fue solo un fue solo un incansable aventurero en busca de una fe a la que servir ciegamente; fue, además, un escritor excepcional: hablara de lo que hablara, sabía cómo atrapar al lector desde las primeras líneas.
            Tras releer las obras de Koestler que Jorge Freire resume y a ratos rebate, la valoración de su libro no puede ser la misma. A ratos da la impresión de no haberse enterado del todo.
            Koestler comienza su autobiografía con un “horóscopo secular”, con un comentario a las noticias del día de su nacimiento. Ese espléndido capítulo, Jorge Freire lo resume así: “Bastaba una copia del Times londinense del 6 de septiembre de 1905 para apreciar los movimientos telúricos que animaban entonces el mundo: pogromos antijudíos, ataques a obreros, editoriales sobre el acuerdo que ponía fin a la guerra ruso-japonesa, encomios al laissez-faire…
            ¿Encomios al laissez-faire? Exactamente lo contrario es lo que se deduce del editorial del Times que contrapone “la subordinación del individuo a la tribu y al Estado” que manifestaron los japoneses victoriosos al “excesivo individualismo” de Occidente. Lo que marcaba la hora de su nacimiento, indica Koestler, era “el fin de la era del liberalismo y del individualismo”.
            Se entretiene luego Freire subrayando los errores de Koestler. Pero esos presuntos errores se deben solo a lecturas apresuradas. Un ejemplo: “Koestler afirmaba que su abuelo era un social-revolucionario que había desertado del ejército ruso después de la guerra de Crimea. No cabe duda de que un abuelo eserista le habría conferido un blasón de quijotismo, algo apremiante para alguien que, como él, buscaba enderezar los renglones torcidos de su vida con un relato congruente. Sin embargo, los eseristas surgieron varios años después de la guerra de Crimea, lo que hace de su explicación una sencilla patraña”.
            ¿Una sencilla patraña? Veamos lo que dice Koestler de su abuelo: “Por qué huyó de Rusia, no se sabe. Tal vez fuera desertor del ejército, o tal vez se viera complicado en el movimiento Social-Revolucionario, o quizá, después de todo, haya cometido un crimen. Naturalmente, prefiero creer que era un revolucionario socialista”.
            Koestler escribe con cautela e inteligencia (“no se sabe”, “tal vez”, “prefiero creer”), Freire con juvenil desparpajo y algún descuido: afirma que en 1896 se construyó en Hungría el primer ferrocarril de Europa (p. 24), cita equivocadamente a Machado (“por qué llamamos caminos a los surcos del azar”, p. 80), etc.
            El mayor mérito de Arthur Koestler. Nuestro hombre en España es que, tras su rápida y amena lectura, nos deja con ganas de saber más del escritor. Buscamos entonces sus libros y descubrimos que fue, además de un singular personaje, un lúcido ensayista y un maestro de la narración autobiográfica. La comparación entre cómo cuenta un pasaje de su vida el propio protagonista y cómo lo parafrasea Jorge Freire convierte al segundo en un algo apresurado, aunque no por eso desdeñable, divulgador.

domingo, 18 de junio de 2017

De Ulrica a Javier Otárola


Homenaje a Borges
María Kodama
Lumen. Barcelona, 2016.

