lunes, 23 de octubre de 2017

No me cuente usted su vida



La máscara o la vida. De la autoficción a la antificción
Manuel Alberca
Pálido Fuego. Málaga, 2017.

Los géneros literarios también se pasan de moda. Es lo que, según Manuel Alberca, está ocurriendo con la autoficción, esa modalidad narrativa que llevó a los escritos autobiográficos las libertades de la novela. El propio Alberca le dio carta de naturaleza entre los estudiosos con El pacto ambiguo, un libro que llevaba al título el carácter mixto de un género –o subgénero– que parecía atenerse al “pacto autobiográfico” –autor y narrador o protagonista llevaban el mismo nombre–, pero que lo subvertía, incurriendo en la ficción, en determinados pasajes que el lector debía detectar por cuenta propia.
            En La máscara o la vida, Alberca detecta un cansancio de la autoficción y un regreso a la autobiografía en sentido estricto. El diagnóstico –que mucho tiene que ver con sus preferencias de lector– solo puede ser aceptado en general con bastantes matices.
            La parte teórica del trabajo de Manuel Alberca resulta la más endeble. Hoy en día, nos dice el término “ficción”, además de invención, “significa también relato bien escrito a la manera de una buena novela”. ¿Seguro? La crónica periodística de una sesión parlamentaria, de unos incendios forestales o de una manifestación en Barcelona, si están bien escritas, ¿se consideran hoy ficción?
            No me parece a mí que así sea y tampoco es cierto que la autobiografía actual se caracterice porque “ha dejado de ser un género póstumo”. ¿Lo fue alguna vez? Es cierto que algunas autobiografías se publicaron póstumas, pero también libros de poemas, novelas, obras de teatro. Lo que parece quiere decir –pero con poca exactitud igualmente– es que ha dejado de ser un género que se escribe “desde la última vuelta del camino” (según el título de Baroja) para escribirse en cualquier otro momento de la trayectoria vital. Pero siempre ha sido así, siempre han existido memorias de infancia o de adolescencia o de guerra o de cautiverio que se escriben cuando el autor siente que ha concluido un determinado periodo de su vida y quiere dejar constancia antes de que se difumine en la memoria. Un hombre acabado, la magistral autobiografía de la infancia y juventud de Papini, se publicó en 1913 y su autor vivió hasta 1956.
            Subrayo las insuficiencias del libro de Manuel Alberca, pero eso no quiere decir que le reste importancia. Sus tres calas en la historia de la autobiografía española del siglo XX (generación del 98, exiliados tras la guerra civil, memorialistas tras el fin de la dictadura), están llenas de observaciones que acreditan a un minucioso erudito y a un atento e inteligente lector. Quizá por eso sorprende más algún descuido. Tras indicar su escaso aprecio por los escritos autobiográficos de Azorín –no considera como tal esa maravilla que son Las confesiones de un pequeño filósofo–, señala que, después de abandonar la militancia anarquista, “comenzaría en 1905 su colaboración en el ABC, que habría de mantener a lo largo de su vida”, al igual que su conservadurismo. Pero no es cierto: tras combatir la dictadura de Primo de Rivera, se declaró republicano; abandonó el ABC para colaborar en Crisol y en Ahora; defendió las reformas progresistas del primer bienio y mostró su admiración por Manuel Azaña; luego, al servicio de Juan March, siguió siendo republicano, pero más cerca de Lerroux que de los partidos del Frente Popular. Todo esto, que él quiso que se olvidara, por motivos obvios, durante el franquismo los conocemos muy bien desde 1987 en que Víctor Ouimette publicó una selección de los artículos de ese periodo con el título de La hora de la pluma.