Sobre la relación entre María Kodama y Jorge Luis Borges hay una leyenda negra y otra rosa; ambas, aunque en apariencia incompatibles, son probablemente verdaderas.
            Quizá las más hermosas dedicatorias que un poeta haya escrito nunca se encuentran en La moneda de hierro, La cifra y Los conjurados, los tres últimos libros de versos de Jorge Luis Borges. Son otros tantos poemas en prosa y están dedicados a María Kodama, alumna primero, colaboradora después, con quien se casaría en Ginebra poco antes de su fallecimiento.
            Tras la muerte de Borges, en 1986, María Kodama, discutida heredera de los derechos de autor, se dedicó a promocionar muy eficazmente su obra por todo el mundo. Homenaje a Borges recopila una amplia muestra de las conferencias que dio en los más diversos lugares (no suelen indicarse).
            La edición es descuidada (carece de editor en el sentido intelectual del término, como viene siendo habitual en los grandes grupos editoriales) y no escasea en errores, fruto de una corrección mecánica: se habla varias veces de la “avidez” de Kant (para referirse a la aridez de su prosa), se confunde la fecha de la cita final con la de la conferencia “Borges y el Oriente”, se titula “Juan Goytisolo nos presenta” (son sus primeras palabras) un texto en el que Goytisolo no presenta a nadie… Esos descuidos (fácilmente subsanables con un editor profesional), aunque irritantes, no limitan el interés del conjunto.
            María Kodama se muestra en estas páginas como una excelente conocedora del universo borgiano y se ocupa, con inteligencia y erudición, de sus obsesiones fundamentales: la memoria, las bibliotecas, el tiempo, el Oriente, el Golem, los sueños. Son páginas divulgativas, con algún apunte autobiográfico, que es quizá lo que más agradecerán muchos de los lectores.
            Nos habla del desagrado que Borges sentía ante uno de sus poemas más famosos, el soneto “El remordimiento” (“He cometido el peor de los pecados / que un hombre puede cometer…), escrito  tres días después de haber muerto su madre. “Consideraba a este poema –señala Kodama– espantosamente sentimental y carente de la distancia que éticamente debe mediar entre experiencia y realización”.
            En ese rechazo debía haber algo de coquetería: Borges no podía ignorar que el sorprendente comienzo (considerar la infelicidad como un pecado) ya lo alejaba de un mero desahogo sentimental.
            Acá y allá nos va dejando pistas de su relación con Borges, que a ratos parece un tanto fantaseada. Tenía cinco años cuando le leyeron el primer texto de Borges, uno de sus poemas ingleses, y ella quedó impresionada para siempre, especialmente por los dos versos finales: “Puedo darte mi soledad, mis sombras, la angustia de mi corazón; / estoy intentando sobornarte con la incertidumbre, el peligro, el fracaso”.
            A los doce años lo escuchó por primera vez en una conferencia; a los dieciséis comenzó a ser su alumna. Tras la muerte de la madre de Borges (en 1975) se convirtió en su acompañante exclusiva en los viajes al extranjero. Esa relación iría pasando por distintas fases hasta culminar “en el amor que nos habitaba, mucho antes de que usted me lo dijera, mucho antes de que yo tuviera conciencia de mis sentimientos”.
            La revelación de ese amor tuvo lugar en Islandia y se cuenta secretamente en el cuento “Ulrica”, de El libro de arena. Por eso, en la estela funeraria de Ginebra, aparece la inscripción “De Ulrica a Javier Otárola” y la cita de la Völsunga saga que Borges puso al frente de ese cuento.
            Un psicoanalista tendría mucho que decir de esa historia de amor. La traducción de la cita dice así: “Tomó su espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos”. Extraña inscripción como resumen de una historia amorosa. En el cuento desaparece esa espada, pero no parece que eso suponga la realización física del amor: “No había una espada entre los dos. Como la arena se iba el tiempo. Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrica”.
            Por si no quedara claro, en el epílogo Borges señala la “afinidad” de “Ulrica” con “El otro”, donde relata un fantasmagórico encuentro consigo mismo. La fría espada que separaba a estos amantes –que siempre se trataron de usted, que en la intimidad, si hemos de creer a Kodama, se daban los nombres cariñosos de Ulrica y Javier Otárola (así, con apellido)– solo desapareció en un vago sueño erótico que tuvo lugar en Irlanda, no en la realidad.
            Extraña historia de amor, ya digo. “Su padre la educó para mí”, indica Kodama que le repetía a menudo Borges. Y en la “Inscripción” al frente de Historia de la noche, uno de los mejores ejemplos del recurso de la enumeración caótica, tan característicamente suyo, entre las razones de la dedicatoria (“Por los mares azules de los atlas… Por Venecia de cristal y crepúsculo”) se encuentra “Por la memoria de Leonor Acevedo”, la madre de Borges.
            También hay lugar en estas páginas para el haiku, ciertos episodios de la historia argentina, los relatos de Cortázar. Pero son las luces y las sombras que añaden al retrato del escritor y lo que nos dejan entrever de su extraña relación final lo que impide que sean una prescindible pieza más en la inabarcable bibliografía borgiana.

            

sábado, 10 de junio de 2017

Alejandro Duque Amusco, poemas memorables


Jardín seco
Alejandro Duque Amusco
Sevilla. Renacimiento, 2017.