            Fuera de lugar están las descalificaciones, no literarias, sino personales, que Alberca hace de algunos escritores, como Baroja, a quien le traicionaría “una y otra vez su doblez, su calculada estrategia de omisión y mentira”. Duras afirmaciones que ni se explican ni se ejemplifican: el autor se limita a citar como fuente de autoridad una obra de Eduardo Gil Bera más que discutible.
            Manuel Alberca defiende la autobiografía (esa cenicienta de la literatura a su entender) con razones que no siempre podemos compartir. Afirma que los escritos autobiográficos debemos leerlos “con gratitud”, pues sus autores “libre y generosamente nos regalan el relato de sus vidas”. Si están mal contadas y carecen de interés, ¿qué regalo es ese?
            La autobiografía se encuentra a caballo entre la historia y la literatura. Su valor documental y su valor literario son cosas distintas. El valor documental depende de la importancia del protagonista o del interés de los hechos en que haya participado. De Cervantes o de Napoleón nos interesa cualquier anotación que pueda encontrarse; del vecino que sube a la red las fotos de su cumpleaños. no. El valor literario de una autobiografía depende del talento de su autor. No hace falta que hayan ocurrido acontecimientos extraordinarios durante el año que Baroja nos cuenta en Las horas solitarias para que resulte un libro excepcional.
            Obviedades, ya lo sé, pero Manuel Alberca, especialista en la materia, parece olvidarlas, como olvida que los “paratextos” (esos textos sin firma que figuran en la contraportada o en la solapa de un libro) son publicidad, no crítica ni teoría literaria (su análisis de ciertas obras de Manuel Vicent se basa en ellos).
            “No me cuente usted su vida” fue una frase que se hizo famosa tras el fin de la guerra civil. La vida de los demás solo nos interesa si es extraordinaria o si se sabe contar; a los pelmazos, hablados o escritos, no les debemos, diga lo que diga Manuel Alberca, ninguna gratitud.
            La verdad del documento, que no tiene que ser entretenido ni estar bien escrito, es un valor para el historiador. En la autobiografía literaria, los hechos, además de ser verdaderos, deben estar bien contados y despertar el interés del lector. Un documento falso carece de valor; una autobiografía mentirosa en algunos pasajes o que no lo cuenta todo, puede seguir siendo una obra literaria apasionante.
            Una buena autobiografía nos apasiona tanto o más que una buena novela. ¿La diferencia entre ambas? Que la primera puede ser desmentida por la realidad (nos habla de cosas que ocurrieron fuera del libro), mientras que la segunda no. Entre una y otra se encuentran los géneros intermedios: las novelas autobiográficas, la autoficción, las llamadas novelas sin ficción. Manuel Alberca se ocupa de estas cuestiones con abundante erudición, ambición teórica y algunas discutibles, por ingenuas o no bien fundadas, opiniones personales.  
           