Han pasado más de cuarenta años desde que Alejandro Duque Amusco publicó su primer libro, Esencias de los días, y a pesar de su continua dedicación poética, y de haber obtenido algún llamativo galardón, como el Loewe, sigue siendo más conocido y apreciado como editor y estudioso de Vicente Aleixandre, de quien es el máximo especialista.
            Lo poético a menudo es enemigo de la poesía y a Alejandro Duque Amusco, siempre educado, melancólico y preciosista, parece gustarle demasiado lo convencionalmente poético. Incapaz de escribir un mal poema, parecía que también le estaba negada esa intensidad que caracteriza a los versos que son más un puñetazo que una caricia y que se nos quedan para siempre en la memoria.
            Pero su último libro, Jardín seco, contiene tres de esos poemas. Comenzamos a leerlo con el agrado y el no excesivo entusiasmo de costumbre. La memoria de la infancia y diversas estampas paisajísticas –el valle del Jerte, los campos de Lituania– ocupan la primera parte. El demorado versículo (“Nadie. Te has quedado sin el palio frondoso de los árboles que estremecían el aire con sus claros anillos”) contrasta con los haikus de “Hojas del verano”: “Siempre es la nube / que nos tapa el sol / la que pasa más lenta”.
            Los mejores poemas de la segunda parte –“En el viaje”, “El cofre”– utilizan un procedimiento, más grato a Bousoño o Brines que a Aleixandre, que consiste en utilizar elementos de la cotidianidad y darles trascendencia metafísica. “Heinrich Schliemann” es un ejemplo del monólogo dramático que Cernuda introdujo en la poesía española y que con tanta insistencia cultivó la generación novísima, a la que cronológicamente Duque Amusco pertenece.
            La tercera parte reúne los poemas de amor (aunque uno de los mejores, “Extraño pájaro”, se dedica a la amistad). Los hay de poco frecuente intensidad, pero también otros de lenguaje en exceso consabido. “La noche no cumplida del amor se desangra. / Cómo desvanecen los tornasoles del recuerdo” comienza “Violoncelos”, donde no falta una voz, “una voz de seda y fiebre”, que murmura al oído “¿Cuánto has amado?”
            Los tres poemas que hacen cambiar nuestra opinión sobre Alejandro Duque Amusco, que lo colocan entre los poetas imprescindibles de este tiempo y de cualquier tiempo, están en la sección final.
            Hay otros notables, como la sextina –esa artificiosa composición estrófica que puso de moda Jaime Gil de Biedma– dedicada a un dolmen. La primera estrofa dice así: “Eran como nosotros esos hombres, / iguales en temor ante la tumba / y ante el silencio en que se oculta dios. / Cada noche miraban las estrellas / y erigían sus ídolos de piedra / para encontrar una respuesta al tiempo”. Y la última (las palabras finales, que se reiteran a lo largo del poema, reunidas en tres versos): “Otros hombres vendrán hasta esta tumba / a interrogar a dios y a las estrellas. / La piedra es la respuesta que da el tiempo”.
            Notables ejercicios retóricos son también los sonetos “Autorretrato para después” (aunque la disposición en dísticos no facilita la lectura) y “Siempre”, en verso alejandrino, que cierra el libro glosando una de las rubaiyat de Omar Jayyam.
            Los tres poemas especialmente memorables son otras tantas elegías. Al padre se dedica la primera de ellas, “Regreso”. No es un tema fácil, demasiado proclive al sentimentalismo e incluso al ajuste de cuentas. Duque Amusco consigue unos versos nada manriqueños, pero que no desmerecerían en ninguna antología junto a las coplas –o el “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías– y que quizá no habría desdeñado firmar Manrique.
            “Aurora” es la elegía a una vida no vivida, a una niña muerta antes de nacer. La falacia patética está a un paso, como en el poema anterior, como en el que cierra esta estremecedora trilogía, “Resurrección”: “Desde que has muerto te has hecho más mía cada día / en el fino telar de la memoria”. Tres poemas arriesgados, tres temas en los que es fácil, casi inevitable, incurrir en el sentimentalismo.
            Teníamos la opinión de que Alejandro Duque Amusco era un poeta correcto, elegante y quizá un tanto prescindible, un buen discípulo de no siempre los mejores maestros. Jardín seco, que a ratos parece confirmar esa opinión, nos la hace cambiar por completo.
            Un poema le bastó a Jorge Manrique para hacerse un sitio de honor en la poesía española; Alejandro Duque Amusco ha escrito al menos tres memorables. No es parca cosecha.

sábado, 3 de junio de 2017

Lorenzo Oliván, pensar con los sentidos



Dejar la piel (Pensamiento y visión)
Lorenzo Oliván
Pre-Textos. Valencia, 2017.

Lorenzo Oliván, uno de los más destacados poetas de su generación, comenzó su carrera literaria publicando dos libros de aforismos, años antes de que el género se pusiera de moda. Siguió cultivándolo en títulos sucesivos y ahora resume tres décadas de dedicación en el volumen Dejar la piel, donde no están todos los que ha escrito, pero sí lo fundamental de su aguda y grave obra breve.
            Hemos hablado de aforismos, pero si nos atenemos a la etimología de la palabra no serían, en la mayor parte de los casos, propiamente aforismos, esto es, dichos sentenciosos, píldoras sapienciales. Sus dos títulos primeros, Cuatro trazos y La eterna novedad del mundo, aún hoy los que muchos de sus lectores prefieren, tenían mucho que ver con la greguería, entremezclaban humor y poesía, nos mostraban las cosas cotidianas con el asombro del niño. Progresivamente su mirada se fue enturbiando a la vez que se hacía más reflexiva, pero el gusto por el decir ingenioso –aprendido en Gómez de la Serna– no le abandonó nunca. “Un ataúd es un cajón que presume de ser mueble”, leemos en Hilo de nadie.
            Lorenzo Oliván, según nos indica en el extenso prólogo, prefiere el término “fragmentos” para referirse “a lo que algunos suelen llamar aforismos”. No parece una elección muy afortunada. Un aforismo es exactamente lo contrario de un fragmento: un texto breve con principio y fin, que debe ser leído exento, que no forma parte de otro texto mayor. Un epigrama de dos versos, o un microrrelato de dos líneas, no son fragmentos; sí, en cambio, cincuenta o cien versos de un poema épico, varias páginas de una novela.
            Curiosamente, salvo en el prólogo, Lorenzo Oliván no emplea nunca el término “fragmento”, sino el de aforismos, en sus libros presuntamente de fragmentos: “El aforismo, tan diminuto siempre, pide a menudo la hipérbole, para hacerse ver”, “Un aforismo tiene que ser contundente como un puñetazo y, a la vez, dar la mano”, “Persigue en tus aforismos el arte de las desapariciones. ¿Qué, que podrías decir, no dices o insinúas? ¿Qué sombra o rastro fugaz cruza el blanco de la página?”
            No es lo único discutible del prólogo, que entremezcla reflexiones generales con el eco de viejos resquemores. “El error que cometió cierta poesía que defendía con insistencia el sentido común, el oficio y la labor de artesano del poeta fue caricaturizar como simples chamanes a quienes coqueteaban con cualquier visión metafísica del hecho poético”. Y se pregunta luego retóricamente si es que Keats o Pessoa fueron “ridículos chamanes”. como si alguien les hubiera aplicado alguna vez tal calificativo (sí se le pudo aplicar quizá, en las polémicas literarias de los ochenta, a Leopoldo María Panero). Pero los lectores tienen la costumbre de saltarse los prólogos en los que los autores hablan de su obra, lo que no deja de ser una buena costumbre.
            La “Obertura” de Cuatro trazos ya nos pone la sonrisa en los labios. El autor juega, como haría un niño, con los instrumentos de la orquesta: “El acordeón va disfrazado de dragón chino”, “Al trombón le pusieron el nombre un día en que se cayó por unas escaleras”. “En los platillos las notas caen como moscas”.
            Humor y poesía: “Todo el mar tiembla cuando la luna entra en él, desnuda”. “Cuando el río se acerca al mar, asustado, se hace el muerto, se hace mar”, “A los espejos cualquier aliento de vida les empaña de angustia el corazón”.
            La personificación es uno de los recursos literarios preferidos por Lorenzo Oliván. Unas veces recuerda la comicidad de los dibujos animados: “El piano de cola se peina con raya a un lado”, “Los garbanzos llevan el culo al aire”, “Los murciélagos, después de usar sus alas, las cuelgan de un perchero”. Otras veces se acerca al microrrelato, con la luna como protagonista preferente: “Vi la luna en lo alto de la torre y, tan triste estaba, que pensé: se va a tirar”.
            Abundan también, como en los chistes, como en las greguerías, los juegos de palabras (“La corrupción hace la fuerza”) y el uso hasta el abuso del simbolismo fonético: “Cicatriz es una palabra que, al pronunciarla, vuelve a abrir mentalmente la herida”, “Qué perfección la de la palabra melancolía. Larga. Grave. Acentuada”, “En la palabra champán hay una invitación a abrir ya la botella”, “Suplicio y suplico son dos palabras que solo el diablo pudo hacer parecidas”.
            En sus últimas colecciones de aforismo, Lorenzo Oliván, como arrepentido de su eutrapelia y de juguetear con las palabras, frunce a menudo el ceño, se vuelve metafísico y moralista. Ejemplos de lo uno y de lo otro: “En nuestra existencia, lo biológico sucede con tanta fatalidad que hasta cierto punto hace inevitable que lo biográfico quede como imantado de destino”, “La democracia, el estado de las apariencias, ha enseñado a los políticos a saber estar, pero no a saber ser”.
            No es el mejor Lorenzo Oliván, a mi entender. Afortunadamente, su creatividad y su ingenio (aunque sea una cualidad que no aprecie demasiado) le salvarán siempre de tropezar con lo obvio y de que se le pueda aplicar uno de sus aforismos: “La moralina es ese polvillo que recubre, de no leerlos nadie, a los escritores moralizantes”.