sábado, 21 de octubre de 2017

Revoltijo de maravillas


Cómo enseñar a leer en clase
Miguel Díez R.
Reino de Cordelia. Madrid, 2017.

Ni el título ni el subtítulo le hacen justicia a este nutrido volumen a la vez descacharrado y fascinante. Cómo enseñar a leer en clase parece anunciar un libro de texto, un manual didáctico. “La memorias de un viejo profesor”, tal es el subtítulo, ocupan apenas las primeras páginas y casi se limitan a las jeremiadas habituales sobre el desastre de la educación actual en contraste con los buenos viejos tiempos. Los culpables ya los sabemos: por una lado, las nuevas tecnologías; por otro, los “pseudopedagogos de laboratorio y los expertos teóricos de turno del ministerio correspondiente”.
            Nada nuevo por ese lado: los prescindibles y habituales desahogos. Pero la mayor parte del volumen –más de quinientas páginas– va por otro lado: es una espléndida, heterogénea, inagotable antología de la literatura universal.
            Al tratarse de un libro de apariencia didáctica, y de textos breves, el autor no parece haber tenido que pasar por el enojoso trámite de pedir derechos y ello le permite ofrecernos juntos a docenas y docenas de autores que nunca habíamos visto reunidos.
            Las letras de Luis Eduardo Aute y de Joaquín Sabina, de Bod Dylan o de Joan Báez, alternan con la lírica tradicional española, con Ángela Figuera, Emily Dickinson o con los romances populares; los poetas bien conocidos con otros poco frecuentados. Y como propina muy a menudo van acompañados de breves comentarios de Paz Díez Taboada, colaboradora habitual de Miguel Díez. Se trata de lúcidas anotaciones más dirigidas al borgiano lector hedónico que al estudiante.
            La narrativa constituye el otro núcleo de este peculiar vademécum. Como en el caso de la poesía, los relatos bien conocidos alternan con otros que más de uno leerá por primera vez y que no olvidará nunca. El orden nada tiene que ver con los habituales capítulos de la historia literaria: en pocas ocasiones podemos pasar de Ray Bradbury a Juan Rulfo, de Juan José Millás a Stephen King, de Max Aub a Frederic Brown.
            Decía que este volumen resultaba descacharrado y fascinante. El segundo calificativo está claro: abierto al azar resulta difícil que no nos encontremos con una pequeña obra maestra. Más que las memorias de un quejumbroso profesor, Cómo enseñar a leer en clase son las memorias de un minucioso lector que rara vez se equivoca a la hora de seleccionar el texto más adecuado para sorprendernos y emocionarnos.
            Vayamos ahora al primero de esos adjetivos. Lo descacharrado del volumen tiene mucho que ver con su origen: un blog en el que los materiales se van amontonando sin una estructura de conjunto. Al pasar al libro impreso, ni el autor ni el editor, desbordados por la riqueza del material, han sabido darle la estructura adecuada.
            El índice no puede ser más incompleto. Podríamos decir que carece de índice porque lo que recibe ese nombre no es más que un desganado sumario (“Letras de canciones y otros textos”, “Poesía lírica”, “Narrativa”), sin indicarse en ninguna parte el nombre de los autores –más de un centenar– antologados. Dar con ellos es obra del azar; volver a encontrar un texto que nos sorprendió, si no tuvimos la precaución de apuntar la página, casi un milagro. Incluso a veces da la impresión de ser un libro mágico con poemas o cuentos que aparecen o desaparecen en cada nueva lectura.
            Los poemas y relatos escritos en otras lenguas aparecen siempre en español sin indicación del traductor, salvo en algunos pocos casos. Luis Alberto de Cuenca traduce “Esperando a los bárbaros”, pero no sabemos quién traduce los otros poemas de Cavafis incluidos. Paz Díez Taboada nos ofrece una espléndida versión de la “Oda a Leucónoe”, de Horacio (la del “carpe diem”), ¿pero de quién son las otras versiones de Horacio?
            Podría pensarse que, si no se indica otra cosa, el traductor es el propio autor del libro. Más que dudoso resulta, sin embargo, que conozca la decena de lenguas de las que proceden los textos.
            Hay además algún lapsus poco disculpable en un viejo profesor: llama soneto a un poema de Gerardo Diego, que ya a primera vista se ve que no lo es (doce versos de distinta medida con solo alguna rima irregular); la lista final de “novelas clásicas en un sentido amplio y muchas buenas novelas juveniles” está encabezada por Flor de leyendas, de Alejandro Casona, que poco tiene de novela, ni clásica ni juvenil.
            Lo imperfecto también tiene su encanto. Y a Miguel Díez R. le perdonamos todo. Incluso que de pronto le dedique un capítulo entero a la poesía de Paz Diez Taboada, su mujer y habitual colaboradora; son poemas difíciles de encontrar y que nos agrada conocer.
            Un libro para tener siempre al lado, para abrir por cualquier página; un libro en el que resulta difícil encontrar lo que buscamos, pero muy fácil dar con maravillas que no buscábamos y que ni siquiera sabíamos que existían.

            

sábado, 14 de octubre de 2017

Octubre rojo. Tres periodistas en la revolución de Asturias



Tres periodistas en la revolución de Asturias
Manuel Chaves Nogales, José Díaz Fernández, Josep Pla
Prólogo de Jordi Amat
Libros del Asteroide. Barcelona, 2017.

Con un título engañoso, Tres periodistas en la revolución de Asturias, se reedita una obra de José Díaz Fernández, Octubre rojo en Asturias, complementada con las crónicas que Josep Pla y Manuel Chaves Nogales escribieron sobre la revolución del 34.
            Octubre rojo en Asturias no es una recopilación de artículos periodísticos, sino una recreación y una interpretación, a la manera de la que hizo con El blocao de la guerra de Marruecos. Nigel Dennis, en el prólogo a Prosas, una antología de la obra de Díaz Fernández, califica de “novela” ese libro, “curiosa mezcla de reportaje, reflexión crítica y recreación imaginativa”. Lo esencial es verdad, pero las anécdotas concretas no tienen por qué serlo, al modo de los Episodios nacionales galdosianos.
            El error en la edición –mezclar textos de intención muy distinta– se corresponde con los errores conceptuales que Jordi Amat manifiesta en el prólogo. No parece tener muy clara la diferencia entre periodismo y ficción basada en hechos reales; no ha reparado en algo tan evidente como que no todo lo que se publica en las publicaciones periódicas es periodismo: buena parte de la literatura ha encontrado su sitio antes en los periódicos o revistas que en los libros (y las investigaciones periodísticas extensas tienen su lugar de publicación adecuado en el volumen exento).
            La serie que poco antes de la revolución de octubre publicaba Chaves Nogales en el diario Ahora, que dirigía, no eran, al contrario de lo que indica Jordi Amat, artículos sobre un bailarín flamenco, sino los capítulos de una novela, El maestro Juan Martínez que estaba allí, una de sus obras mayores.
            El protagonista es real, y estaba en Rusia en el momento de la revolución, pero basta leer cualquiera de los capítulos para darnos cuenta de que no estamos ante un reportaje, sino ante una novela disfrazada de reportaje biográfico para atraer mejor la atención de los lectores (los autores de novela realista insisten siempre en “la verdad” de lo que cuentan, en que no han inventado nada).
            La distinción entre un artículo periodístico y el capítulo de una novela publicada por entregas queda muy clara cuando leemos “Los flamencos de París”, un reportaje publicado por Chaves Nogales en Estampa (18 marzo 1930). Trata de Juan Martínez, que dirige una academia de flamenco en Montmartre, y de Vicente Escudero. El prurito periodístico le lleva a puntualizar que las declaraciones del bailarín están recreadas: “Claro es que el maestro Juan Martínez no dice estas mismas palabras. Él habla a su modo, con sus imágenes castizas plagadas de galicismos; pero a lo largo de su charla internacional, que pondría los nervios de punta a un académico, yo sé que quiere decir eso, y lo traduzco así”.
            No acierta a distinguir Jordi Amat entre periodismo y literatura (dos géneros que juegan a confundir sus fronteras) ni tiene ideas muy claras sobre “el canon”, esa término, más que concepto, tan de moda. Para él, Chaves Nogales no gozaba de prestigio en su tiempo porque “el canon intelectual de la Edad de Plata” no tenía en cuenta “los géneros con los que él brillaba”. Pero desde Larra el articulismo gozaba de toda consideración y si él formaba parte de la historia de la literatura no era precisamente por su novela ni por sus obras de teatro; y buena parte de los libros a los que Azorín debía su prestigio –Los pueblos, Castilla, Al margen de los clásicos– estaban formados por colaboraciones periodísticas. Tampoco es cierto que el redescubrimiento de la obra de Chaves se deba a la reciente ampliación del canon “y a la pintoresca historia de ese Juan Martínez”. El rescate de Chaves Nogales obedeció, en un principio al menos, a razones políticas, al considerársele como un representante de la tercera España, marginado por las otras dos (Andrés Trapiello tuvo mucho que ver con ello).
            La impactante Otoño rojo en Asturias, que Díaz Fernández firmó con el pseudónimo de José Canel (un supuesto revolucionario que habría sido testigo de lo que cuenta), pero que pronto reconoció como suya ante los ataques del alcalde de Oviedo, quien –como Jordi Amat– no supo leerla como literatura y negó la verdad de ciertos detalles, merecía una reedición exenta (ya tuvo una en 1984, con prólogo de López de Abiada).
            Los artículos de Josep Pla y Chaves Nogales son otra cosa. Los del primero ilustran cómo el gobierno de Lerroux trató de aprovecharse de los acontecimientos para culpar a Azaña y echar por tierra toda la política progresista del bienio anterior. El conservador Pla, que representa al sector del catalanismo que pronto se pasaría con armas y bagajes al franquismo, aunque sabe muy bien la misión propagandista que le ha llevado a Asturias, no olvida su talante de periodista y procura dejar constancia de lo que ve, sin importarle que desmienta sus apriorismos ideológicos. “Se produjeron algunas acciones violentas contra sacerdotes”, nos dice. “Pero yo no he visto en ninguna parte el cúmulo de enormidades totalmente inventadas por los diarios de Madrid, como no he visto en la zona minera las escenas que ven ahora los corresponsales sensacionalistas –que son casi todos– y que han llegado a aquellos valles días después de haber salido los primeros periodistas que estuvimos en ellos”.
            De la revolución de Asturias, durante los primeros días, durante los primeros meses, se contó lo que el gobierno quiso que se contara. Tardó en saberse la verdad de la represión.
            Los periodistas desplazados a Asturias sabían de sobra lo que el gobierno que los autorizaba y el público que los leía esperaba de ellos (demonizar a los revolucionario, justificar detenciones, torturas, fusilamientos), pero eran periodistas y no podían convertirse en meros propagandistas. “Las cosas en su punto”, comienza un artículo Chaves Nogales: “No es verdad que en Sama los revolucionarios se comieran a un cura guisado con fabes; no es verdad que en Ciaño despanzurraran a la mujer de un guardia civil y le hundieran un tricornio en las entrañas; no es verdad que el cadáver de un guardia civil fuese expuesto en el escaparate de una carnicería con el letrero de Se vende carne de cerdo…”. Esas cosas se decían entonces, esas cosas creía mucha buena gente (y todavía hay en Oviedo quien las sigue creyendo).
            El periodista cuenta lo que ve o lo que le cuentan las fuentes contrastadas; si añade elementos de ficción ya no hace periodismo, aunque siga publicando en los periódicos, sino literatura. Pero la verdad que inventa la literatura puede resultar más verdadera que la anotación notarial del periodista.

sábado, 7 de octubre de 2017

Xuan Bello, la escritura continua


Escrito en el jardín
Xuan Bello
Xordica. Zaragoza, 2017.

¿Cuál es el secreto de Xuan Bello, un escritor que parece estar publicando siempre el mismo libro y nunca deja de sorprendernos?
            Mientras tratamos de desvelar ese secreto, nos entretenemos en anotar sus paradojas. La primera, la extraña relación que mantiene con el español este escritor que ha colocado –no solo él, pero él muy principalmente– el asturiano entre las lenguas literarias de la Europa contemporánea. El libro que le dio la fama, Historia universal de Paniceiros, aparecía como la traducción al castellano de una obra que solo existió en asturiano algunos años después. Lo mismo ocurre con este espléndido Escrito en el jardín, traducción de un original asturiano, Escrito nel xardín, que no se puede localizar en ninguna biblioteca ni en ninguna librería, y la mayoría de cuyos capítulos aparecieron, semana tras semana, en español en el diario El Comercio.
            Esa paradoja tiene una fácil explicación. Xuan Bello no es solo el principal escritor de hoy en asturiano, es también –y esto no suele decirse– un nombre imprescindible en la literatura de lengua española. Razones políticas o sentimentales le obligan a veces a disimularlo, fingiendo traducciones (parece el caso de buena parte de las páginas de este libro) donde no las hay.
            Pero estas cuestiones interesan poco al lector común, al que le basta comenzar el primer capítulo de Escrito en el jardín, “Una gata llamada Prúa”, para quedar seducido. Xuan Bello sabe contar, sabe encantar; hable de lo que hable, convierte al lector en un niño absorto que no quiere perderse ninguna de sus palabras.
            ¿Y de qué nos habla Xuan Bello en Escrito en el jardín? De su mundo más cercano. De sus gatos, Prúa, Polo y Valentín; de su perro Pluto, “un golden retriever”. Escuchemos la historia de Polo. Se lo trajeron unos amigos de Gijón que se mudaban a Madrid. Era un gato adulto incapaz de acostumbrarse a las estrecheces de un piso; se escapaba en cuanto veía una ventana abierta. Lo trajeron en una jaula, lo soltaron ante la puerta para darle una caricia y desapareció, visto y no visto. Estuvo tres meses perdido. Apareció encaramado y desconfiado en el tejado, tras una chimenea. Se le llamó, se le ofreció comida, pero nada: su sombra ágil desapareció y ya nadie volvió a saber nada de él hasta que una noche de invierno se presentó, maullando desesperado ante la puerta de casa. Estaba flaco, con una pata herida, al borde de la inanición. Buscó un lugar sombrío y se arrebujó en él. Prúa fue a saludarle muy cortés, como una señorita de las de antes, y Polo contestó con un bufido, agotado. Al día siguiente, ya comían los dos en el mismo plato; no volvió a desaparecer.
            La historia de sus animales domésticos, la historia de una huerta y un jardín, los recuerdos de infancia, los de su estancia en Roma; también los parientes que emigraron a América se suceden, se entreveran en estas páginas. Y están también los amigos: el arquitecto Gerardo Arancón, con quien visita un caserón de Grado que guarda un secreto; el poeta Martín López-Vega, que le descubre raros versos chinos o eslovenos; Javier Almuzara, que le regala dos cuartetas de Omar Jayyam y le recita, en el Foro de Roma, los versos memorables de un poeta secreto, Bonifacio Chamorro (Xuan Bello lo apellida "Cuadra"), traductor de Horacio.
            Hay muchas citas en este libro, que puede considerarse así como una espléndida antología, aunque no queda claro si los versos o las prosas que se citan son reales o inventados. Lo más frecuente es que se trate de textos recreados por la memoria fabuladora del autor. Una memoria, por cierto, que le juega alguna mala pasada, como cuando, hablando de su gata Prúa, recuerda un verso de Baudelaire (“eres mi oportunidad de acariciar al tigre”) que en realidad es de José Emilio Pacheco. Su poema “Gato” dice así: “Ven, acércate más. / Eres mi oportunidad / de acariciar al tigre / –y de citar a Baudelaire”.
            A Xuan Bello le perdonamos con gusto cualquier infidelidad erudita porque sus inexactitudes están llenas de verdad. ¿Existió o no la poeta y pintora china que protagoniza “Una flor pintada”? No lo sabemos. Si existió, su poema en prosa sobre la camelia tiene dos autores; si no, solo uno. Xuan Bello la pone en relación con la Baronesa de Soutelinho, que da nombre a una de las variedades de camelia que florecen en su jardín, y nos descubre una historia de amor imposible entre ellas: “Mi casa está cerca del mar, la tuya en la otra orilla. Las lágrimas que te envío llegarán a ti con la marea”.
            Los capítulos de Escrito en el jardín van entreverados de versos presuntamente ajenos; entre un capítulo y otro, encontramos a veces algún poema del propio autor. Varios –“Primera elegía”, “Vultur in fábula”, “Atardecer en Luanco”, “Variación de un verso de Dante”– aparecen también en El llibru nuevo; otros, son inéditos. A menudo, y esta es otra de las paradojas de Xuan Bello, resultan de menor intensidad lírica que las prosas (algo semejante le ocurrió a otro gran prosista que también comenzó como poeta, Francisco Umbral).
            Podemos comenzar a leer Escrito en el jardín por cualquier parte. Por el capítulo “Un poema de Juan Gil-Albert”, por ejemplo: “Mi gata duerme a mi lado, los pájaros en la pomarada pían en su latín, como en aquel poema de Arnaut Daniel. La niña Lena duerme en su cuna, ovillada en mi ternura”.
            Podemos comenzar a leer por cualquier parte. No podremos dejar de seguir leyendo. La escritura perpetua de Xuan Bello nunca pierde su poder de hipnótica felicidad.